Si bien los premios Nobel no son un evento deportivo, hasta el miércoles el tanteador venía demasiado desparejo, como para sospechar un sesgo de género: de los seis galardonados, cinco eran hombres. 5-1 indicaba el placard entonces. Al hacer un análisis más detallado sobre cómo se reparten los 20 millones de coronas suecas de los premios de Medicina y Física, los científicos se llevaban 17,5 millones, mientras que las científicas, representadas sólo por la astrónoma Andrea Ghez, apenas obtenían 2,5.

Tras el anuncio del premio de Química, que se otorgará a Emmanuelle Charpentier, de la Unidad para la Ciencia de Patógenos del Instituto Max Planck, Alemania, y a Jennifer Doudna, de la Universidad de California, Estados Unidos, el tanteador queda 5-3, y los asientos contables, 17,5 contra 12,5 millones. Si bien no es un tanteador equitativo, al menos es un poco menos peor. Dicho de esto, poca justicia se haría con el trabajo de ambas científicas si sólo habláramos de ellas en tanto mujeres en la ciencia. Así que, como corresponde, conozcamos un poco sobre los brillantes aportes que las hacen merecedoras de este reconocimiento dentro de este prestigioso club de Tobi de la ciencia.

Una vez más, la importancia de la ciencia básica

La técnica de edición de genes CRISPR/Cas9, a la que algunos llaman “tijera genética”, no fue un desarrollo tecnológico que las galardonadas estuvieran buscando deliberadamente. Todo comenzó en 2002, cuando Emanuelle Carpentier investigaba en la Universidad de Viena distintas bacterias patógenas. En particular trabajaba con la Streptococcus pyogenes, que es especialmente dañina y puede causar septicemia ‒se la llama cariñosamente “comedora de carne”‒, tratando de entender algunos de sus mecanismos de expresión de genes. En 2009 continuaba con su trabajo, pero ahora en la Universidad Umeå, en Suecia, donde la Streptococcus pyogenes le permitió toparse con una molécula que nadie había encontrado antes: unos ARN que intervienen en la transcripción de unas secuencias repetidas de los genes de las bacterias que se denominan Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Interespaciadas, CRISPR, por su sigla en inglés. A esa molécula que encontró la denominó trcrARN (trans-activating crispr). Charpentier publicó el resultado de sus investigaciones en la revista Nature el 30 de marzo de 2011, en el artículo “CRISPR RNA maturation by trans-encoded small RNA and host factor RNase III”.

Para hacer algo complejo simple, y mezclando un poco la línea temporal, digamos que las secuencias CRISP en los genes de las bacterias están relacionadas con su forma de defenderse de los virus. Este sistema inmune se vale de partes repetidas entre las que los virus colocan su propio material genético para replicarse. El trcrARN lee la secuencia genética y, al detectar las inserciones del virus dentro de esas secuencias CRISP repetidas, manda cortar en la transcripción esas partes, de manera que el virus no pueda replicarse en la bacteria. En el caso de la bacteria estudiada por Charpentier, para cortar el ADN del virus se necesitaba una única proteína, la Cas9. La investigadora coincidió ese mismo 2012 en una conferencia en Puerto Rico con la otra hoy galardonada, la bioquímica Jennifer Doudna, que ya venía trabajando hacía años en Estados Unidos en el sistema CRISPR/Cas y el ARN. De conversaciones casuales, nació la idea de trabajar juntas sobre la función del Cas9 en la bacteria.

Juntas son dinamita (un título que le hubiera gustado a Alfred Nobel)

Jennifer Doudna, trabajando en colaboración con su colega francesa, comenzó a probar la hipótesis de que la proteína Cas9 era “la tijera que corta el ADN” para desarmar las secuencias introducidas por los virus. Tras varios experimentos fallidos tratando de que Cas9 cortara el ADN in vitro, probó añadir el tracrARN, y bingo: el ADN se dividió en dos partes. “La historia de las tijeras genéticas podría haberse detenido aquí; Charpentier y Doudna habían descubierto un mecanismo fundamental en una bacteria”, dice la academia sueca. Pero fueron a más: “Decidieron simplificar la tijera genética”.

Fusionando ese tracrARN y el ARN-CRISPR, al que llamaron “ARN guía”, investigaron “si podían controlar esa herramienta genética para que cortara el ADN en un sitio definido por los investigadores”. Obvio que lo lograron; de lo contrario no hubieran ganado el Nobel. Sus resultados fueron publicados en agosto de 2012 en la revisa Science, bajo el título “A programmable dual-RNA-guided DNA endonuclease in adaptive bacterial immunity”. Allí el trabajo afirma que el estudio realizado “remarca el potencial de explotar el sistema para la edición programable por ARN del genoma”.

No dejar sola a la ciencia

“Apenas ocho años después de su descubrimiento, estas tijeras genéticas han remodelado las ciencias de la vida”, valora la academia sueca. “Los bioquímicos y biólogos celulares ahora pueden investigar fácilmente las funciones de diferentes genes y su posible papel en la progresión de la enfermedad”, agregan, y dan algunos ejemplos: “En el mejoramiento de plantas, los investigadores pueden dar a los cultivos características específicas, como la capacidad de resistir la sequía en un clima más cálido”; en medicna, “este editor de genes está contribuyendo a nuevas terapias contra el cáncer y a los primeros estudios que intentan curar enfermedades hereditarias”.

Y aquí es bueno hacer hincapié en que es necesario separar la ciencia, en tanto generadora de conocimiento, de la tecnología, que implica la aplicación de ese conocimiento. “Hay ejemplos casi infinitos de cómo se podría utilizar CRISPR-Cas9, que también incluyen aplicaciones poco éticas. Al igual que con toda la tecnología poderosa, estas tijeras genéticas deben regularse”, señala en su comunicado la academia que entrega los premios. Lo descubierto por Charpentier y Doudna no sólo es fascinante para entender los mecanismos de las bacterias, sino también por la técnica desarrollada a partir de ese descubrimiento. En un mundo donde campea la injusticia y que es movido por intereses de multinacionales, qué hacemos con esta herramienta no es sólo una cuestión científica. Es fácil caer en la trampa de pensar que el hambre en el mundo se soluciona mejorando los rendimientos de los cultivos. Pero no es esa la causa de ese feroz flagelo. Para qué editaremos los genes de los seres vivos, pensando en quiénes, previendo qué consecuencias y asumiendo todo lo que aún no sabemos, es algo que debemos construir juntos. Mientras, aplaudamos el trabajo de estas dos grandes científicas y de todo su equipo.