Cuando Leonel Cabrera me recibe en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, enseguida me deja con la boca abierta: en el norte de nuestro país hay petroglifos, es decir, piezas de arte rupestre que consisten en rocas grabadas con diseños variados, que fueron realizados por los pobladores de estas tierras hace al menos 4.000 años. Y no se trata de una decena o veintena de grabados, sino de miles y miles de que se esparcen por cientos de sitios de Salto, Artigas y Paysandú.
A medida que Cabrera, investigador y docente del Departamento de Arqueología, muestra algunas fotos de los grabados es imposible no rebelarse contra la idea que nos inculcaron de que los habitantes de estas latitudes, antes de la llegada de los españoles, no tenían cultura alguna. La información es abrumadora y fascinante: Cabrera y su equipo trabajan en un área de 50.000 km2 de planicie basáltica en la que en los últimos 15 años han ubicado más de 150 sitios arqueológicos con miles de petroglifos. La mayor parte presenta “diseños de tipo geométricos con una alta variedad de motivos, en su enorme mayoría de carácter abstracto” realizados sobre “paneles de arenisca silicificada de afloramientos rocosos a cielo abierto”. Se trata de pequeñas obras, ya que 70% de los petroglifos no supera el metro y que se encuentran mayoritariamente “a una altura menor al medio metro”.
“Los motivos en 60% de los casos son compuestos, es decir que presentan dos o más elementos vinculables entre sí, por razones técnicas, morfológicas o de contenido”, dice Cabrera, que agrega que en el “estado actual de la investigación, los motivos fueron clasificados, como abstractos, pero corresponde destacar que hay poco menos de 10% que presentarían motivos zoomorfos, antropomorfos y fitomorfos”. Más allá de que la gran parte de los petroglifos presenta diseños con líneas curvas, para uno es sorprendente que al menos una pequeña fracción dejara allí, labrada en la piedra, un testimonio de cómo estos antepasados se veían tanto a sí mismos como a algunos animales y plantas que los rodeaban.
El azar y el patrimonio
Podría pensarse que miles de piedras grabadas hace miles de años dispersadas por gran parte de tres departamentos del norte del país no podrían haber pasado inadvertidas. Pero sí, para bien o para mal, nuestro país sigue deparando sorpresas. Cabrera me cuenta cómo comienzan a estudiar este arte rupestre extraordinario: “En 1995 la Intendencia de Salto contrata a un geólogo para que le enseñe a los vecinos a cortar la piedra para hacer pisos de galpones, veredas y otras cosas. Este licenciado en geología empezó a ver dibujos raros que no eran naturales. Avisó a la intendencia, que avisó al museo local, que a su vez avisó a la Comisión de Patrimonio. A todo eso pasaron varios meses. Como yo trabajaba en la Comisión de Patrimonio junto con la colega Elianne Martínez, en 1998 fuimos a ver de qué se trataba, pensando que probablemente no fuera nada”.
Sin embargo, aquel viaje cambiaría muchas cosas para Cabrera. “Encontramos grabados, pero no uno o dos, sino cientos. Caminábamos y caminábamos y cada vez que había un afloramiento aparecían más y más”. Comenzaron en una zona cercana a Colonia Itapebí, pero luego los hallazgos se fueron extendiendo a otras áreas del departamento salteño. “Hoy la mayor concentración está en Salto, pero también se encuentran en Artigas, en la zona de Yucutujá, y hay algunos en Paysandú”, afirma Cabrera. “Tras el descubrimiento accidental, entre 1999 y 2007 se van haciendo pequeños trabajos esporádicos sin continuidad, pero que fueron dando consciencia sobre la magnitud del hallazgo”.
Tras obtener apoyos para la investigación de parte de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) y la Comisión Sectorial de Investigación Científica (CSIC) de la Universidad de la República, desde 2009 vienen desarrollando investigación sobre nuestros petroglifos norteños. “En los últimos 15 años el conocimiento del arte rupestre de los antiguos pobladores de la región se ha multiplicado de forma exponencial”, reconoce Cabrera, que agrega: “De conocer dos sitios con unos ocho grabados, hoy tenemos 150 sitios con miles de grabados rupestres”.
