El puente / En un gesto trivial, / en un saludo, / en la simple mirada, / dirigida en vuelo, / hacia otros ojos, /un áureo, un frágil puente se construye. / Baste eso sólo. / Aunque sea un instante, existe, existe. / Baste eso sólo. Circe Maia

Se suele sostener que somos incorregiblemente egoístas. Nos identificamos con vaqueros y superhéroes que hacen gala de su carácter solitario. Desde las neurociencias, con similar perspectiva, se proponía que para poder entender los fenómenos mentales había que desarmar el cerebro de un individuo en todos sus componentes, tal como lo haría un relojero cuando le llevamos un despertador descompuesto. Ya desde hace algunas décadas ese punto de vista enfrenta cuestionamientos: no basta con estudiar a un solo individuo ni disecar el cerebro en elementos más simples para comprender los fenómenos mentales, pues muchos de ellos solo surgen en la relación entre individuos.

Nacidos para tender puentes

Venimos al mundo equipados para establecer contactos sociales. Un bebé sonríe ya en el útero materno. La sonrisa es una preadaptación social que funciona inmediatamente y no requiere aprendizaje. Este carácter social del inicio de la vida se manifiesta también en gestos, expresiones emocionales, vocalizaciones y en la preferencia de los bebés por el rostro y la voz humanas, más específicamente por la materna. Estas características tan atractivas y sociales del bebé, o de la cría para otros animales, despiertan la atención de sus padres y promueven el contacto aumentando aun más su carácter hedónico.

Los bebés también son expertos en imitar a otros. Cuando sostenemos a un bebé en brazos muy probablemente se establezca una conexión inmediata. Si le sacamos la lengua, enseguida nos sacará la suya. No es un comportamiento aprendido, surge por imitación. El bebé nos reconoce como un ser imitable, diferente de otro objeto inanimado, mira nuestra lengua y se las ingenia para sacar la suya. Seguramente no sabe qué es una lengua, pero su sistema nervioso ya le permite imitarnos.

Entramos al mundo social por medio de la imitación y, en realidad, imitamos a los demás constantemente a lo largo de la vida, aunque eso suceda tan rápido que a veces ni siquiera nos damos cuenta. No sólo copiamos los modos de ser de los demás, sino que nos gustan más aquellos que nos copian. Inconscientemente preferimos, y tendemos a estar de acuerdo, con los que piensan lo mismo que nosotros.

Leonard Zelig, el personaje de Woody Allen, desarrolló al extremo esta capacidad de imitar. Bastaban unos minutos de contacto para que se transformara completamente en cualquier persona que se le cruzara en su camino, así fuera asiático, indio, negro, griego, obeso, irlandés, judío o nazi. En realidad, todos somos un poco como Zelig, pues esa tendencia a imitar permitiría entender las intenciones y deseos de los demás, fortalecer las interacciones sociales y mantener unido al grupo social.

¿Qué subyace a la capacidad de imitar a otros?

Giacomo Rizzolatti y su grupo, en Parma, hicieron uno de los más importantes descubrimientos de los últimos años para la psicología y las neurociencias. Inicialmente observaron que ciertas neuronas de las cortezas premotora y parietal de un mono se activaban sólo cuando realizaba una acción intencional dirigida hacia una meta, por ejemplo cuando se proponía tomar un objeto, pero no cuando acercaba la mano o movía el brazo. Para sorpresa de los investigadores, esas mismas neuronas se activaban también cuando el mono veía al experimentador tomando el objeto. Las neuronas con la propiedad de activarse tanto en la ejecución como en la observación de la acción se denominaron “neuronas espejo”. Estas neuronas se activan incluso cuando se oculta el contacto directo entre la mano del investigador y el objeto o cuando el mono ni siquiera ve la acción pero, por ejemplo, escucha el sonido producido cuando se rompe una nuez. Estos casos muestran que las neuronas espejo no codifican un movimiento o un objeto específico, sino la acción motora apropiada para alcanzar un objetivo deseado.

Estas neuronas fusionan a las personas a nivel del movimiento. Cuando María Noel Riccetto se eleva y permanece etérea e ingrávida como una sílfide, también nosotros quedamos suspendidos en el aire por un segundo. Un paso errado despertará una reacción instantánea, sin ninguna deliberación racional. Del mismo modo, un pianista no puede escuchar un concierto sin que se activen las áreas motoras de su cerebro que controlan el movimiento de sus dedos. La danza, la música, el cine, la literatura y la pintura se basan en esa conexión inmediata entre la obra y el observador.

