Escondida detrás de un cartón, espera nerviosa tratando de no hacer ruido. Los segundos pasan hasta que, de pronto, queda paralizada: él acaba de encontrarla y ahora la mira fijamente. Perdió, pero como lo importante no es ganar sino jugar, comienza a hacerle cosquillas. Los dos ríen, aunque una de las risas sólo puede escucharse con un aparato especial que detecta ultrasonidos. Porque si bien están jugando a las escondidas, y todo indica que ambos se están divirtiendo y que lo hacen por el placer de jugar, ella se llama Annika y es un ser humano, mientras que él es una rata adolescente. El lugar en el que están es un cuarto de 30 metros cuadrados del Centro Bernstein de Neurociencia Computacional de la Universidad de Humboldt, ubicado en la capital de Alemania.
Fuera del cuarto, los colegas neurocientíficos de Annika Reinhold –Ignacio Sanguinetti y Konstantin Hartmann, bajo la supervisión de su jefe, Michael Brecht– siguen el juego con atención: registran los comportamientos, graban las vocalizaciones de placer de las ratas –que son inaudibles para el ser humano– y monitorean la actividad neuronal de la corteza prefrontal media de los roedores mientras juegan. El resultado de sus investigaciones fue recientemente publicado en la prestigiosa revista Science bajo el título “Correlatos comportamentales y neuronales del juego de las escondidas en ratas”. Como propone que las ratas estarían jugando a las escondidas por el propio placer del juego, pero también por el diseño experimental que permite estudiar el comportamiento y la actividad cerebral en un entorno más real que en otros experimentos de neurociencias, su artículo ha llamado poderosamente la atención (por ejemplo, está dentro del 5% de artículos de investigación que más atención han captado desde que el índice Altmetric lleva registros).
Uno de los investigadores que llevaron adelante este trabajo, Juan Ignacio Sanguinetti –quien en su página web pide que le digan solamente Dr. Nacho–, es uruguayo. Mas allá de todo chauvinismo –hay un regocijo sano en saber que alguien que toma mate y se crio en la misma ciudad de uno haya participado en una investigación tan fascinante–, esto tiene consecuencias prácticas para todos nosotros: podemos darnos el lujo de contar con el relato de uno de los protagonistas de una investigación que empuja la frontera del conocimiento en la comprensión del juego en los animales, y, por tanto, también en la de ese animal no tan distinto del resto que somos los humanos.
“Es razonable
pensar que algunas
de las cosas que
tenemos, como la
teoría de la mente,
las compartimos
en cierta forma con
otros animales, y
que los animales
tienen diferentes
versiones de eso”.
Ignacio
Sanguinetti
Experimentar jugando
Como detallan en el artículo, para esta investigación Reinhold, Sanguinetti y Hartmann les enseñaron a seis ratas a jugar a las escondidas. ¿Por qué tomarse la molestia? Porque, como dicen en la publicación, “la neurociencia tradicionalmente se basa en un estricto control experimental y condicionamiento. Sin embargo, las características del comportamiento de juego, a saber, que el juego es libertad y no proporciona ganancias, son incompatibles con dicho diseño experimental”. Los investigadores se preguntaron “si las ratas podían jugar un juego simplificado de escondidas de dos jugadores, rata y humano”, y se propusieron analizar “las representaciones neuronales de tal juego de roles en la corteza prefrontal medial”.
