Frente al coronavirus, cada persona busca racionalmente su mejor estrategia para preservar la salud propia y de otros, y mantener el contacto social, unos más volcados al primer objetivo y otros al segundo. Pero nuestro modo de resolver esta situación puede llevarnos a conclusiones equivocadas en un escenario en el que también otros toman decisiones. Para comprender esto resulta útil conocer el “problema de Monty Hall”, una discusión sobre apuestas en un programa de televisión parecido a El castillo de la suerte.
Una pandemia es un evento excepcional, que amplifica lo que hasta entonces era corriente. Algo así como un experimento de ruptura, a escala planetaria.1 Las modificaciones de contexto que produce permiten apreciar con mayor claridad las bases normativas y cognitivas en que se fundan nuestros modos de actuar. Nuestra capacidad de fijar creencias, por ejemplo, se ve con mayor nitidez frente a la ocurrencia de un evento novedoso, como la anunciada propagación de un nuevo virus (¿cuán de acuerdo estamos acerca de sus características y efectos?), que ante cosas a las que ya estamos habituados. Nuestras formas de razonar y en particular de realizar inferencias también resultan más claras frente a un evento novedoso. Este artículo trata sobre este segundo aspecto.
Pero para razonar como comunidad acerca de las mejores formas de enfrentar un suceso es necesario alcanzar un acuerdo respecto de la naturaleza de ese suceso. O al menos, en una perspectiva bayesiana, partiendo de distintas creencias iniciales al respecto (por ejemplo, distintas probabilidades subjetivas acerca de la circulación de un virus con consecuencias negativas para la salud humana), acordar la probabilidad de la evidencia (por ejemplo, la fiabilidad de los test de PCR para identificar la presencia del virus, de la evidencia clínica para asociar la presencia del virus con la afectación de la salud, etcétera) y un método para ajustar nuestras creencias iniciales, a la luz de la nueva evidencia.
Razonar - inferir
Los seres humanos somos racionales. En un sentido amplio, racional es aquel individuo que, dados un fin (un beneficio deseado) y un conjunto de alternativas de acción posibles, escoge aquella que le ofrece mayores chances de éxito. Si los fines son dos o más, decimos que es racional quien, frente a un conjunto de alternativas, escoge aquella (o su combinación) que maximice el logro de cada uno de esos fines, minimizando el riesgo de no alcanzar los restantes.
El pensamiento racional se funda, entre otras cosas, en nuestra capacidad de realizar inferencias. Inferir significa estimar las chances de un desenlace futuro, teniendo a la vista la frecuencia de desenlaces pasados.2
Ahora bien ¿existen tipos de racionalidad y tipos de inferencia tales que conduzcan a conclusiones contradictorias? Tendemos a pensar que no: o se es o no se es racional. En todo caso, podemos definir grados de racionalidad, pero la regla contra la que se evalúan esos grados es la misma. Del mismo modo, una inferencia puede ser más o menos correcta en función del volumen y la confiabilidad de la evidencia disponible. Pero se trata siempre del mismo procedimiento.3
Charles Sanders Peirce sugirió, hace mucho tiempo ya, que sí existen tipos de racionalidad. Y tipos de inferencia. Este artículo toma como referencia tres de sus manuscritos, redactados entre 1877 y 1878.4
Raciocinio de uno mismo
En su trabajo de 1877 La fijación de la creencia, Peirce afirmaba: “Hay pocas personas que se preocupen de estudiar lógica, porque todo el mundo se considera lo suficientemente experto ya en el arte de razonar. Observo, sin embargo, que esta satisfacción se limita a la capacidad de raciocinio de uno mismo, no extendiéndose a la de los demás hombres”.
¿Qué sentido tiene esta distinción? Una discusión en torno a la mejor apuesta en un programa de televisión puede resultar ilustrativa. Se lo conoce como “el problema de Monty Hall”. En Uruguay se lo podría llamar “el problema de Cacho de la Cruz” (quitando del juego el cuadro y el pasadizo secreto). Monty Hall fue el presentador del programa televisivo Let’s Make a Deal (1963-1986). Un formato muy similar al de uno de sus juegos fue adoptado por El castillo de la suerte, de Canal 12. El problema de Monty Hall fue formulado por Steve Selvin en un artículo para la Scientific American, en 1975; toma como base el nombre del primer presentador para hacer referencia al juego de las tres puertas.
