En las páginas de la diaria se viene dando un interesante y rico debate en torno a los desafíos que plantea la producción agropecuaria en términos ambientales. Esta discusión se inscribe en un debate más amplio: ¿es posible intensificar la producción agropecuaria de manera sostenible? Este surge de las obvias tensiones que plantea la apropiación de los beneficios y la distribución de los perjuicios que generan las actividades agropecuarias. La situación es compleja, por un lado, debido a la trama de actores involucrados; desde productores agropecuarios hasta ONG ambientalistas, pasando por distintas dependencias del Estado y consumidores con distintos perfiles y valores. La percepción de eventuales beneficios y perjuicios difiere, de forma genuina, entre productores ganaderos y hortícolas, entre la Dirección Nacional de Medio Ambiente y la Dirección General de la Granja, entre grupos de consumidores veganos y fanáticos del chorizo al pan. Por otro lado, hay una complejidad asociada a la variedad de efectos de la actividad agropecuaria y de contextos en los que se desarrolla la producción. La preocupación pasa por cuestiones tan variadas (e importantes) como la mitigación de cambios globales, el bienestar animal, la seguridad alimentaria, el ingreso de divisas, la contaminación de cursos de agua, la generación de empleo, la recaudación fiscal, etcétera.

Desde distintos ámbitos se cuestiona, con distinto énfasis, la sostenibilidad social, económica y ambiental de la intensificación de las actividades agropecuarias. La “intensificación sostenible” (IS) se ha instalado como un tema central en la discusión de la agenda académica y político-institucional en el sector agropecuario. El término IS es un concepto conflictivo ya que tanto “intensificación” como “sostenible” son conceptos que admiten distintas interpretaciones según el contexto social, cultural, ideológico o institucional en que se los utilice. La IS ha sido calificada de oxímoron o cuestionada como una idea que justifica prácticas de la agricultura industrial a partir del énfasis que se pone en soluciones tecnológicas. La controversia está instalada.

Más allá de las discusiones en la literatura científica, la idea de la IS ha sido tomada por instituciones no académicas –por ejemplo, por el Banco Mundial y la FAO–. A nivel regional, el Programa Cooperativo para el Desarrollo Tecnológico Agroalimentario y Agroindustrial del Cono Sur (Procisur), una plataforma de colaboración de los institutos de investigación agropecuaria del sur de Sudamérica, ha definido la IS como una de sus líneas estratégicas. El documento del Procisur define a la IS como “Un proceso de mejora gradual de la eficiencia ecológica de los sistemas agropecuarios a través de la innovación, con el fin de propender a una mayor productividad y rentabilidad con menor impacto ambiental, al mantenimiento y/o mejora de los recursos naturales, reduciendo la dependencia de insumos externos y favoreciendo la equidad e inclusión social”.

Uruguay, por intermedio del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP), incorpora explícitamente el concepto de IS como una de las seis líneas estratégicas. El MGAP hace explícitos algunos de los ejes que deberían considerarse en el planteo de alternativas de IS: adoptar visiones de paisaje, planificar el uso del suelo y protección de cuencas, hacer ajustes normativos para el uso responsable de agroquímicos, proponer políticas nacionales en materia de conservación y utilización de los pastizales naturales y de los bosques nativos, valorar los pastizales naturales por sus atributos productivos y promover buenas prácticas agrícolas. El recientemente aprobado Plan Ambiental Nacional de Uruguay (MVOTMA, 2018), si bien no usa expresamente el término IS, incorpora como una de sus tres dimensiones la generación de sistemas productivos sostenibles. La recientemente reglamentada Ley de Agroecología apunta en el mismo sentido. En línea con esto, el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA) definió el desarrollo de conocimientos y tecnologías que soporte la IS de los sistemas agropecuarios como uno de sus tres objetivos de gestión. En ámbitos académicos de discusión (por ejemplo, los asociados al Intergovernmental Platform on Biodiversity and Ecosystem Services se han discutido y consensuado políticas y acciones que promoverían una intensificación agropecuaria sostenible. Estas acciones incluyen: promover la diversidad específica aérea y subterránea, reducir las aplicaciones de productos sintéticos, mantener o restaurar áreas naturales o seminaturales, promover la diversidad de hábitats, integrar prácticas a nivel del paisaje, preservar la salud del suelo, cuantificar la productividad agrícola y los servicios ecosistémicos de manera regular y sistemática, y facilitar la participación y el entrenamiento de los productores.