Los seres humanos también tenemos neuronas espejo en las mismas áreas frontales y parietales que los monos, pero, además, estudios de resonancia magnética funcional y de registros intracraneales de actividad neural indican la presencia del mecanismo de espejo en áreas de control emocional. Por ejemplo, la ínsula anterior ventral, un área relacionada al sentimiento de asco, se activa tanto durante la experiencia (por ejemplo, frente al olor a huevo podrido) como durante la observación de otros sintiendo asco. En el mismo sentido, la amígdala y subregiones de la corteza cingulada controlarían el miedo y la risa, respectivamente, por medio de mecanismos espejo. La función de las neuronas espejo no sería solamente entender las intenciones de los demás, sino también comprender y percibir los sentimientos y emociones de otros, y podrían constituir el substrato neural de la empatía.

Jean Decety y Andrew Meltzoff, de las universidades de Chicago y Washington, mostraron que personas que sienten dolor, o ven a otras sintiendo dolor en videos o fotografías, exhiben gestos y una activación de áreas cerebrales similares. Es decir, puedo sentir tu dolor porque en mi cerebro se activan los mismos substratos neurales que se activan con mi propio dolor. Sentimos lo que otros sienten porque, por un momento, habitamos sus propios cuerpos. Estas observaciones apoyan la idea de que para entender el estado mental de otros debo literalmente experimentar ese estado mental. Como decía el poeta Walt Whitman: “Yo no le pregunto al herido cómo se siente. Yo mismo me vuelvo el herido”.

En sincronía

Los estudios fundacionales de etólogos, en los años 20 del siglo pasado, mostraron que insectos sociales, que trabajan juntos para obtener una meta, comparten no sólo un mismo comportamiento sino una misma biología. Esa sincronía comportamental y biológica entre congéneres se observa también en pájaros que emprenden vuelo, todos al unísono, porque uno de ellos se ha asustado ante la presencia de un depredador. Los animales sociales necesitan coordinar acciones y movimientos, comunicarse sobre la comida, el agua o la pareja, ayudar a quienes lo necesitan y responder colectivamente ante situaciones de peligro.

En los mamíferos esa sincronía biológica y comportamental se aprende tempranamente, en un período sensible durante el cual la proximidad con sus cuidadores principales es clave para organizar los ritmos biológicos de la cría y permitir el establecimiento de un vínculo duradero entre la madre y el hijo. John Bowlby y Harry Harlow, ya en la mitad del siglo XX, describieron ese vínculo como una emoción básica, presente en todos los mamíferos, cuyo componente subjetivo llamaron “amor”.

En la intimidad de ese vínculo afectivo se sincronizan el sueño, la frecuencia cardíaca, los niveles de oxitocina y el comportamiento entre madres e hijos. A través de esta sincronía biológica y comportamental los padres pueden sentir las señales corporales y emocionales de sus crías. Los hijos dirigen la sinfonía que ejecutarán los padres, de acuerdo a sus necesidades y demandas, y coordinan respuestas sensorimotoras, contingentes, afectivas, flexibles y coincidentes entre ambos padres. En la práctica, por supuesto, esa sinfonía entre padres e hijos puede variar entre individuos y contextos: puede estar muy afinada, completamente desafinada e incluso puede no existir.

En la mente del otro

Somos sociales, imitamos y nos sincronizamos, pero ¿podremos entender la mente de los otros? David Premack y sus colegas de la Universidad de Pensilvania, en los años 70 del siglo XX, propusieron, a partir de trabajos con chimpancés, una idea fundamental para la psicología que llamaron “teoría de la mente”. De acuerdo a esta idea, vendríamos equipados, desde el nacimiento, para interpretar, atribuir intenciones y hacer predicciones respecto de otras personas a partir del comportamiento y de la experiencia. Como la mente de los demás es opaca, nuestras inferencias pueden ser acertadas o completamente erradas, pero son claves para la interacción social. Tener una creencia errada sobre la mente de otro condujo a Otelo a matar a su amada esposa.

Las observaciones iniciales de Premack dieron nacimiento a pruebas para detectar si los niños podían inferir las creencias de otros, aun cuando fuesen falsas. En el test de Sally y Anne, el niño ve cómo una muñeca, Sally, coloca unos caramelos en una canasta y sale del cuarto. Mientras tanto llega otra muñeca, Anne, que saca los caramelos de la canasta y los esconde en una caja. Finalmente se le pregunta al niño dónde buscará Sally los caramelos. Hasta los cuatro o cinco años, los niños responden, sin dudar, que Sally los buscará en la caja. No pueden ponerse en la perspectiva de Sally y distinguir entre lo que ellos saben y lo que Sally sabe. No son capaces de detectar la “creencia falsa” de Sally. Pero a partir de los cuatro o cinco años la mayoría contesta que Sally buscaría en la canasta, es decir que ya son capaces de adoptar su perspectiva pues ya tienen una teoría de la mente. Sin embargo, si observamos el movimiento de los ojos del niño en lugar de su respuesta verbal, veremos que ya desde los dos años y medio el niño podría inferir la respuesta correcta.