El juego que les enseñaron a sus parientes mamíferos podría resumirse así: al inicio de cada partida el experimentador colocaba a la rata en una caja desde donde comenzaba el juego. Si la caja se cerraba, entonces la rata la quedaba, es decir, debía salir y encontrar al humano que jugaba con ella y que se había escondido detrás de tres grandes cartones ubicados en la sala. Para determinar que el humano había sido encontrado por la rata, tomaron en cuenta una aproximación menor a 40 cm y “una línea de visión clara”. Al encontrar al experimentador, la rata recibía unas cosquillas (el gran científico Jaak Panksepp había demostrado con anterioridad que a las ratas les encantan las cosquillas y que al recibirlas emiten una “risa” característica inaudible para el humano); por el contrario, si la tapa de la caja inicial se dejaba abierta, era la rata quien debía esconderse. Para ello el roedor tenía 90 segundos para salir y esconderse en siete escondites: dos cajas pequeñas opacas, dos cajas iguales transparentes, y los tres grandes cartones tras los que, por razones de tamaño, también se escondían los jugadores humanos. Las seis ratas que participaron en el experimento “aprendieron a ‘buscar’ en una o dos semanas”, mientras que cinco “también aprendieron a ‘esconderse’ y cambiar de roles”.
Los roedores fueron observados durante cada sesión del juego. Sus vocalizaciones fueron grabadas con aparatos que permiten registrar las altas frecuencias que emplean las ratas, al tiempo que mediante diminutos electrodos se monitoreó la actividad de neuronas de la corteza prefrontal medial, un área del cerebro “asociada con la codificación de la proximidad social y de las reglas”. Tras el análisis de toda esa información, los investigadores concluyen que “las ratas aprendieron rápidamente el juego y a alternar entre los roles de esconderse y buscar”. Cuando la quedaban “guiaron la búsqueda mediante la visión y recuerdos de lugares de escondite pasados y emitieron vocalizaciones específicas ante diferentes eventos del juego”. Al esconderse, dicen, “las ratas vocalizaron con poca frecuencia y prefirieron los escondites opacos ante los transparentes, una preferencia que no se observó durante la búsqueda”. Por otro lado, vieron que “los registros neuronales revelaron una intensa actividad de la corteza prefrontal que variaba con los eventos del juego y los tipos de prueba (‘ocultar’ versus ‘buscar’), y que podría instruir el juego de roles”. Por todo esto, se animan a aventurar que “las capacidades cognitivas elaboradas para el escondite en las ratas sugieren que este juego podría ser evolutivamente antiguo”.
En el trabajo los autores señalan también que “la escondida en ratas permite estudiar aspectos importantes de la neurobiología (por ejemplo, la toma de decisiones, la navegación, la motivación y los roles) en el contexto de un comportamiento rico y sin restricciones”. Contentos con su trabajo, aspiran a más y proponen que este tipo de aproximación experimental que otorga agencia a los animales “podría ofrecer visiones sobre el cerebro que van más allá de lo que se puede entender cuando el comportamiento del animal se reduce a presiones de palanca en tareas de ir-no ir”.
“Es razonable
pensar que algunas
de las cosas que
tenemos, como la
teoría de la mente,
las compartimos
en cierta forma con
otros animales, y
que los animales
tienen diferentes
versiones de eso”.
Ignacio
Sanguinetti
Una sucesión de hechos afortunados
¿Cómo terminó nuestro compatriota Ignacio Sanguinetti estudiando en Berlín a las ratas jugando a las escondidas? Como casi todo en la ciencia, a través de un largo camino. “En realidad todo esto empieza hace varios años. Justo al mismo tiempo en que entré al laboratorio a trabajar en problemas relacionados con cómo los animales son capaces de ir de un lado a otro y de navegar en el espacio, entra también Shimpei Ishiyama, un posdoctorando que empieza a trabajar durante varios años en el juego, y sobre todo en el fenómeno de las cosquillas y las vocalizaciones de las ratas”, relata Sanguinetti desde la capital alemana. “El laboratorio empezó entonces a interesarse más por el juego y por la capacidad de los animales de jugar y divertirse. Tras varios años, en 2016 Ishiyama y mi jefe, Michael Brecht, publicaron también en Science un primer trabajo sobre las cosquillas”, agrega, y dice que después de aquello en el laboratorio comenzaron a desarrollar varias líneas de trabajo relacionadas con el juego, las cosquillas y la diversión. Los astros se alinearon: en ese momento Sanguinetti estaba terminando su proyecto, por lo que quedaba con tiempo libre para sumarse a algo nuevo. “A su vez, era la única persona en el laboratorio que había desarrollado una técnica para registrar neuronas en el cerebro sin cables, es decir, permitiendo que el animal pudiera andar corriendo por cualquier lado”, recuerda, y añade que ya había hecho algunos experimentos piloto que mostraban que podrían hacer este tipo de registros totalmente libres.