En nuestro país tal hallazgo fue toda una novedad. “En el sur del país sí eran conocidas pinturas rupestres, sobre todo en los departamentos de Flores y Durazno, pero estos son grabados en los que la roca ha sido esculpida para lograr una expresión rupestre, no tendrían conexión con el arte rupestre del sur, ni temporal ni cultural”, explica el arqueólogo. Pero además hay otro dato por demás importante: “Las pinturas rupestres del sur del país tendrían una antigüedad no superior a los 2.000 años, incluso algunas serían mucho más recientes. Ese no es el caso de los petroglifos, que tienen, al menos muchos de ellos, una antigüedad notoriamente mayor”.
¿Artistas o comunicadores?
Los petroglifos son variados y presentan combinaciones de círculos, puntos y líneas. “En su mayoría son diseños de tipo geométrico”, comenta Cabrera, que agrega que últimamente están empezando a ver “un porcentaje mínimo, que no supera el 10%, de posible arte figurativo”. “Entre los posibles elementos figurativos está el diseño de lo que pensamos sería una serpiente, sin embargo hay que ser muy cuidadoso”, explica mientras muestra la foto de un grabado en el que podría verse una cabeza, un punto que podría ser el ojo, y un cuerpo alargado. “Es un grabado que se repite bastante. También hay figuras que podrían ser interpretadas como humanas”, agrega, y aclara que de todas formas se trata de un porcentaje mínimo de los grabados.
¿Cómo realizaban aquellos antiguos pobladores sus trabajos en la piedra? “Creemos que había un diseño previo, que se marcaba con agua o con algo, ya que de lo contrario es muy difícil lograr conjuntos tan precisos”. Para el experto, la mayoría de los grabados fue hecha utilizando un cincel. “Al excavar al lado de los petroglifos hemos encontrados algunos 'cinceles' de piedra, que aparecen rotos”, explica, y acota que cerca de 20% de los materiales que aparecen en las excavaciones son posibles elementos utilizados para trabajar la piedra. “Eso nos ha permitido tratar de reproducir los diseños utilizando herramientas similares. La arqueología experimental nos da otra visión de esos objetos, como los grados de dificultad, cuánto tiempo lleva, el desgaste de los instrumento”, confiesa.
Cabrera afirma que muchos de los diseños son muy complejos. “No son simplemente líneas al azar, implican un diseño mental previo a la ejecución”. Y aquí es donde la cosa se pone más interesante aún, ya que hace una aclaración importante: “Cuando nos referimos a los petroglifos como arte rupestre por lo general le ponemos comillas. No es un 'arte' como lo concebimos en el mundo occidental. No son una expresión estrictamente estética, si bien podría serlo también”. El arqueólogo sostiene que los petroglifos podrían verse como “marcas que indican los límites del territorio de determinado grupo, indicaciones de que en la zona en determinadas épocas del año hay caza abundante, o incluso una piedra que es buena para trabajar. “Son mensajes que no necesariamente tienen un fin estético. Hay ideas, eso es cierto, y hay comunicación. Que en algunos casos hay una búsqueda estética también lo es, porque hay un cuidado en que algunas líneas sean más profundas que otras, etcétera. Por eso no separo una cosa de la otra, eso es propio del ser humano. Sin embargo, no es un arte para contemplar exclusivamente. Si se quiere es un arte con un fin netamente práctico”.
“No tenemos duda de que estos petroglifos básicamente son un sistema de comunicación. Lo que sucede es que no tenemos los códigos que tenía la gente contemporánea para saber qué significaban”, manifiesta, y uno trata de imaginarse lo útil que sería caminar por una planicie basáltica donde compañeros han ido dejando marcas con información relevante. “Acá había un mensaje, y por tanto hay una forma de escritura también, que era completamente inteligible para los integrantes del grupo, y que nosotros hemos perdido la posibilidad de entender, pero eso no quiere decir que los podamos minimizar y digamos que hacían rayas y nada más. Son rayas con significado”.