La teoría de la mente o mentalización se desarrolla tempranamente en la relación madre-hijo. El niño comienza a comprender sus estados mentales y los de los demás a partir de que la madre le atribuye intenciones, deseos, sentimientos, necesidades, etcétera. Este proceso haría posible los fenómenos de la intersubjetividad y es vulnerable a influencias ambientales. Una mentalización efectiva es esencial para la regulación emocional del niño y se adquiere en el contexto de relaciones de apego seguro.

Las capacidades sociales y las culturas

Un componente importante de estos procesos de mentalización, imitación y sincronía son los sentimientos que surgen en la interacción social y se modulan mediante el aprendizaje y la experiencia. A partir de esos sentimientos sociales se tejerán formas muy complejas de interacción y cooperación que nos caracterizan como especie.

En efecto, los seres humanos se han distinguido de otros seres vivos por el conjunto de prácticas e ideas que llamamos “culturas”. Arte, filosofía, sistemas morales, creencias religiosas, justicia, gobierno, instituciones sociales y económicas, tecnología y ciencia son algunos ejemplos de las culturas humanas.

Antonio Damasio sostiene que los sentimientos fueron la fuerza que impulsó la aventura cultural humana. Por ejemplo, la medicina, junto con la tecnología y la ciencia, se habrían desarrollado para dar respuestas a los sentimientos de dolor, sufrimiento o indefensión de los enfermos, los viejos y los niños. Esos sentimientos generan compasión, que produce empatía y necesidad de encontrar formas para disminuir el dolor. Las industrias farmacéuticas y tecnológicas explotan, justamente, esa necesidad de las personas de reducir el sufrimiento de otros. Pero aquí esos sentimientos se mezclan con otros que incentivan el beneficio económico, el prestigio social, la necesidad de reconocimiento, etc. No todos los sentimientos tienen fines altruistas. La actividad cultural empieza y se mantiene profundamente imbuida de sentimientos, pero la interacción con la razón debe ser también tenida en cuenta si queremos comprender los conflictos y contradicciones de los sentimientos humanos.

Los sentimientos no sólo nos motivan, orientan y participan en los procesos culturales, sino que conectan la vida humana (equipada de mentes, sentimientos, conciencia, memoria y lenguaje, sociabilidad compleja e inteligencia creativa) con la de organismos más simples. En efecto, los sentimientos se construyen a partir de mecanismos homeostáticos, compartidos con otras especies, cuyo fin es que la vida persista, se desarrolle y se proyecte hacia el futuro. Esas raíces comunes no disminuyen el carácter distintivo de los humanos, que deriva, en parte, de la complejidad de nuestros sentimientos sociales y de memorias personales, tanto de experiencias pasadas como de planes y proyecciones hacia el futuro.

También es quizás particularmente humana la asunción de una responsabilidad social cooperativa. Para Michael Gazzaniga, de la Universidad de California, nuestro sentido de responsabilidad surge, justamente, de la interacción entre personas en un contexto social. Las dinámicas sociales se incorporan a las dinámicas individuales. Interpretamos las acciones, intenciones, emociones y motivaciones de otros, pero nuestra interacción social también enmarca y constriñe a nuestros cerebros y los capacita para atender las crecientes complejidades de la vida en relación. Las presiones de la vida social, cooperativa, cincelan los procesos cerebrales que dan forma a quienes somos, en un proceso continuo, aunque lento, de cambio y retroalimentación.

En resumen

Los cimientos de nuestra capacidad de socialización, cooperación y formación de culturas están profundamente enraizados en nuestras características biológicas. En los seres humanos, el papel de la imitación es especialmente importante porque esta es básica e indispensable para nuestra enorme capacidad de aprendizaje, así como de construcción y transmisión de cultura. Las neuronas espejo y la sincronía biocomportamental son algunos de los mecanismos biológicos que nos permiten integrar a otras personas en nuestro cerebro, compartir experiencias y aumentar nuestra capacidad cooperativa. En particular, el grupo de Rizzolatti hizo un aporte fundacional, de enorme importancia para nuestra comprensión global del funcionamiento de cerebro y de la mente en los seres humanos y, por tanto, para nuestra autocomprensión.

Ya desde la más temprana infancia, esa base neuronal y la experiencia de convivencia del recién nacido con sus cuidadores principales lo integra, paso a paso, al tejido complejo pero ineludible de la sociabilidad humana. Vamos construyendo puentes a lo largo de la vida a partir de mínimos gestos y rápidas miradas y, de una manera menos poética, a través del reflejo en nuestras neuronas de las acciones y emociones de otros.

Annabel Ferreira es doctora en Ciencias Biológicas, docente e investigadora del Instituto de Biología, Sección Fisiología y Nutrición de la Facultad de Ciencias, y del Centro Interdisciplinario en Cognición para la Enseñanza y el Aprendizaje de la Universidad de la República.

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