He conversado con personas que se dedican a las más diversas disciplinas de la ciencia, de la física planetaria a la biología de las bacterias. Sin embargo, una de las grandes lecciones sobre qué es el pensamiento científico no vino por el lado de las ciencias exactas o duras ‒dos adjetivos que nunca me convencieron‒, sino de un historiador.
Conversando sobre el artiguismo, una de sus obsesiones, Guillermo Vázquez Franco trajo al presente la frase “Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana”. “¿Qué tiene de raro esa frase?”, me preguntó. Pensé que apuntaba a que tal vez no la hubiera dicho José Gervasio. Pero me equivoqué. “Que su significado depende de a quién tengas en frente, de a quién se la hayas dicho”.
Vázquez Franco apuntaba, con su subversiva y entretenida revisión del mito artiguista, a que frente al prócer no estaba el pueblo, sino personas que tenían ganado. Pero más allá de la respuesta, fue una observación poderosa. Su pregunta era una herramienta que hacía que la frase no pudiera seguir siendo lo que era. Ciencia en su estado más puro.
¿Por qué traer este recuerdo a la hora de hablar del documental Una vida en nuestro planeta, estrenado recientemente en la plataforma Netflix y protagonizado por el prestigioso David Attenborough? Porque aun maravillándonos con quien tal vez sea uno de los grandes presentadores y narradores de documentales de fauna de la historia del audiovisual de este planeta, lo que él define como su “declaración en calidad de testigo” del desastre de la pérdida de biodiversidad que atravesamos deja la sensación de que algunas cosas, como quiénes estaban sentados frente a José Gervasio cuando pronunció su tan citada frase, faltan para que la obra sea el cachetazo que necesitamos para recuperar nuestra conciencia.
Como muchas personas del mundo, disfruto y celebro cada estreno de una serie documental o de un unitario de Attenborough de los que ha realizado en la televisión pública británica, la inigualable BBC. Attenborough no sólo es un comunicador fascinante y riguroso que contagia interés y pasión por las distintas formas de vida que pueblan y poblaron la Tierra, sino que los recursos que la cadena pública pone a su disposición hacen que sus programas sean tanto un espectáculo estético como técnico.
Esta sin embargo no es una producción de BBC. Tal vez por estar pensada para un público más global ‒léase estadounidenses‒ eso haya incidido en algunas de las cosas que se dicen. Pero así como a alguien se le caen las medias y se convierte en seguidor de cualquier film que tenga a Brad Pitt o a Scarlett Johansson o a quien prefieran, para los amantes de los documentales sobre el mundo animal Attenborough siempre será una atracción irresistible. Aunque, claro, esa atracción, esa debilidad por el viejo David ‒hoy tiene 94 años‒ no quiere decir que, como todo ser humano, no tenga sus claros y sombras.
El mundo de la conservación de las distintas formas de vida de nuestro planeta puede ser resbaladizo como un piso recién encerado. Ejemplos sobran sobre quienes sienten un amor inagotable por determinado ser vivo ‒un tigre, una ballena, un panda, un perro, un caballo‒, pero no demuestran la misma sensibilidad hacia sus congéneres humanos. Un amante de la reintroducción de una especie a la naturaleza puede ser también alguien que pida que los inmigrantes dejen de quedarse con nuestros trabajos.
Tras el paraguas de la conservación pueden esconderse cosas atroces, al punto que se ha acuñado el término “ecofascismo” para denominar a varios movimientos que se dan en todas partes del globo. “¿Qué conservar y para quiénes?”, parece susurrarme Vázquez Franco. No es una pregunta neutra. Qué hacemos con el mundo no es una cuestión científica, sino política. Ahora, sobre qué hicimos con este mundo y sobre qué vamos camino a hacerle, sí hay mucha ciencia. En este aspecto, el documental de Attenborough es contundente. En el qué hacer, parece caer en un optimismo simplista que evita confrontar con los intereses económicos y políticos que nos han dejado al borde de la sexta extinción masiva en estos 3.500 millones de años en los que hay vida en la Tierra.
El testimonio de David
Una vida en nuestro planeta tiene dos partes bien diferenciadas: en la primera Attenborough relata cómo a lo largo de su extensa y ajetreada vida fue observando cómo la naturaleza ha ido disminuyendo ante el avance y la voracidad de los seres humanos por alimentos y recursos. Luego del diagnóstico, Attenborough abandona su rol de observador del mundo natural y propone algunas soluciones. Tras haber estado filmando en la naturaleza desde los años 50, cada arruga de su cara acompaña su intento de que otros puedan darse el lujo de vivir una vida tan plena como la suya.
