Desde la identificación del primer caso de covid-19 en Uruguay, el 13 de marzo, el paisaje de nuestras ciudades ha ido cambiando drásticamente. Inicialmente, la consigna “quedate en casa” llevó a las personas a limitar sus salidas cotidianas, casi no había vehículos circulando en las tradicionales horas pico, mientras que las personas se agolpaban en los supermercados para hacer acopio de papel higiénico y alcohol en gel. Las plazas estaban precintadas y las escuelas y liceos, cerrados. Luego de varios meses, el relativo control de la situación sanitaria local y la experiencia acumulada en cuanto a las posibles formas de contagio permitieron ir habilitando distintas actividades a partir de la aprobación de diferentes protocolos. Hoy el ajetreo de las ciudades se parece más al de antes, y las plazas y los parques volvieron a ser lugar de encuentro para personas de todas las edades. En Montevideo, por ejemplo, incluso las calles como 18 de Julio o la rambla se convirtieron en una nueva forma de vivir la ciudad “sin motores” los fines de semana.
Sin embargo, en las últimas semanas se ha visto un aumento en la incidencia de casos a nivel nacional y nos resulta pertinente preguntarnos: ¿dónde y cómo ocurren los contagios?, ¿qué podemos hacer para gestionar y minimizar el riesgo de contagio?
Lo que sí sabemos
Si bien el SARS-CoV-2 es un virus nuevo, el diagnóstico y seguimiento de más de 60 millones de casos a nivel mundial permite el análisis de una gran cantidad de información, estableciendo ciertos patrones de “comportamiento” de la pandemia con una aceptable base estadística. Los datos reportados tanto internacionalmente como en Uruguay muestran que gran parte de los casos nuevos se originan a partir de eventos de “supercontagio”, donde un solo individuo infectado es capaz de transmitir el virus a un importante número de personas. No se conoce exactamente la base biológica de este fenómeno (¿por qué algunas personas contagian más que otras?), lo que sí se sabe es algo que tienen en común estos eventos: ocurren en espacios cerrados. Los reportes más frecuentes de supercontagios en el mundo refieren a plantas procesadoras de alimentos, barcos, residenciales de ancianos, instituciones religiosas, prisiones y alojamientos compartidos.
La transmisión del SARS-CoV-2 ocurre fundamentalmente a través de la interacción persona-persona. Las partículas virales pueden dispersarse por medio de gotículas que se generan en pacientes infectados al hablar, cantar, toser o estornudar. La recomendación de la distancia física entre las personas contempla esta posibilidad, ya que se ha visto que estas gotículas caen al suelo antes de “viajar” esa distancia. El uso de tapabocas (cubriendo boca y nariz) previene la dispersión de partículas por esta vía (tanto para emitir como para recibir). Otro factor que podemos manejar es el tiempo de exposición. Cuanto menos tiempo estemos expuestos a una situación de riesgo, por ejemplo, sin poder mantener una distancia apropiada de otra persona, menor es la probabilidad de estar en contacto con un número suficiente de partículas infectivas para contraer la enfermedad.
Más recientemente, han cobrado importancia algunas evidencias de que el SARS-CoV-2 podría transmitirse en gotitas más pequeñas, llamadas aerosoles, que podrían permanecer suspendidas en el aire por mayor tiempo. Esto implica que la distancia física no es el único factor a tener en cuenta, sino que la ventilación en ambientes cerrados es clave para favorecer el intercambio de aire y disminuir el riesgo de contagio. En este sentido, las actividades desarrolladas al aire libre suponen un escenario más seguro que aquellas que se dan en lugares cerrados, ya que la dispersión de los aerosoles en estas condiciones es máxima. En particular en nuestro país no hay reportes de eventos de contagio significativos originados en espacios abiertos y no hay evidencia que relacione un número importante de casos con eventos masivos ocurridos recientemente, como marchas, festejos por elecciones departamentales, la Rural del Prado, entre otros.
Por otro lado, la posibilidad de contraer el virus o de contagiar a otros no es igual para todos, más allá del entorno y la actividad. Si bien no hay una explicación biológica bien sustentada aún, se sabe que los niños se contagian menos y tienen menor probabilidad de desarrollar síntomas graves, en comparación con los adultos. No sólo eso, sino que las evidencias epidemiológicas muestran que los niños juegan un rol menor en la transmisión del virus. En ese sentido es una enfermedad “rara”, ya que otras infecciones respiratorias son rápidamente diseminadas entre los niños y de los niños a los adultos. La presunción de que la transmisión del SARS-CoV-2 se comportaría de forma similar a otras enfermedades respiratorias conocidas llevó al cierre de escuelas en Uruguay y tantas otras partes del mundo. Actualmente, las sociedades médicas y de pediatría no alientan el cierre de actividades escolares a causa de la pandemia y la tendencia es a restringir en primer lugar otras actividades [por ejemplo, https://doi.org/10.1016/j.arcped.2020.09.001]. Por ejemplo, frente a una segunda ola de contagios en Alemania, se recurrió a un nuevo confinamiento obligatorio, pero las escuelas permanecen activas. En Uruguay se estableció un protocolo para la apertura total de las escuelas, pero la realidad de cada centro de estudios es muy diversa. Las diferencias en infraestructura, recursos humanos y su capacidad de adaptación limitan la presencialidad en muchos centros.
