Netflix sumó recientemente a su catálogo de documentales la serie Mundos alienígenas (Alien Worlds). Para cualquiera que haya pensado alguna vez sobre si hay vida fuera de este planeta o por qué los seres vivos somos como somos, el título puede resultar atractivo. Pero no sólo. La serie también está pensada para atraer a cualquiera que haya disfrutado las escenas pletóricas de extraños extraterrestres de la saga Star Wars. De hecho, una de las criaturas imaginarias que acapara el tráiler que promociona Mundos alienígenas, mezcla de Yoda, un ewok y un koala, perfectamente podría haber sido un personaje secundario de una de las entregas de George Lucas.
Con tales armas de seducción desplegadas, la serie combina especulación basada en ciencia sobre cómo podría ser la vida en otros planetas más allá de nuestro Sistema Solar, efectos especiales para crear criaturas similares a las que aparecen en películas de ciencia ficción y fantasía, y muy terrenales y bien llevadas entrevistas a científicos y científicas que se dedican a la biología, la astronomía, la microbiología y otras disciplinas.
“La Tierra, hogar de millones de especies. Pero ¿qué podría vivir más allá? Los astrónomos han descubierto miles de planetas fuera de nuestro sistema solar. Creen que hay billones.
Si hay vida en sólo una parte de ellos, entonces el universo debe estar... vivo”, comienza diciendo cada uno de los cuatro episodios de cerca de una hora. “Todos los seres vivos tienen las mismas necesidades: alimentarse, reproducirse y evolucionar”, postula a continuación. Mostrar la evolución como una necesidad de los seres vivos parece un poco extraño, pero dado que la serie está pensada para emitirse en un país donde el creacionismo se enseña en algunas escuelas, uno al menos se alegra de que la mencionen. Shhh. Silencio. Sigamos viendo la introducción. “Al aplicar las leyes de la vida en la Tierra al resto del universo, es posible imaginarse qué podría existir en mundos extraterrestres”. Y eso es lo que hacen en los cuatro episodios: cada uno se centra en un exoplaneta ‒es decir, un planeta orbitando una estrella que no es el Sol‒ imaginario y hace foco en dos o tres formas de vida que allí podrían desarrollarse.
Esta es una nota atípica. Mezcla de reseña y reflexión a partir de una serie, cuenta con la participación de Ismael Acosta, estudiante de Ciencias Biológicas y de Astronomía de la Facultad de Ciencias que está enfilando sus investigaciones, con toda lógica, hacia la astrobiología. Dado que Acosta ha buscado en la Antártida organismos que vivan en ambientes extremos junto con Daniel Carrizo, compatriota que hoy está en el Centro de Astrobiología del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial, en España, como parte de un proyecto que buscará vida en Marte, su visión sobre la serie será enriquecedora. A modo de resumen, Acosta señala: “Me resultó interesante desde el punto de vista imaginativo, en cuanto a cómo imagina los mundos. También tuvo invitados de peso, como Didier Queloz, premio Nobel por el descubrimiento de los exoplanetas, o Douglas Vakoch, sobre la búsqueda de vida inteligente en Arecibo, y Kendra Lynch, que se especializa en organismos que viven en ambientes extremos, que son figuras de las más importantes en el área científica de la astrobiología”.
Como decíamos unas líneas más arriba, además de ciencia aquí hay una capa que atrae también a otros públicos. “Como amante de la ciencia ficción, la recreación de mundos me parece fantástica. Todos los organismos creados para estos episodios parecen sacados de un bestiario de HP Lovecraft o algo por el estilo”, dice Acosta, confirmando el doble atractivo de Mundos alienígenas.
Un viaje, cuatro mundos
El primer episodio de la serie nos propone visitar Atlas. Se trata de un planeta imaginario que tiene el doble del tamaño de la Tierra y, curiosamente, también el doble de gravedad (tamaño y masa no tienen por qué estar relacionados; por lo tanto, esta coincidencia del doble de tamaño y el doble de gravedad puede prestarse a confusiones). En este mundo la atmósfera es espesa, haciendo que las semillas de la vegetación achaparrada ‒debido a la mayor gravedad‒ queden suspendidas por largo tiempo. Y entonces entran en escena los “pastadores aéreos”, que la voz en off de la locutora del programa, Sophie Okonedo, nos describe como “herbívoros gigantes con seis alas para volar sobre la densa almohada de aire”.