El documental arranca en Ucrania. Casas abandonadas. David recorre en respetuoso silencio ruinas antes llenas de vida. Tras el desastre de la central atómica de Chernobyl en 1986, allí ya no vive más nadie. Mucha gente consideró esta catástrofe “como la más costosa en la historia de la humanidad”, dice el canoso presentador. “Pero Chernobyl fue un evento único. La verdadera tragedia de nuestro tiempo todavía se está desarrollando en todo el mundo, apenas perceptible día a día. Me refiero a la pérdida de los lugares salvajes de nuestro planeta, de su biodiversidad”, dice a continuación y nos mete a todos en un su bolsillo para un viaje que sabemos será doloroso.
Así como hasta no hace muchos años había quienes dudaban del problema del calentamiento global ‒aún hoy quedan Donalds Trump, pero son seres que parecen más interesados en mantener los motores de la economía funcionando que verdaderamente convencidos de que el cambio climático no es real‒, hoy la situación es similar respecto de la pérdida de la biodiversidad.
Cada vez menos formas de vida habitan más partes del planeta. Estamos dejando, por acción u omisión, que especies de animales, plantas, hongos, bacterias y arqueas desaparezcan. Y como dice David, eso es algo “apenas perceptible” en la escala temporal pequeña. Sin embargo, este unitario producido por la World Wildlife Foundation para Netflix muestra cómo, en el casi siglo de vida de David, esa biodiversidad se ha deteriorado a paso creciente.
“El mundo natural se desvanece. La evidencia está por todas partes. Ha sucedido en mi vida. Lo he visto con mis propios ojos. Esta película es mi declaración como testigo y mi visión para el futuro, la historia de cómo llegamos a hacer de este nuestro mayor error y cómo, si actuamos ahora, todavía podemos corregirlo”, dice el conductor que nos propondrá acompañarlo a lo largo de distintas décadas, comenzando cuando era un niño y recolectaba fósiles, en 1937, pasando por la realización de sus series más célebres, como El planeta viviente, La vida en el freezer o El planeta azul.
En el recorrido se van intercalando placas que arrojan datos sobre la población mundial (pasa de 2,3 mil millones en 1937 a 7,8 mil millones en 2020), las partes por millón de carbono en la atmósfera (de 280 en 1937 a 415 en 2020) y del remanente de sitios naturales (de 66% en 1937 a 35% en 2020). “Cuando se emitió Life on Earth en 1979, yo tenía 50 años. Había el doble de personas en el planeta que cuando nací. Tú y yo pertenecemos a la especie animal más extendida y dominante”, reflexiona. “Parece que nos hemos liberado de las restricciones que han regido las actividades y el número de otros animales. Nos habíamos soltado. Estábamos separados del resto de la vida en la Tierra, viviendo un tipo de vida diferente”, dice retrospectivamente.
El deterioro es grave. “Dependemos completamente de esta máquina de soporte vital finamente ajustada. Y esa máquina requiere de su biodiversidad para funcionar sin problemas”, sostiene Attenborough. “A menos que nos detuviéramos nosotros mismos, seguiríamos consumiendo la Tierra hasta que la hubiéramos gastado”, enuncia en otro pasaje, para analizar la tala de bosques ‒“No podemos talar las selvas tropicales para siempre, y cualquier cosa que no podamos hacer para siempre es, por definición, insostenible” ‒, la pesca desmedida ‒la pesquería “ha eliminado 90% de los peces grandes del mar” ‒ y el calentamiento global debido a la emisión humana de gases de efecto invernadero ‒“Un cambio marcado en el carbono atmosférico siempre ha sido incompatible con una tierra estable. Fue una característica de las cinco extinciones masivas” ‒, para concluir que “nuestro asalto ciego al planeta finalmente ha llegado a alterar los mismos fundamentos del mundo viviente” y que “estamos reemplazando lo salvaje con lo domesticado”.
Por todo ello David mira para atrás. “Aunque de joven sentí que estaba en la naturaleza experimentando el mundo natural intacto... era una ilusión”, dice apenado. “El mundo hoy no es tan salvaje como antes. Lo hemos destruido. Ese mundo no humano se ha ido. Los seres humanos han invadido el mundo. Esa es mi declaración como testigo. Una historia de declive global durante una sola vida”, denuncia ante quienes juzgarán lo que hicimos con este planeta, no sin dejar de advertir que estos cambios se acelerarán si no hacemos algo. “Dentro del lapso de la próxima generación se perderá la seguridad y estabilidad del Holoceno, nuestro Jardín del Edén. En este momento, nos enfrentamos a un desastre provocado por el hombre a escala mundial”. Y entonces, pasamos a la segunda parte de Una vida en el planeta.