Las definiciones institucionales (y buena parte de las académicas) de IS ayudan a darle forma al concepto y a instalarlo en la discusión pública. No obstante, frente a cualquier planteo de intensificación necesitamos generar una evaluación objetiva de su impacto en aspectos ambientales, económicos y sociales. Para ello las definiciones anteriores no alcanzan. Más allá de su valor, es necesario dar un paso más para avanzar hacia definiciones operativas de IS. Esto, sin duda, contribuirá a encauzar la discusión de los procesos de transformación agropecuaria.

¿De qué hablamos cuando hablamos de intensificación?

La idea de intensificación se asocia a un proceso que lleva a un aumento de la productividad. Esta puede resultar de aplicar una tecnología de procesos (por ejemplo, el ajuste de fecha de siembra en función de condiciones climáticas) o de insumos (por ejemplo, la aplicación de un fertilizante), o de una combinación de ambas. También la intensificación resulta de una mejora en la gestión que puede hacerse al no aplicar insumos sino operar sobre procesos que mejoren la eficiencia de uso de los recursos (por ejemplo, la eficiencia con la que se usa el agua de riego, con la que se convierte el forraje en carne o con la que se utilizan los nutrientes).

Si bien es posible listar y cuantificar las intervenciones, estas frecuentemente se combinan y operan simultáneamente: por ejemplo, la mejora genética se asocia a una mejor gestión del cultivo. La intervención y la respuesta asociada pueden ser caracterizadas como un síndrome complejo de intensificación que requiere una descripción multidimensional. Así, la intensificación de un sistema ganadero puede asociarse a una mejor gestión del pastoreo de los pastizales naturales por disponer de estimaciones satelitales de la productividad forrajera, a la fertilización, a un mejor manejo sanitario del rodeo o al reemplazo parcial de la cobertura natural por un cultivo forrajero anual o una pastura perenne. Más aun, la intensificación puede resultar de combinar en el espacio esas acciones en proporciones variables.

¿Qué entendemos por “sostenible”?

El adjetivo “sostenible” remite al concepto de sostenibilidad o sustentabilidad, cuya definición y marco conceptual no están exentos de disputas. La sostenibilidad funciona como un objetivo que varía de acuerdo a los valores de los actores involucrados y del contexto. Más allá de las críticas y reparos que genera, una de las definiciones más difundidas y aceptadas es la del Informe Brundtland. En este caso se define un concepto asociado, el de “desarrollo sostenible”, como “aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer las posibilidades de generaciones futuras de satisfacer las propias”. Esta definición se complementa con la idea de los “tres pilares” en los que se apoya la sostenibilidad: el económico, el social y el ambiental. Sin duda, uno de los problemas asociados a esta definición es la dificultad para traducirla en términos operativos o para definir indicadores. Es virtualmente imposible plantearse en términos absolutos si una práctica o sistema es sostenible o no. Un camino para tornar más operativa la idea de sostenibilidad es plantear su discusión en términos comparativos o relativos: ¿cuál de estos sistemas en particular es más sostenible?

Algunas definiciones de sostenibilidad avanzan en “operativizar” el concepto y en vincularla a la oferta de servicios ecosistémicos (SE), es decir, aquellos aspectos de los ecosistemas de los cuales los humanos derivamos beneficios. En la medida en que pueda cuantificarse la oferta de SE (por ejemplo, la regulación hídrica, la conservación del suelo o el secuestro de carbono), es posible avanzar en una definición operativa del nivel de sostenibilidad.