Se trata de unos animales de piel rosada gigantescos. Para uno, que nunca salió de la Tierra, su aspecto es una mezcla de tortuga, pterodáctilo y un cetáceo marino. Pero vuelan. “Debido a la gravedad adicional, pesan el doble de lo que pesarían en la Tierra. Pero no se caen del cielo. La atmósfera es lo suficientemente densa para mantenerlos en el aire”, nos dice la locutora, y nos informa luego que estos animales nunca aterrizan, salvo para desovar (algo similar hacen muchas aves marinas, si bien se posan en el mar). En Atlas la vida, aunque se vea muy distinta, es sorprendentemente parecida a la de la Tierra. “Como en la Tierra, los pastadores atraen depredadores”. Se trata de unos bichos verdosos que parecen piojos enormes y que se valen de bacterias que producen hidrógeno para remontar vuelo. Para hablar de estos pastadores y sus depredadores, la serie nos trae a la Tierra, no sólo para observar animales que hacen cosas que dan credibilidad a lo que sucede en Atlas, sino para conversar con investigadores que aportan datos sobre la vida aquí que resultan más atractivos que los seres generados por computadora.
El segundo episodio nos propone viajar al planeta Janus. Es un planeta que orbita demasiado cerca de su estrella, una enana roja, lo que “bloquea su rotación”, es decir, Janus, tiene siempre una cara que da hacia su estrella y otra que permanece en sombra (algo así como la Luna respecto de la Tierra). “¿Cómo se adaptaría la vida a un mundo tan extremo? En un lado del planeta, siempre es de día, un desierto abrasador. Del otro lado, la noche es eterna, una tierra sombría y helada. Apretado entre los dos, un pedacito de crepúsculo perpetuo”, plantea la serie. Y allí, en esa zona, “vive una criatura extraordinaria de cinco patas: un pentápodo”. Mezcla de araña, cangrejo y módulo de aterrizaje lunar, el pentápodo “no es más grande que un gato, pero es la forma de vida dominante en Janus”. Se trata de un animal muy adaptable: “En el lado frío, es robusto y peludo. En el lado caluroso, es brillante, delgado y asustadizo”. Para explicar la vida en Janus, la serie nos propone adentrarnos en el mundo de los extremófilos, organismos terrestres que viven en condiciones donde antes se pensaba que era imposible encontrar vida.
El tercer episodio, con el que debería haber acabado la serie, presenta al planeta Edén, que orbita en torno a un sistema binario, es decir, formado por dos estrellas. “La luz de sus estrellas gemelas impulsa la fotosíntesis, lo que bombea oxígeno a la atmósfera y permite que la vida prospere”, dice la locutora, y agrega que “con más oxígeno y energía solar que la Tierra, la vida en Edén pulula”. Nuevamente, salvo algún detalle, el pulular de esa vida se parece mucho al que encontraríamos en un bosque tropical de nuestro planeta. Hasta que aparecen una especie de conejos con orejas de antena de polilla que se alimentan de hongos. Y luego, sus depredadores, las criaturas que parecen salidas de una entrega de Star Wars. “En Edén, hay 10 % más de oxígeno que en la Tierra... por lo que la vida aquí puede ser más diversa, más enérgica, más competitiva”, señalan, y no queda claro si esa abundancia de recursos, sumada a la competencia, es lo que produce más diversidad de especies que se especializan en distintos nichos del ecosistema o si la vida en Edén es más competitiva porque a los creadores de la serie les parece que la competencia, en un mundo con más fotosíntesis, debería primar sobre la cooperación. Al avanzar el episodio, vemos que ni lo uno ni lo otro: sólo querían introducir el tema del episodio, que es el de la interdependencia existente entre hongos, conejos polilludos y monos de Star Wars. Mención especial merece la forma de reproducirse de los conejos polilludos: cada individuo excreta una especie de gusano que, al encontrarse con el de otro, da lugar a un nuevo conejo polilludo. Como si hubiera sido escrito por un religioso, en este Edén el sexo es un trámite que no ofende con montas, órganos que se frotan y acrobacias escandalizantes.