Una mirada esperanzada
Nadie puede poner en duda la gigantesca trayectoria de Attenborough trabajando en la naturaleza. Es un testigo privilegiado del lío que hemos armado. Ante sus ojos, animales que encontraba fácilmente pasaron a ser difíciles de filmar. Sin embargo, ser testigo de un acontecimiento no necesariamente implica que uno pueda desarrollar magistralmente las causas que llevaron a ese estado de las cosas. Presentar un problema y dividirlo en partes iguales entre los 7.800 millones de habitantes que viven hoy en el planeta no es lo que me aconseja Vázquez Franco al oído. Y si ser testigo no implica necesariamente conocer las causas ni administrar con justicia las responsabilidades, menos aún coloca a Attenborough en un lugar de privilegio para aportar soluciones. Aun así, hace su mejor esfuerzo.
“Para restaurar la estabilidad de nuestro planeta, debemos restaurar su biodiversidad.” David Attenborough
“Nos enfrentamos nada menos que al colapso del mundo viviente”, dice para agregar que “Nadie quiere ni puede permitirse que eso suceda. ¿Así que, qué hacemos? Es bastante sencillo”. Mmm. Tan sencillo no debe ser. Pese a toda la evidencia, aún no logramos reducir nuestras emisiones de gases invernadero. Sabemos lo que hay que hacer, pero no todos están dispuestos a dejar los privilegios. Cuando presenta su idea, entonces queda claro que no habla de algo sencillo de lograr, sino de algo simple y evidente conceptualmente: “Para restaurar la estabilidad de nuestro planeta, debemos restaurar su biodiversidad”, propone. Consciente de que la frase puede servir como eslogan, agrega: “Debemos ‘resalvajizar’ el mundo” (en inglés, “rewild the world” tiene todo para ser otra proclama para las pantallas gigantes de Roger Waters). “Dentro de un siglo, nuestro planeta podría volver a ser un lugar salvaje. Y te voy a contar cómo”, dice David con esa impunidad que tienen las personas muy mayores para decir cosas que en otros sonarían infantiles.
Entonces las cosas se ponen un poco turbias. Sus propuestas, a grandes rasgos, son cuatro. La primera pasa por bajar la población mundial o, al menos, enlentecer su crecimiento. “Según las proyecciones actuales, habrá 11.000 millones de personas en la Tierra para el 2100. Pero es posible reducir la velocidad de ese crecimiento, incluso pararlo antes de que llegue a ese punto”, argumenta, para luego decir que “a medida que las naciones se desarrollan, en todas partes, la gente elige tener menos hijos”.
Su solución, entonces: “Si trabajamos duro para sacar a las personas de la pobreza, brindando acceso total a la atención médica y permitiendo que las niñas, en particular, permanezcan en la escuela el mayor tiempo posible, podemos alcanzar su punto máximo antes y en un nivel más bajo”. David pone el ejemplo de Japón, con una población que no crece desde hace décadas. Algo similar sucede en Europa y en los países desarrollados. Hasta Uruguay tiene una tasa de crecimiento casi nula. Y uno se pregunta, pero a David no parece importarle, ¿son los ciudadanos de los países desarrollados los que menos daño hacen al planeta, los que menos huellas ambientales y menos avanzan sobre lo salvaje? ¿Qué hay de aquello de que el 1% más rico de la humanidad es responsable del doble de emisiones que el 50% más pobre?
“El truco consiste en elevar el nivel de vida en todo el mundo sin aumentar nuestro impacto en ese mundo”, agrega luego. Pavada de truco. Viendo la historia de la humanidad, parece más un truco de magia que uno científico. En fin, resumamos así: menos pobres naciendo, más gente como la de los países desarrollados (no podemos pedirle a una persona que tiene el título de caballero de la realeza británica que analice de qué manera la relación entre colonias y metrópolis tiene que ver con la actual distribución de países desarrollados y otros en vías de que les aten las trompas de Falopio o les impongan la vasectomía).
Su segundo aporte es un poco más razonable: apostar por las energías renovables. “Imagínese si eliminamos gradualmente los combustibles fósiles y hacemos funcionar nuestro mundo también con las energías eternas de la naturaleza. Luz solar, viento, agua y geotermia”. Fantástico, aquí lo venimos haciendo muy bien. Tan bien que como bajamos tanto las emisiones, los eructos de nuestras vacas son la principal fuente de gases de efecto invernadero. ¡Y la ONU saca comunicados diciendo que la producción de carne es peor que las compañías petroleras! ¡Plop!
De todas formas, hacia aquí estamos yendo lentamente. Aunque aves y murciélagos muertos en grandes cantidades en los molinos de viento, peces extintos y floraciones de cianobacterias por las represas y los desechos de las baterías y paneles solares nos muestren que hay trabajo pendiente para que estas energías sean mucho más verdes aún.