Los dos sumergimos la mirada en la foto de un petroglifo que tiene un circulo central del que salen varias líneas que conectan con otros círculos. Podría parecer una flor, pero no sé por qué veo una especie de sol o estrella. Sin saber lo que pasa por mi cabeza, Leonel Cabrera me sorprende una vez más: “No podemos afirmar, pero tampoco podemos descartar que estos diseños no tengan un significado astronómico, que estén indicando la salida del sol en algún momento”, aventura. “Hay que ser muy precavido para no dar rienda suelta a la imaginación, pero tampoco podemos dejar afuera explicaciones posibles”, agrega. “Acá hay un pensamiento complejo que nos ha llegado a nosotros de forma muy resumida y reducida. Si bien hay cosas que seguramente nunca vamos a saber, nos esforzamos para ver qué diseños aparecen con qué otros, cuáles nunca aparecen asociados, de manera de tener indicios que nos puedan guiar el tránsito dentro del esquema mental de esta gente que lamentablemente se nos ha perdido”, sintetiza Cabrera, para quien todo este trabajo “de alguna forma se trata de recuperar la memoria de quienes habitaron el territorio antes que nosotros”.
Memoria en peligro
Este gran museo de la memoria de los pobladores que hace miles de años vivieron en el norte de nuestro país corre peligro. Por un lado, los grabados sufrieron modificaciones ya en la época en la que fueron realizados. “Nos llamó la atención que muchos de los grabados están rotos intencionalmente, sobretodo en algunos sitios más cercanos al río Uruguay”, dice Cabrera, que además agrega que muchas de las piedras que están sueltas, al ser dadas vuelta, tienen un diseño de un lado y otro distinto del otro. “Una explicación posible es que vino un grupo que quiso borrar las señas del otro grupo. De esa forma habrían tratado de dejar su marca, ya sea dando vuelta los grabados existentes o alterando los que no pudieron dar vuelta”, conjetura el investigador.
A esa primera oleada de modificaciones, hay que agregarle una nueva tanda en el siglo XVII: “Empezamos a ver cruces realizadas con instrumentos metálicos, que dejan un surco característico en forma de v, al contrario de los surcos realizados con piedras que tienen forma de u”, cuenta Cabrera. “Los jesuitas relacionaban los sitios en los que había marcas o grabados con el diablo o con el mal, por lo que promovían el marcado de cruces cristianas para exorcizarlos”, relata sobre este fenómeno que dice era común en Sudamérica, sobretodo en el área andina. “No nos debe llamar la atención, porque toda esa zona fue parte de la reducción de Yapeyú, y había un recorrido muy frecuente, sobre todo en la segunda mitad del siglo XVII y buena parte del XVIII”.
Los españoles y portugueses no se caracterizaron por respetar mucho las culturas de los americanos que encontraron. Sería un error mirar aquella época desde la visión y los valores actuales. Sin embargo, aún hoy, los petroglifos siguen siendo ignorados y destruidos. Pocos comprenden que son restos de una cultura. “Por la ubicación que tienen decimos que son un patrimonio en el alto riesgo”, afirma Cabrera, quien con pesar reconoce que en los últimos diez años han visto desaparecer muchos de los grabados.
A la ignorancia y la desidia –no hay ninguna norma que proteja a estos petroglifos y que impida que los dueños de los campos los modifiquen o destruyan– hay que sumarle el avance voraz de la producción. “Por suerte en esa zona no hay tanta forestación”, dice, pero señala otra amenaza: “Sí se ha incrementado el cultivo de arroz, y por eso se han represado muchos arroyos. Generalmente, para hacer ese represado se utiliza la piedra del lugar, tenga grabados o no. Todo eso implica remoción y el borrar testimonios del pasado”. Pero Cabrera aclara: “No es que uno esté en contra del progreso. Solo buscamos proteger esos grabados, porque lo que se ha conservado relativamente bien durante varios miles de años, muy rápidamente puede desaparecer con este tipo de cambios”.
“Generalmente el mayor daño lo causan los dueños de los campos que cortan la piedra para utilizarla o para vendérsela a otros vecinos. Para ello lo único que tienen que hacer es contratar a alguien que sepa cortar piedra y nada más. No hay que pedir permiso a la intendencia, ni pagar ningún tipo de canon ni nada”, dice con un dejo de impotencia. “El ganado es otro problema. En el invierno las zonas altas son utilizadas tanto por vacas como por ovejas para dormir, por lo que al llegar la primavera hay partes con 15 centímetros de bosta sobre los grabados. Eso implica ácidos y una aceleración de la erosión”, lamenta.