Mundos alienígenas tiene su episodio más desparejo en la última entrega. Terra se trata de “un planeta de 9.000 millones de años, el doble que la Tierra”, por lo que es “suficientemente viejo para que una inteligencia avanzada pudiera evolucionar”. Las imágenes nos muestran sin embargo un mundo árido con una estrella agonizante. “Alguna vez fue un mundo fértil. Pero la vida aún puede prosperar aquí... en cúpulas artificiales”, dice la locutora. Y entonces la serie materializa lo que parece una escena de una película de ciencia ficción distópica. Cada cúpula tiene gran cantidad de plantas que son cultivadas por robots. Dispuestas en filas, hay muchísimas cajas que asemejan peceras. Pero dentro no hay peces, sino una pesadilla: “Cada caja contiene la materia cerebral de un ser superinteligente. Con el tiempo, evolucionaron para no necesitar sus cuerpos. Sólo existen como tejido nervioso. Nunca envejecen. Nunca mueren. Los monitorean y mantienen robots”. En ningún momento del episodio nadie jamás se plantea quién querría vivir en un mundo así o, más aún, si algo así podría ser llamado vida. “Cada uno es un individuo. Pero están conectados para pensar como uno. Una mente colmena. Esta es una civilización hiperavanzada”. El episodio, además de escapar a la premisa inicial, aquella de “aplicar las leyes de la vida en la Tierra al resto del universo” para poder “imaginarse qué podría existir en mundos extraterrestres”, es acompañado además por entrevistados que, a pesar de ser en ocasiones grandes referentes, como el astrobiólogo Douglas Vakoch o el astrofísico Adam Frank, no tienen conexión con la vida imaginada en Terra.
Una tarea difícil
“No puedo decirles qué aspecto tendría un ser extraterrestre. Estoy terriblemente limitado por el hecho de que sólo conozco un tipo de vida, la vida de la Tierra”, decía Carl Sagan en su libro Cosmos, de 1980. Como si estuviera comentando Mundos alienígenas, agregaba: “Me siento escéptico ante la mayoría de estas visiones extraterrestres. Me parece que se basan excesivamente en formas de vida que ya conocemos. Todo organismo es del modo que es debido a una larga serie de pasos, todos ellos improbables”. Al ver la serie de Netflix, los animales propuestos, si bien resuelven algunos detalles biomecánicos y sortean algunas limitantes físicas y químicas, no dejan de ser sorprendentemente parecidos a insectos, mamíferos, crustáceos, y reptiles terrestres.
“No creo que la vida en otros lugares se parezca mucho a un reptil o a un insecto o a un hombre, aunque se le apliquen retoques cosméticos menores como piel verde, orejas puntiagudas y antenas”, decía Sagan. “La biología se parece más a la historia que a la física. Hay que conocer el pasado para comprender el presente. Y hay que conocerlo con un detalle exquisito. No existe todavía una teoría predictiva de la biología, como tampoco hay una teoría predictiva de la historia. Los motivos son los mismos: ambas materias son todavía demasiado complicadas para nosotros”.
El punto que toca Sagan es, tal vez, el que más choca en la serie. Todo en Mundos alienígenas funciona por analogía: algo que se da en la Tierra se lleva a otro mundo y se retoca de acuerdo a alguna variable distinta (gravedad, cantidad de energía solar, no rotación). En el proceso, queda por el camino lo que la serie prometía: aplicar las leyes de la biología. En ninguno de los planetas se da una pista de cómo pueden haber evolucionado esos seres. No sería sencillo, tampoco, en un documental de la fauna actual de nuestro planeta. Pero los herbívoros de Atlas tienen seis alas... y en todo el documental del planeta no vemos a ningún otro ser con seis alas. La evolución opera sobre un continuo: mamíferos, reptiles, aves y anfibios formamos parte de un gran grupo llamado tetrápodos. Hagamos lo que hagamos, tenemos cuatro miembros, que son los que heredamos. Los humanos nos erguimos y libramos nuestros brazos. Los cuadrúpedos prefieren correr más velozmente. Las aves eligieron la bipedestación pero cambiaron brazos por alas. En Atlas debería haber algún otro animal con seis miembros. Pero no lo vemos. Lo mismo pasa con el pentápodo de Janus: no come ni es comido por nada que tenga cinco patas. Cada animal de cada planeta aparece desconectado del resto de los animales con los que habita. Cada uno es una maravilla única. Como si hubiera sido creado así. Y los ejemplos de animales terrestres enfatizan aún más la idea de que cada animal tiene cosas maravillosas y únicas.