Su tercera propuesta se dirige a los océanos: propone crear áreas marinas protegidas. Y ahora así da algún dato: “Las estimaciones sugieren que las zonas sin pesquería en un tercio de los mares costeros serían suficientes para proporcionarnos todo el pescado que necesitaremos”. Este camino ya se está implementando, tal vez no todo lo rápido que se debiera. Como informamos hace unos días, en breve nuestro país votará para la creación de tres áreas marinas protegidas en la Antártida.
Luego tiene propuestas sobre lo que hacemos para producir alimento. “Debemos reducir radicalmente el área que usamos para cultivar, de modo que podamos hacer espacio para que regrese la naturaleza salvaje”. Parece algo razonable. Luego dice que deberíamos comer menos carne ‒“el planeta no puede soportar miles de millones de grandes carnívoros”‒ para sostener que “si todos tuviéramos una dieta basada principalmente en plantas, sólo necesitaríamos la mitad de la tierra que usamos en este momento. Y como entonces nos dedicaríamos a cultivar plantas, podríamos incrementar sustancialmente el rendimiento de esta tierra”.
Poniendo el ejemplo de Holanda, que ha ultratecnificado su producción de vegetales, afirma que “es totalmente posible aplicar soluciones tanto de baja tecnología como de alta tecnología para producir mucha más comida en mucha menos tierra”. Y si bien Daniel Viglietti podría sentirse feliz porque su “a desalambrar” al fin parecería dar resultado, hay que analizar mejor lo que dice a continuación: “A medida que mejoremos nuestro enfoque de la agricultura, comenzaremos a revertir la apropiación de tierras que hemos estado persiguiendo desde que comenzamos a cultivar, lo cual es esencial, porque tenemos una necesidad urgente de toda esa tierra libre”. La verdad, uno siente unas ganas locas de agarrar a David de las solapas y que le diga cuándo una empresa sojera que mejoró el rendimiento de sus cultivos, plantó en menos superficie y donó las hectáreas en las que no plantó al Estado, a la gente sin acceso a la tierra o a la naturaleza.
“Por muy graves que sean nuestros errores, la naturaleza finalmente los superará. El mundo viviente perdurará. Los humanos no podemos suponer lo mismo.” David Attenborough
David aboga también por detener la deforestación y llama a “plantar cultivos como la palma aceitera y la soja sólo en tierras deforestadas hace mucho tiempo”. Llegando al final, afirma con toda razón que “en este mundo, una especie sólo puede prosperar cuando todo lo que la rodea también prospera” y que “si cuidamos de la naturaleza, la naturaleza cuidará de nosotros”. A Attenborough uno está dispuesto a festejarle cualquier cosa. “Tenemos la oportunidad de hacer las paces, de completar nuestro viaje de desarrollo, gestionar nuestro impacto y, una vez más, convertirnos en una especie en equilibrio con la naturaleza. Todo lo que necesitamos es la voluntad para hacerlo”, dice a continuación. Y entonces uno piensa nuevamente en la frase de Artigas y en Vázquez Franco.
¿Quiénes son esos “todos” cuya voluntad es todo lo que necesitamos para lograr estos cambios que salvarán el planeta? ¿En serio vamos a dividir el desastre en partes iguales cuando jamás hemos hecho eso con los beneficios? ¿Vamos a hacer una asamblea entre los 7,8 millones de habitantes? ¿Será vinculante lo que decida la mayoría? Si al ampliar en 2019 el Área Protegida de la Quebrada de los Cuervos, en un país que apenas tiene 1,5% de su superficie bajo alguna protección ‒cuando se comprometió a tener al menos 17% para 2020‒, presiones de forestales, productores rurales y de emprendimientos mineros trataron de trancar el proceso y actualmente han interpuesto demandas, ¿cómo hacemos para que todos se decidan a anteponer el bien común a la ganancia personal?
Si ni bien creada el Área Protegida Paso Centurión, en Cerro Largo, el presidente de una nación y autoridades aseguran que, tras hablar con forestales, están pensando reducir el área bajo protección, ¿no debió Attenborough, el querido y venerado naturalista, decir al menos una vez las palabras capital, ganancia, multinacional, propiedad privada, Estado o políticas públicas? Todo apunta a que David Attenborough fue un testigo privilegiado de un crimen. Pero lamentablemente, en este documental, se niega a señalar al asesino.
Película: David Attenborough: A Life on Our Planet
Plataforma: Netflix
Dirección: Jonathan Hughes, Keith Scholey, Alastair Fothergill.