Al hecho de que dominaba la técnica de colocar esa colección de electrodos más fina que un pelo humano en el cerebro de los animales y de que tenía una amplia experiencia en el armado de experimentos de comportamiento, se sumó otro factor: “Justo entró al laboratorio una estudiante de maestría, Annika Reinhold, que quería hacer un proyecto de alta envergadura. Brecht me convocó junto a otro estudiante de doctorado, Konstantin Hartmann, para armar una infraestructura y enseñarle a Annika cómo hacer estos experimentos y desarrollar todo el proyecto”. Casi sin pensarlo, se tiró con la dos patas, aunque confiesa que luego lo inundaron las dudas: “Tras hablar con mi jefe de esto por primera vez estuve como tres horas mirando videos de Youtube para convencerme de que era posible hacer un experimento así. Sabemos que las ratas juegan, pero verdaderamente no sabíamos si podían jugar este juego tan complicado, que tiene roles y reglas. Cuando empezamos fue un poco un salto al vacío”.
El experimento además presentaba un par de dificultades extra: las ratas jugarían a las escondidas con humanos, y, por otro lado, en este juego interespecie la recompensa que obtendrían no sería comida –o un castigo al equivocarse–, sino cosquillas y recompensas sociales. “Esa es una de las particularidades para mí más interesantes del juego, es algo que trasciende en cierta forma a la especie”, dice con gran entusiasmo, y prosigue: “La perspectiva que tengo ahora sobre el juego, luego de estudiarlo por años, es que es lo que le da al cerebro la capacidad y la flexibilidad para adaptarse a las reglas del mundo y para tener una idea del mundo. Si vos sos un perro y naciste en el siglo XXI, el tipo de relacionamiento que vas a tener con el mundo exterior va a ser muy diferente al que hubieras tenido si hubieras nacido hace tres siglos. Creo que esa flexibilidad es también lo que permite que de cierta forma podamos jugar entre especies completamente diferentes. No es sólo que nosotros los humanos nos podemos relacionar con una rata, con un perro o con un gato para jugar, sino incluso que animales no humanos entre ellos también juegan. Nuevamente, en Youtube podés ver las combinaciones más increíbles de animales jugando”.
Pero en realidad para explicar qué hacía Sanguinetti en el equipo es necesario ir incluso un poco más atrás, a cuando, tras hacer la carrera de Bioquímica en la Facultad de Ciencias, decidió hacer su maestría en el Programa de Desarrollo de las Ciencias Básicas en Neurociencias con la tutoría de Leonel Gómez, neurocientífico que además ya había sido su orientador de tesis en la licenciatura. “La maestría la hice estudiando peces eléctricos, que son un modelo muy interesante en neurociencia y etología, pero además son un modelo en el que nuestro país se destaca y con el que uno puede trabajar con gente que es muy buena y conectarse con referentes de otros países interesados en trabajar con Uruguay”. Y ese fue el caso: mientras hacía la maestría comenzó a trabajar en pasantías y colaboraciones, algunas con científicos en Alemania. “Lo que yo me estaba muriendo por hacer al terminar la maestría era estudiar el cerebro de forma de poder registrar neuronas en animales que estaban en movimiento y haciendo su vida”, dice, y, por más que está al otro lado del teléfono a miles de kilómetros, prácticamente uno ve cómo el rostro se le inunda de entusiasmo.