Este punto no es necesariamente algo que anule el valor de la serie. Pero sí es una reflexión a partir de ella. De hecho, Ismael Acosta, nuestro astrobiólogo, ve lo mismo, pero su reflexión va para otro lado: “Mundos alienígenas es un trabajo más comparativo, una extrapolación de cosas que se observan en nuestro planeta. Es un enfoque súper válido, y desde el punto de vista científico es un poco la manera. Nosotros no tenemos otra forma de testear hipótesis de vida extraterrestre si no es a través del estudio de la vida en la Tierra. Uno puede seguir una línea de pensamiento que incluya formas de vida que no tengan nada que ver con las que hay en la Tierra, pero es un camino más complicado. Este es un camino más allanado, porque si bien tenemos mucho por saber, lo más sencillo que tenemos es estudiar la vida en la Tierra y a partir de eso pensar cómo podría sobrevivir en otros ambientes”. Pasando de un referente que estimo a otro, Carl Sagan decía también en Cosmos: “El estudio de un único caso de vida extraterrestre, por humilde que sea, desprovincializará a la biología. Los biólogos sabrán por primera vez qué otros tipos de vida son posibles”, decía, y por eso defendía tanto la idea de buscar vida afuera de la Tierra.
Acosta va también en esa línea: “Aún nos queda por demostrar cuán universal es la biología. Estamos convencidos, gracias a la cosmología y otras formas de la astrofísica, de que las leyes de la física y de la química son válidas para todo el universo. Pero tenemos que demostrar todavía que las cosas que observamos en biología son válidas también”.
La vida al extremo
Mundos alienígenas podrá provocar reacciones dispares sobre las formas de vidas imaginadas en Atlas, Janus, Edén y Terra. Sin embargo, el mayor vuelo de la serie no está es esos instantes, sino cuando hablan investigadores e investigadoras al respecto de la vida en nuestro planeta y de lo que conocemos del universo.
Por ejemplo, allí aparece Adam Frank, astrofísico que hizo un nuevo cálculo, junto a un colega, de la ecuación de Drake, que intentaba acercarse al posible número de planetas con vida. “Intentamos usar toda la increíble información existente y escribimos una ecuación que nos permitió calcular el número total de planetas que existen y podrían tener civilizaciones. Básicamente, lo que encontramos fue que había 10.000 millones de billones de planetas en el lugar correcto donde la vida y, posiblemente, las civilizaciones podrían formarse. Cada uno de esos planetas es un experimento. Y que en ninguno, excepto el nuestro, haya una civilización es muy poco creíble”, dice.
Otro gran momento de la serie se da en el segundo episodio, cuando se aborda el fascinante mundo de los organismos extremófilos, bacterias en general ‒pero no sólo ellas‒ que en la Tierra viven en sitios que se creían inhóspitos para la vida, ya sea por condiciones de temperaturas extremas, gases tóxicos u otras adversidades. Si en la Tierra hay vida que desafía los paradigmas, eso podría ampliar el espectro de planetas posibles donde buscarla. Pero eso también plantea varias interrogantes: ¿los organismos extremófilos se originaron en ambientes extremos o, por el contrario, evolucionaron de organismos que vivían en ambientes más “amables” y lograron adaptarse a condiciones menos favorables? La pregunta es, entonces: ¿encontraremos vida extremófila en planetas que nunca tuvieron entornos más amables?
“Cuando uno estudia grupos extremófilos, que sabemos que tienen relacionamiento evolutivo con otros grupos que viven en ambientes más amigables, digamos, nos tenemos que preguntar si los extremófilos surgieron primero y luego tuvieron descendientes que se adaptaron a ambientes más amigables o si fue al revés, que primero surgieron en ambientes más tolerables y luego se volvieron extremófilos”, recoge el guante Acosta. “Hoy no hay una respuesta sólida como para descartar uno de los escenarios, creo que hay que mirar todo. Si nosotros sabemos que hay ambientes, tanto dentro de nuestro sistema solar como en otros exoplanetas, en los cuales, por más extremos que sean, se puede desarrollar vida, vamos a tener que contemplarlos. La posibilidad de que la vida se origine en ambientes extremos tiene que estar sobre la mesa. Y de hecho, las teorías sobre el origen de la vida que hoy se manejan también contemplan escenarios de desarrollo de extremofilia y de metabolismos extremófilos. Esa no es hoy una hipótesis a descartar. Supongo que en el correr de los años vamos a ir obteniendo más evidencia, pero es algo que hay que seguir investigando”, agrega.