Un concursante debe elegir una de tres puertas; detrás de una de ellas hay un premio. No dispone de información acerca de dónde se encuentra el premio. Y no tiene restricciones para su apuesta (puede elegir la puerta 1, la 2 o la 3). El participante escoge una de ellas sabiendo que tiene una posibilidad en tres de acertar. En este punto el presentador abre una de las dos puertas no elegidas y muestra que detrás de esa no se encuentra el premio. Y pregunta al concursante si desea mantener su elección o cambiar por la otra puerta que permanece cerrada. ¿Qué le conviene hacer al concursante? Muchos de nosotros los humanos5 pensamos que tanto da: al abrir el presentador una de las tres puertas, las alternativas se han reducido a dos. Ambas puertas están cerradas y el premio puede encontrarse detrás de cualquiera de ellas. Nuestra probabilidad pasa de 1/3 a 1/2 para cada una de las puertas disponibles.
Pero sucede que la puerta que el concursante eligió en primera instancia mantiene una chance de 1/3 de esconder el premio, con lo que la otra puerta cerrada tiene una probabilidad de 2/3. ¿Por qué? Para comprenderlo debemos incorporar “el raciocinio del presentador”.
Al iniciar el juego existen nueve escenarios posibles: el concursante elige la puerta 1 y el premio está en la 1 (G), elige la 1 y está en la 2, elige la 1 y está en la 3, elige la 2 y está en la 1, elige la 2 y está en la 2 (G), elige la 2 y está en la 3, elige la 3 y está en la 1, elige la 3 y está en la 2 o elige la 3 y está en la 3 (G). En tres de estos nueve escenarios habrá ganado (G) y en seis, perdido. Por eso, correctamente, el concursante concluye que su chance de ganar es de 1/3, que es lo mismo que decir de 3/9.
Por su parte el presentador, a diferencia del concursante, cuenta con información (sabe en qué puerta se esconde el premio) y tiene una restricción para abrir una de las puertas no elegidas (no puede abrir la que esconda el premio). Siendo así, para los tres escenarios en que el concursante gana (su primera elección es por la puerta detrás de la cual se encuentra el premio) podrá elegir libremente cualquiera de las restantes puertas (en ninguna hay premio). Y la puerta no elegida por el concursante (ni abierta por el presentador) no contendrá el premio. En estos tres escenarios, entonces, si el concursante cambia de puerta, pierde (el premio estaba detrás de la puerta elegida inicialmente).
Pero para los restantes seis escenarios (aquellos en los que el premio se encuentra en una de las dos puertas no seleccionadas por el concursante) el presentador sólo podrá abrir aquella en que no se encuentra el premio. De modo que en seis de los nueve escenarios posibles, al abrir una puerta el presentador dejará cerrada aquella en que se encuentra el premio. Al cambiar el concursante su elección inicial por la puerta no abierta por el presentador, duplica sus chances de ganar.
Mucho más que dos: inferencias colectivas
Con el ejemplo anterior puede verse cómo “el raciocinio de uno mismo” (el de evaluar mis chances en un acontecimiento dinámico y en el que además toma decisiones otro individuo) puede hacernos fallar en nuestras inferencias.
Imaginemos qué podría suceder cuando, en lugar de un único individuo adicional, participan en el juego otros miles. O miles de millones.
Pasemos del plató, a la pandemia. Supongamos una comunidad de 100.000 personas. En ella vive un individuo (llamémosle E) que pretende mantener su salud física e interactuar con algunos de sus semejantes. Se trata de dos fines previsibles para un espécimen que es un organismo vivo y al mismo tiempo un ser gregario.
En su comunidad ha comenzado a circular un virus, con consecuencias negativas para la salud de algunos de quienes lo contraen, y se reportan diez casos positivos al día. Se sabe que el virus se transmite por vía aérea, por lo que la interacción cara a cara con semejantes promueve el contagio.
E se enfrenta al problema, bastante frecuente, que presentamos al inicio: tiene dos fines, pero la mejor alternativa para alcanzar uno (mantenerse aislado para no contagiarse) es la peor alternativa para alcanzar el segundo (interactuar con semejantes).
Como E es racional, evalúa ventajas y desventajas de cada alternativa. Si se aísla, la probabilidad de mantener su salud (en lo relativo a este virus) es 1 y la probabilidad de interactuar con otros es 0. Suponiendo que ambos fines tienen el mismo valor para él (y esta decisión no es nada menor), la alternativa de aislarse le reporta un beneficio global de 1 sobre 2.