Indicadores y funciones de impacto

En buena medida, el desafío de tornar operativa la idea de IS para apoyar la toma de decisiones y el desarrollo de políticas puede sintetizarse en la función de impacto de la intervención, es decir, en describir cómo cambia la “oferta” de un SE determinado a medida que aumenta el nivel de intervención. Los indicadores del nivel de intervención variarán entre sistemas, pero, por ejemplo, pueden incluir: el grado de reemplazo de coberturas originales (por ejemplo, porcentaje de cultivos anuales y perennes); el nivel de aplicación de agroquímicos (fertilizantes, tratamientos zoo y fitosanitarios); la variabilidad estacional de la cobertura del suelo; el tipo de labranza; años de agricultura continua; los suplementos nutricionales; la intensidad de la gestión (por ejemplo, el nivel de manejo del pastoreo, la selección de cultivares, el manejo reproductivo de los rodeos, etcétera).

Para cada nivel del indicador de intensificación es necesario cuantificar cómo cambió la oferta de los SE de regulación. Esto no es frecuente y en pocas ocasiones hay información sistematizada. Una interesante excepción en Uruguay (y en la región) es la cuantificación de un SE clave como la conservación del suelo. Este se estima regularmente para evaluar planes de manejo del suelo. En este caso la cuantificación se basa en la Ecuación Universal de Pérdida de Suelo (USLE-RUSLE), un modelo con amplia aceptación, ajustada a las condiciones locales.

¿Cómo avanzar?

Diversos actores en Uruguay (por ejemplo, el MGAP y el INIA) han definido la intensificación sostenible como su paradigma o marco orientativo de actuación. Este marco conceptual requiere ser vinculado a indicadores, cuantitativos y cualitativos, que permitan hacer efectivo el análisis de la sostenibilidad de las alternativas de intensificación. Volviendo a la pregunta del título, no podemos asegurar la sostenibilidad pero sí podemos evaluarla para tomar decisiones estratégicas (públicas y privadas) con una sólida base científica.

El sistema de ciencia y tecnología tiene una enorme responsabilidad en desarrollar indicadores tanto de la oferta de SE como del nivel de intensificación. Como se mencionaba más arriba, en Uruguay existe una experiencia destacable en esta dirección: la Ley de Suelos (18.564). El desarrollo de indicadores de pérdida de suelo ha permitido establecer una política pública que tiende a promover prácticas más sostenibles en el manejo de los suelos. Esta ley es una referencia regional ineludible cuando se piensan políticas de conservación. Desde la Agencia Nacional de Investigación e Innovación y el INIA se han promovido acciones mediante de la instalación y la financiación de plataformas agroambientales de largo plazo y proyectos de investigación interinstitucionales. Estas plataformas están disponibles para que la comunidad científica nacional explore hipótesis que contribuyan al desarrollo de indicadores que aporten al monitoreo y la toma de decisiones en torno a problemáticas ambientales.

Sin embargo, se debe tener presente que la importancia otorgada a los indicadores, así como los rangos de tolerancia y las acciones vinculadas a su cumplimiento o incumplimiento (incentivos, sanciones, etcétera) son parte de procesos sociales en los que interactúan actores con valores, intereses y objetivos diversos. Entre estos actores se destacan los definidores de políticas públicas a nivel nacional (ministerios involucrados), organismos internacionales que promueven determinadas prácticas vinculadas a los Objetivos de Desarrollo Sostenible, los sindicatos, ONG, los empresarios y los centros de investigación. El nivel de pérdida de un servicio ecosistémico de regulación (por ejemplo, la calidad de agua o la carga de sedimentos) que la sociedad está dispuesta a tolerar frente a un aumento en la productividad es una disputa política. Solucionar los aspectos técnicos asociados al desarrollo de indicadores y funciones de impacto no soslaya la importancia de las definiciones políticas, pero encauza la discusión sobre bases racionales. Fortalecer las capacidades del sistema de ciencia y tecnología nacional es clave para esta discusión.

José Paruelo es director de Investigaciones del INIA, profesor titular de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad de la República, investigador superior del Conicet (Argentina) y miembro Nivel III del Sistema Nacional de Investigadores.

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