La evidencia científica, junto con las restricciones que la realidad impone, deberían ser usadas para convertir momentánea y/o permanentemente algunas costumbres y dinámicas sociales, sin disminuir la calidad de vida.
¿Se transformarán las ciudades?
Algunos de los emprendimientos más ambiciosos de nuestras ciudades, como los tendidos infraestructurales vinculados al saneamiento, tienen origen en reformas higienistas derivadas de eventos sanitarios. También han orientado la forma de construir nuestros edificios, con estrategias simples y conocidas que en este contexto han retomado relevancia, como la ventilación natural obligatoria o el ingreso de radiación solar en los espacios interiores.
La “nueva normalidad” aún está en construcción. Su carácter varía mucho en función del contexto en que cada uno se desempeña, cuánto se mueve, las actividades que realiza, el nivel de formalidad de su ocupación, el estudio, el tipo de casa que habita y con quienes la comparte, entre muchos otros factores. Pero hay algo que parece que llegó para quedarse, al menos por un tiempo: asumir que un grupo de personas, que va cambiando a través del tiempo, no puede compartir el espacio físico con los otros por el bien común (los cuarentenados). En estos días, más de 10.000 personas se encuentran en esa situación, lo que significa que alrededor de una de cada 300 personas por día no puede salir de su casa.
La mayor movilidad conlleva un mayor número de interacciones entre personas: al comienzo de la pandemia por cada caso existían cinco contactos estrechos, y a finales de noviembre este número se ha multiplicado por poco más de cuatro. Optimizar los espacios de interacción puede disminuir el riesgo de contagio y así evitar el confinamiento de un gran número de personas cada día.
Si bien no sabemos cómo se transformarán las ciudades, si es que eventualmente eso sucede, podemos asegurar que a otra escala las medidas de distanciamiento físico han modificado los modos en que utilizamos los espacios y cómo ubicamos los objetos e interactuamos ellos. Salones enteros con sillas apiladas en las instituciones educativas, sillas deshabilitadas en los sanatorios y las salas de espera, control de temperatura para ingresar a locales de uso público, largas filas de espera en el exterior de los locales comerciales e instituciones, bajo la lluvia y los rayos del sol.
Podemos decir que en el transcurso de estos meses la pandemia se ha transformado en un problema espacial. Espacial porque tenemos que estar pendientes de las distancias que mantenemos con otras personas; espacial porque implica asumir que la calidad del aire de los espacios interiores importa; espacial porque cómo y cuánto nos movemos de un punto a otro de la ciudad también importa.
Sobre cómo afecta a las ciudades la enfermedad, un artículo del Journal of the American Planning Association, publicado en junio con base en datos de 913 localidades de Estados Unidos, plantea como algunas de sus conclusiones que la densidad poblacional no está significativamente relacionada con la tasa de infección, y está inversamente relacionada con la tasa de mortalidad, posiblemente debido a una mayor adherencia a las pautas de distanciamiento social y mejores servicios de salud en áreas densas [https://doi.org/10.1080/23748834.2020.1783479]. Estos hallazgos sugieren que la conectividad importa más que la densidad en la propagación de la pandemia de covid-19. Las grandes áreas metropolitanas con un mayor número de localidades estrechamente vinculadas entre sí por relaciones económicas, sociales y de transporte, son más vulnerables a los brotes pandémicos que las ciudades más densas.
Al comienzo de la pandemia, convivimos con dos ideas o estrategias de abordaje contradictorias. Por un lado, un fuerte impulso por salir de la ciudad hacia zonas rurales, balnearias y menos densas, y por otro, la exhortación a resolver las actividades cotidianas con los servicios de cercanía, reduciendo la movilidad y el radio de acción a los circuitos peatonales barriales. Al volver la actividad a los centros urbanos, esta última idea ‒la ciudad de 15 minutos‒ cobró fuerza. Y si bien es algo deseable y beneficioso en varios planos, es fácil de implementar en realidades urbanas mucho más compactas que nuestras desparramadas ciudades americanas. Por lo tanto, mientras continuemos con la separación de las actividades diarias dispersas en el territorio (trabajo, estudio, recreación, cuidados, salud, deporte, descanso, entre otras), la movilidad entre estos puntos será un tema clave para seguir pensando en nuestras ciudades.
El contexto actual nos permite pensar en un modelo para la mayoría de los habitantes de nuestras áreas urbanas, con una red de transporte público eficiente asociado con lógicas de movilidad activa: una ciudad de 15 minutos combinada con una metrópolis de 30 minutos.