Bien, ¿y si mantiene el número de sus contactos? En este caso la probabilidad de interactuar pasa a ser 1. ¿Y la de mantener su salud? E razona: si existen diez casos positivos por cada 100.000 integrantes de esta comunidad y voy a reunirme con 20 semejantes, la probabilidad de que al menos uno de esos 20 sea positivo es de 0,002.6 Sabe E, además, que ocho de cada diez de los infectados no desarrolla síntomas. Como su fin es mantenerse saludable, lo que le interesa en realidad es calcular la probabilidad de contagiarse y desarrollar síntomas, la cual en este caso es 0,002 * 0,2 = 0,0004.7 De modo que la probabilidad de mantenerse sano interactuando en un día con 20 personas es igual a 1 – 0,0004, es decir 0,9996 (o 99,96%). No es necesario que un individuo realice cálculos de probabilidad como los presentados. Tenemos tan integrada esta forma de razonar que podemos, intuitivamente, concluir que, dada la cantidad de población y la cantidad de casos positivos, la probabilidad de resultar contagiados es muy baja.
Tiene entonces E dos opciones: aislarse, con lo cual obtiene un beneficio global de 1 + 0 = 1, o interactuar con semejantes, con lo cual obtiene un beneficio de 0,9996 + 1 = 1,9996. Escoge interactuar.
Esta fue una decisión absolutamente racional, basada en inferencias formalmente correctas.
Razonemos ahora colectivamente.
Supongamos la misma comunidad de 100.000 personas, con los mismos integrantes que procuran mantener tanto su salud física como su interacción con semejantes.
En el estado descrito (un virus que afecta en su salud a ocho de cada diez portadores y se contagia por interacción cara a cara, con un reporte de diez positivos en un día) los integrantes de la comunidad se preguntan: ¿qué sucedería si todos mantuviéramos la intensidad de nuestra interacción social, entrando en contacto, supongamos, con 20 de nosotros cada uno? Pues al cabo del primer día se contagiarían 100.000 * 0,002 = 200 individuos. Y reportarían síntomas de enfermedad 100.000 * 0,0004 = 40. ¿Y al día siguiente? Se contagiarían 1.981 individuos y reportarían síntomas 396. ¿Y al siguiente? 32.980 contagios y 6.595 personas con síntomas.
Es necesario aclarar que estos cálculos asumen algunos supuestos que no se verifican en la situación actual de pandemia, lo cual conduce a que el aumento de casos sea menor y más lento que el presentado en esta situación hipotética. No todas las personas mantienen niveles tan altos de interacción, no toda persona que entra en contacto con un caso positivo se contagia, la distribución de los casos positivos no es aleatoria, los contactos de cada individuo para cada día no son muestras aleatorias independientes (tendemos a vincularnos con las mismas personas). Y fundamentalmente, el escenario presentado es con reposición, esto es, los casos positivos se mantienen interactuando en la comunidad. Uno de los principales mecanismos de contención de la pandemia ha sido justamente la capacidad de rastrear (identificar) y aislar rápidamente a los casos positivos. El ejercicio tiene sólo una finalidad ilustrativa, que permite presentar en un período muy corto de tiempo lo que de hecho ha sucedido en muchos países a un ritmo más lento.
¿Y qué sucedería con el Estado en este estado de cosas? El razonamiento colectivo incluye las acciones de actores colectivos, como el Estado, que seguramente limitaría drásticamente las posibilidades de interacción para evitar la catástrofe sanitaria.
Razonando (infiriendo) colectivamente e introduciendo el tiempo en el razonamiento (la inferencia es un problema de largo plazo), el beneficio global de mantener las pautas normales de interacción se reduce drásticamente. Es más, concluiré que, de mantener los niveles de interacción, es casi seguro que pasado algún tiempo obtenga un resultado global cercano a cero. Es altamente probable que resulte contagiado, y seguro que no podré interactuar, debido a las restricciones sanitarias impuestas durante el proceso.
Parafraseando a Peirce, se podría decir que “el que no sacrifique su propia alma es ilógico en todas sus inferencias, colectivamente”. En un pasaje de La doctrina de las posibilidades (1878) afirma: “La muerte hace finito el número de nuestros riesgos, de nuestras inferencias, y del mismo modo hace incierto su resultado promedio. La misma idea de probabilidad y de razonamiento descansa sobre el supuesto de que este número es indefinidamente grande. [...] puedo ver una única solución. A mi parecer, somos conducidos a esto: que lógicamente la inexorabilidad requiere que nuestros intereses no estén limitados. No deben pararse en nuestro propio destino, sino que deben abarcar a la comunidad entera. [...] El que no sacrifique su propia alma para salvar el mundo entero es, así me parece, ilógico en todas sus inferencias, colectivamente. La lógica está enraizada en el principio social”.