Luego Acosta suma otro dato para nada desdeñable: la Tierra que vemos hoy no siempre fue así. “El origen de la vida en la Tierra, si asumimos que fue en la Tierra, pudo haberse dado un poco también con un componente extremo, porque las condiciones geológicas y ambientales de la Tierra hace 4.000 millones de años eran bastante extremas comparadas con las de hoy. Uno tendería a pensar que sí, que algunos organismos extremófilos deberían haber existido en ese entorno. También sabemos que hubo cianobacterias en esa época, por lo que había ambientes más amigables. Pero no tenemos todavía la idea de cuál fue primero”.
Mundos con coronavirus
En el tercer episodio, que habla de la vida en el planeta Edén, se aborda el tema de la simbiosis, la depreciación y el parasitismo. Y dado que converso telefónicamente con Acosta mientras hace cuarentena por el SARS-CoV-2, no puedo no hacerle la siguiente pregunta: ¿es posible pensar la vida en otro planeta sin que haya mecanismos parasitarios, sin que haya organismos que se beneficien de otros, como vos, que ahora estás siendo el hospedero de un organismo que precisa tus células para reproducirse? ¿Es pensable un planeta donde no haya alguno de estos tipos de simbiosis y de parasitismo entre organismos?
“Creo que la interrelación entre especies va a estar presente. Lynn Margulis ya lo deja bastante claro con su teoría de la endosimbiosis, que incluso mostró que ya a nivel bacteriano unas se comen a otras para mejorar su sistema y ser más eficientes. Eso a veces genera una línea delgada entre lo que es parasitismo y lo que es una simbiosis favorable”, dice Acosta sin que la covid-19 le impida responder las preguntas de un pesado. “Me costaría mucho imaginarme un ecosistema exoplanetario donde no haya algún mecanismo de colaboración o de parasitismo, o relaciones de depredador-presa, o cualquier otro tipo de interrelación”, resume. Le digo que entonces podemos afirmar que es casi seguro que hay vida en algún otro rincón del universo. Y que si hay vida en un exoplaneta, es tanto o más seguro que si no tienen coronavirus, algo parecido deben tener. “Algo así”, dice Acosta entre risas, haciéndome sentir por un momento lo que siente alguien de Payasos Sin Fronteras.
Para la despedida
Mundos alienígenas es una serie recomendable. Tiene grandes momentos y dispara preguntas y conversaciones interesantes. Incluso sobre los propios documentales.
Tal vez a alguien más le resulte un poco chocante el lenguaje audiovisual desarrollado para describir la vida en los planetas imaginarios. Con narraciones típicas de los documentales de naturaleza, construyendo historias sencillas sobre los animales y sus peripecias, y con imágenes de calidad, lo que propone la serie en esos segmentos casi no se diferencia de los documentales de fauna (con todos sus vicios incluidos). O tal vez sea una sobrerreacción causada tras haber visto la serie Criaturitas, también disponible en Netflix, que se presenta como un documental pero es una gran ficción realizada con trucos de cámara y tecnología digital.
En un episodio de Criaturitas seguimos a una rata canguro mientras es acosada por una serie de predadores ‒serpientes, aves rapaces‒ y minicataclismos ‒inundaciones, frío, etcétera‒ en Arizona, Estados Unidos. El documental muestra cómo el roedor reacciona ante estos desafíos y, tras ingeniárselas una y otra vez, lograr sobrevivir. Pero el asunto es que la rata canguro nunca estuvo en presencia de los depredadores de los que escapa aterrorizada. Ni de los minicataclismos. Todo es una composición tecnológica que, con la excusa de documentar un comportamiento animal, en realidad construye una trama de acción digna de una película de Steven Seagal. Sin embargo, a nivel formal, todo hace que Criaturitas parezca un documental. Y en un mundo donde la pérdida de biodiversidad es uno de los mayores problemas, la aparición de documentales sobre la naturaleza que prescinden de ella parece ser algo digno de seguir con precavida atención.
Mundos alienígenas no es tan deshonesta como Criaturitas. Sin embargo, al promocionarse como una serie que hablará de vida en otros planetas pero tener su fuerte en los científicos y científicas que hablan de la vida en este, parece querer hacernos pasar alien por liebre. No es necesariamente malo. La vida en este planeta es increíblemente variada, compleja e improbable. Sólo resta cruzar los dedos por que quienes cayeron en la serie atraídos por su similitud con escenas de Star Wars se interesen más por la ciencia que nos ayuda a entender la vida en este planeta y a imaginarla en los millones que están ahí afuera esperando.