Como estrategia de conservación, Cabrera cuenta que en paralelo han trabajado con las escuelas rurales. “Siempre que se puede llevamos a los niños a que los vean y les explicamos de qué se trata todo. Les contamos que en ese mismo territorio, hace miles de años, hubo gente que bebió el agua del lugar, que usó las piedras... Ya que no podemos incidir en el hoy de forma decisiva para poder proteger este tipo de sitios, buscamos que las generaciones que vengan estén un poco mejor dotadas para este tipo de situación”.
Es de esperarse que en este mes se inaugure en las termas del Arapey un Centro de Interpretación de Arte Rupestre. “Creo que va a ser una posibilidad para que la gente vea estos grabados sin tener que llegar a los sitios. [La Facultad de] Bellas Artes nos hizo una reproducción de uno de los petroglifos a tamaño natural”, adelanta Cabrera. Si uno quisiera ver un grabado en vivo y en directo, tendría que dirigirse entonces al Museo del Hombre y la Tecnología de la ciudad de Salto. “La sala de arte, que fue abierta de apuro cuando terminaba el gobierno del intendente Eduardo Malaquina, en el año 2004, aún está sin terminar”. Sin embargo, recomienda ver los tres grabados originales que están expuestos.
“En otros países se hace un turismo cultural alrededor de este tipo de cosas, dándole trabajo a la gente del lugar, con guías que hacen los recorridos, transporte para los traslados, comercialización de camisetas y merchandising con los diseños”, se lamenta Cabrera, porque para él “estamos bastante lejos de esa posibilidad”. Cuando le pregunto por qué nos cuesta tanto valorar nuestro pasado, medita unos segundos y luego dispara: “Creo que tiene que ver con nuestra idiosincrasia, con cómo surgimos como país, con el mito de que bajamos de los barcos”. Trabajos de antropólogos biológicos como Mónica Sans han demostrado que por la sangre de muchas uruguayas y uruguayos aún corre la ancestría indígena: sus genes están presentes en 20% de la población de Tacuarembó, 64% de la de Bella Unión, 30% de la de Cerro Largo y en cerca de 20% de quienes habitan Montevideo. “Hay gente que todavía hoy se resiste a asumirlo, aún cuando se trata de marcadores genéticos. A los historiadores ese dato aún les cuesta”, responde. “Nos fascina cuando tenemos un vitró antiguo que vino de Italia, y a ese patrimonio sí sentimos que hay que protegerlo. Pero eso no pasa con los petroglifos de más de 4.000 años de quienes habitaban esta tierra. Si no logramos cambiar esa imagen es difícil que podamos cambiar nuestra relación con el pasado”.
¿Más antiguos aún?
Cabrera afirma que los petroglifos tienen una antigüedad de entre 4.000 y 4.600 años. Sin embargo, podrían ser aún más antiguos que eso.
“En las cinco excavaciones que hemos realizado vimos que la ocupación del lugar se da antes de que se forme el suelo actual. Los restos culturales aparecen apoyados o bien sobre el basalto de base o bien en los primeros centímetros de conformación del suelo. Luego, encima de eso, no aparece absolutamente nada”, explica. Como el hecho sucede en todos los sitios, para él eso quiere decir que los autores de los petroglifos vivieron “en un paisaje absolutamente distinto al actual. No habría vegetación porque no había suelo. Y para que eso ocurra en el norte tenemos que retroceder unos cuantos miles de años, tal vez más que esos 4.600 años que ha dado el fechado del carbono 14”.
Se trata de una hipótesis a seguir, adelanta, y sobre aquel paisaje que rodeaba a los grabadores de piedra dice que era distinto al actual: “Sin dudas era mucho más árido, más seco, con mucha menos vegetación y sin el pasto que hoy vemos en la superficie”. “Hay un cambio climático que se dio hace entre 5.000 y 7.000 años, que implicó un clima más húmedo y menos árido que da un aumento de la formación del suelo y de la vegetación actual. Si esto se confirma, para muchos de los grabados tendríamos fechas que habría que ubicar entre los 5.000 o 6.000 años”.