“Ya en mi maestría con peces eléctricos con Leonel los estudiamos de una forma en la que modelamos la percepción del animal en comportamiento”, dice, explicando en retrospectiva su camino. Decidido a intentar ese abordaje experimental, le preguntó a un investigador argentino que había estado en Europa por años si conocía a alguien que estudiara neuronas individuales en libre comportamiento. “Me recomendó a mi jefe actual, a Brecht, y esa fue una de las razones por las que me fui a Berlín”, recuerda. Así que a fines en 2013, tras escribir cartas a varios laboratorios para hacer su doctorado, Brecht lo mandó buscar –literalmente le pagó los pasajes para que fuera a una entrevista presencial– y fue a parar a la Universidad Humboldt. “Mi jefe en esa época era famoso por tener muchas técnicas de registrar neuronas en movimiento. Creo que ahora es más famoso por pensar afuera de la caja y estudiar cosas que nadie se anima a estudiar”, dice feliz.
Roles, chillidos y placer
Aprovechando que a Sanguinetti le encanta hablar de lo que investiga, es imposible no tratar de hablar sobre las implicancias que tiene la investigación que realizó con sus colegas. Si las ratas entendieron las reglas de juego, de cuándo les tocaba esconderse y cuándo la quedaban, ¿supone eso cierta capacidad de entender cuál será el rol del otro, de qué va a hacer? ¿Es no roza el concepto conocido como “teoría de la mente”, en el que ciertos animales, como los humanos y también algunos primates, podemos pensar qué es lo que espera el otro? “En cierta forma sí. Nuestro trabajo no ahonda mucho en ese tema, y no logramos una demostración perfecta de esa situación, pero sí ponemos sobre la mesa que hay grandes posibilidades de que paradigmas como estos nos muestren esas capacidades en animales, porque, al menos desde nuestro punto de vista, vemos que las ratas hacen algunas cosas que son de interés”, comienza Sanguinetti. “A nosotros más que ‘teoría de la mente’ nos gusta el concepto que en inglés se define como perspective taking, la perspectiva del otro”, precisa. “Muchas veces cuando estás jugando con la rata ves que hace elecciones sobre dónde esconderse que hacen que uno piense que está tomando la perspectiva de quien la busca”. Sanguinetti y sus colegas de laboratorio creen que este tipo de experimentos y paradigmas podrían permitirles estudiar estos fenómenos. “Nosotros consideramos que es razonable pensar que algunas de las cosas que tenemos, como la teoría de la mente, las compartimos en cierta forma con otros animales, y que los animales tienen diferentes versiones de eso”, resume.
Por otro lado, la investigación apunta a que las ratas estarían jugando a las escondidas porque lo disfrutan y no para obtener una recompensa. A ello llegan tras varios indicios de distinta naturaleza. Por ejemplo, muchas veces cuando las ratas eran encontradas, saltaban y volvían a esconderse, lo que evidentemente prolongaba el juego y, por otro lado, posponía la obtención de la cosquilla recompensatoria. O, por ejemplo, que cuando las ratas iniciaban el juego, o cuando estaban buscando al humano, emitían vocalizaciones, pero cuando les tocaba esconderse se quedaban calladas (lo que no las delataba y, por tanto, una vez más postergaba la obtención de la recompensa). “A veces en la biología las cosas escapan a las pruebas formales, por lo que no podemos descartar nada de plano, pero lo que sí podemos mostrar es que hay varias líneas de evidencia que muestran que las ratas se están divirtiendo y que están siguiendo el juego”.
Varios medios dijeron que Sanguinetti y sus colegas les enseñaron a jugar a las ratas a las escondidas, pero en el fondo el asunto es ligeramente distinto: pudieron enseñarles a jugar a las escondidas porque, en el fondo, las ratas son más parecidas a nosotros de lo que pensábamos. “Creemos que quizás existan partes del cerebro que puedan estar codificando las reglas del juego y siguiendo los roles, pero, al mismo tiempo, también creemos que la evidencia comportamental es muy importante en el sentido de decir que tal vez el juego tenga una base evolutiva bastante más vieja. Lo que queremos decir con eso es que nosotros creemos que podemos enseñarles a las ratas a jugar este juego, y que además podemos hacerlo muy rápido porque estamos tomando algunas habilidades que tiene el animal que han sido favorecidas por al evolución y que son parte importantísima para la supervivencia del animal”.