Cambios dentro y fuera
Luego de reacondicionar los intensificados espacios domésticos en los primeros meses de confinamiento, y a medida que asistíamos a la paulatina reapertura de las actividades cotidianas, la discusión ha cambiado su eje, virando hacia los temas dimensionales y espaciales, interpelando recientemente con fuerza las prácticas y usos de los equipamientos educativos, en particular los escolares. Mientras se confirma la necesidad de flexibilizar las medidas de distanciamiento, apoyados en la baja transmisión del virus en niños y niñas, se vuelve inminente reinventar los ámbitos escolares, sus espacios, y eventualmente, algunas de sus prácticas habituales.
Las primeras soluciones que empiezan a replicarse pasan de reducir la cantidad de estudiantes por aula a incorporar una nueva generación de mobiliario que interpone elementos físicos como forma de asegurar el distanciamiento. La apropiación de otros espacios, como corredores, auditorios, gimnasios, comedores y la unión de aulas está también en el menú de posibilidades. Incluso formatos alternativos de aulas en patios de recreo con elementos materiales específicos se despliegan ahora a otra escala para atacar con una nueva mirada el problema de la ventilación, incursionando así en las “clases al aire libre”.
Pero seguramente el último límite consiste en desbordar los espacios educativos hacia la ciudad. Iniciativas como las “calles abiertas para escuelas” van aún más lejos, e implican expandir los límites del aula y la propia escuela, asociándose calles, clubes de barrio o instituciones próximas, recuperando un viejo instrumento de ordenamiento territorial llamado Unidad Vecinal: un recinto urbano seguro (de tráfico vehicular controlado y baja velocidad), pensado como ámbito de despliegue de los equipamientos barriales y particularmente escolares. Pensar los espacios educativos en estos términos, además de reducir significativamente el riesgo vinculado con la estancia prolongada en espacios cerrados, permite imaginar una nueva generación de prácticas educativas y ensayar una reinvención del aula más allá de los límites edilicios y prediales preestablecidos.
Repensar los espacios colectivos/públicos
En nuestras ciudades hispanoamericanas, los cascos históricos y áreas céntricas tienen en su mayoría un trazado que podríamos ‒a efectos del cálculo‒ sintetizar en una cuadrícula de 100 x 100 metros, con manzanas edificadas de 80 x 80 y veredas de tres metros de ancho. Si realizamos algunas cuentas rápidas reordenando el espacio de la vía pública (de fachada a fachada, incluyendo vereda y calle), vemos que es posible aumentar significativamente las áreas activas destinadas a peatones con operaciones simples. Solamente readecuando los anchos de las sendas vehiculares, sin quitar área de estacionamiento, es posible aumentar 50% la superficie activa peatonal. Si además quitamos los estacionamientos de un lado de la vereda, esta se duplica. Y finalmente, con la peatonalización completa de la calle, la superficie activa triplica el área de vereda inicial.
Estas medidas pueden ser aplicadas estableciendo instrumentos y reglas claras tanto para usos vecinales como comerciales, pensados en conjunto con sus habitantes. Son a su vez extremadamente flexibles, ya que no incorporan elementos rígidos al equipamiento urbano, y sin duda aportan a la descompresión de las dimensiones y zonas más críticas, justamente en las áreas céntricas y densas de la ciudad.
Tres claves: aumentar las superficies al aire libre activas, expandir los horarios de uso y desplegar una estrategia de comunicación clara con los usuarios. Esto quiere decir, por ejemplo, aumentar superficies activas de veredas asociadas a restaurantes, liberar sectores de espacios exteriores para usos como teatro, música o eventos bailables, gestionando sus usos y propiciando la flexibilidad en la ciudad. En pocas palabras, formular y gestionar a través del tiempo cómo y para qué se reparten los usos en el espacio público de la ciudad, en pos de favorecer las interacciones humanas, manteniendo las distancias recomendadas sin perder calidad de vida.
Mientras esperamos ansiosos por soluciones de índole biológica y médica, como la aprobación y puesta en marcha de campañas de vacunación y la evolución de los diferentes tratamientos médicos disponibles, la transformación espacial y su buena utilización aparecen como estrategias a desarrollar en el corto y mediano plazo, tanto ante esta situación sanitaria como para posibles futuros escenarios. La evidencia generada debería sentar las bases del cuestionamiento del diseño y utilidad de los espacios, con especial énfasis en los espacios públicos, democratizando así su uso y disfrute.
Catalina Radi y Martín Cajade son arquitectos, investigadores de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de la República e integrantes del grupo de investigación Ensayos Urbanos para la Nueva Normalidad. Carolina Prolo y Ari Zeida son investigadores de la Facultad de Medicina y del Centro de Investigaciones Biomédicas (Ceinbio) de la Universidad de la República. Esta es la segunda entrega de una serie de notas en las que desde el Ceinbio y otros colegas se abordarán distintos aspectos del SARS-Cov-2 y la covid-19.