Ejercicio predictivo
Ignacio Sanguinetti tiene 34 años. Le pido que me corrija si me equivoco en un pequeño ejercicio predictivo: le digo que va a estar unos años más allá –en Berlín o en otra parte–, que en algún momento le van a picar las ganas de volver por estos lados, y que en unos diez o 15 años va a estar volviendo para formar gente y montar un laboratorio de estudios de comportamiento con rastreo neuronal en tiempo real.
“En algunas cosas le embocás. Me voy a quedar unos años más afuera haciendo un posdoctorado, que es una parte importante del aprendizaje de un científico para independizarse. Lo que no me queda muy clara es la línea temporal que proponés. Diez o 15 años es demasiado. Si tengo que volver en diez o 15 años no sé si me vuelvo. Yo pienso más en unos cuatro o cinco años. La vida del científico es bastante cruel, y si estás en el primer mundo se requiere que te muevas de un lado a otro, porque tu carrera está primero, y tenés varias mudanzas en tu vida hasta el día que finalmente conseguís un profesorado con el que te podés asentar. Con 34 años pensar en establecerme en diez o 15 años es como demasiado”, contesta.
Sin embargo, sobre la segunda parte de la predicción tiene más coincidencias. “No sé en dónde me va a encontrar el futuro para colaborar con Uruguay, pero sí es algo de particular interés para mí. Yo enseño en una escuela de verano de neurociencia avanzada, que es un curso de tres semanas intensivo para estudiantes de doctorado o posdoctorado. Lo bueno que tiene esa escuela, y que es muy diferente a lo que sucede en Sudamérica, es que es puramente técnica. Las temáticas se pueden aprender leyendo o haciendo cursos online, pero la verdadera limitación que tenemos para hacer ciencia es en tener acceso a las técnicas y a los recursos para comprar esas técnicas. La escuela en la que trabajo se encarga en divulgar el uso de técnicas de investigación experimental en neurociencia de forma open hardware y open source, para que los estudiantes entiendan verdaderamente cómo funcionan los equipos y cómo generar mejores equipos técnicos. Eso lo hacemos en Rumania, y hace años que estoy trabajado informalmente con alguna gente en un proyecto para hacer algo así en Sudamérica”, aventura.
“En Uruguay obviamente los recursos son escasos para hacer ciencia, entonces tenemos que sumarnos a la ola de hardware y software abiertos y ser capaces de conocer la tecnología al nivel de sus piezas elementales, como para poder realizar más y mejores experimentos”, razona. Cuando le digo que hace poco se firmó la carta de intención para lanzar un Proyecto Cerebro de neurociencias latinoamericano, la iniciativa LATBrain, que sería un marco ideal para promover esa escuela en nuestro continente, contesta: “Veo muy importante una iniciativa como LATBrain. Acá uno ve que el énfasis que está teniendo la neurociencia es muy grande. Es importante que Uruguay y otros países de América Latina también lo tengamos”.
“Aunque sean de especies diferentes tienen esa capacidad y ese interés por jugar y, de cierta forma, por descubrir las propiedades del otro, de ese otro ser animado y de ver cómo interactuar con él. Esa es una de las cosas más interesantes y es verdaderamente la razón por la que esto funciona entre diferentes especies.
Artículo: “Behavioral and neural correlates of hide-and-seek in rats”
Publicación: Science (setiembre de 2019)
Autores: Annika Reinhold, Juan Ignacio Sanguinetti, Konstantin Hartmann y Michael Brecht.