Solidaridad
Racionalidad colectiva no tiene nada que ver con el tipo de solidaridad egocéntrica que algunas veces se promueve con el objetivo de frenar la pandemia. La consigna “no salgas para cuidar a tu abuelito” es representativa.
En primer lugar, se trata de una estrategia poco eficiente: muchas personas no tienen abuelitos vivos, otros los tienen pero no interactúan con ellos. Y muchos otros, frente a la alternativa de no interactuar con pares o no visitar al abuelito, optarán por la segunda alternativa: “Abuelo, no voy a visitarte para cuidarte”. Pero en lo sustantivo, se trata de una apelación a la renuncia individual (la propia) para minimizar un eventual perjuicio individual (la del abuelo). No hay nada de colectivo en eso.
Otros apelan a una genérica responsabilidad social, a resignar el yo para favorecer a un otro genérico. No es tampoco racionalidad colectiva. Las inferencias colectivas no suponen pensar en mí en relación con la sociedad, sino en nosotros como sociedad.
En los orígenes de la sociología, el concepto de “solidaridad” no refería a una disposición individual (generalmente de renuncia) en aras del beneficio de otro. Muy por el contrario, “solidaridad” alude a los mecanismos que una comunidad desarrolla para asegurar la cohesión social, la cooperación de unos con otros. Los seres humanos necesitamos cooperar para mantenernos vivos. ¿Cómo propiciamos esa cooperación? Emile Durkheim advirtió, por ejemplo, un cambio dramático en este sentido, vinculado con los procesos de urbanización e industrialización: el pasaje de un tipo de solidaridad que llamó “mecánica” (cooperación fundada en la asunción consensuada de ciertos principios morales, muchas veces de tipo religioso) a uno que denominó “orgánica” (cooperación fundada en la división del trabajo).
Cuando salimos del supermercado, llevamos fuerza de trabajo de miles de personas en la bolsa de la compra. En muchos casos, el tiempo de fuerza de trabajo invertido en la elaboración de los productos que pasaron por la caja registradora debería reportarse en décimas de segundo. Pero lo cierto es que miles de personas participaron (directa o indirectamente) en la manufactura de esos objetos. Sin conocerse entre sí, sin compartir necesariamente ningún principio moral. La solidaridad orgánica de Durkheim viaja a diario, como de muchas otras formas, en la bolsa del supermercado.
¿Podemos cooperar del mismo modo frente al evento extraordinario que constituye una pandemia?
En Cómo esclarecer nuestras ideas, (1878) Peirce afirmaba: “El gran principio de la lógica es el de la auto renuncia, lo que no significa que uno haya de rebajarse en aras de un triunfo último. Puede llegar a ser así; pero no tiene que ser el objetivo regulador. Cuando estudiemos el importante principio de la continuidad y veamos que todo fluye, y que cada punto participa directamente del ser de todos los demás, quedará patente que individualismo y falsedad son una misma y única cosa. [...] Aquello en lo que hay que pensar no es en ‘mi’ experiencia, sino en ‘nuestra’ experiencia; y este ‘nosotros’ tiene posibilidades indefinidas”.
El objetivo de la racionalidad y la inferencia colectivas continúa siendo maximizar las chances individuales de éxito. No supone necesariamente ninguna renuncia altruista, ningún sacrificio solidario.
Volviendo al problema de la pandemia, podemos hacernos una nueva pregunta: ¿cuál es el número de interacciones que maximiza nuestras posibilidades de interactuar minimizando nuestras posibilidades de contraer el virus? Suponemos aquí una comunidad en que ninguno de sus integrantes tiene restricciones para ampliar o reducir el número de sus interacciones. Claramente esto no es así en los hechos para muchas personas. Es común que existan restricciones, por razones laborales, de espacio en el lugar donde se habita, etcétera, que impongan un número mínimo de contactos, superior al obtenido tras aplicar este tercer razonamiento. La propuesta se enfrenta a problemas adicionales. En cualquier caso, la intención aquí no es valorar distintas alternativas de acción, sino examinar los modos de razonamiento que hacen posible la formulación de unas u otras.
La propuesta de las burbujas, formulada y modelizada por Per Block y otros de la Universidad de Oxford,8 constituye una respuesta racional (basada en inferencias) a esta pregunta. Y da cuenta de un tipo de solidaridad colectiva, en el sentido dado por Durkheim.
O podemos preguntarnos: ¿cómo reorganizarnos, en función de los riesgos diferenciales a la salud por contagio, haciendo pesar más el fin de cuidado de la salud entre los que presentan mayor riesgo (lo cual conduce al aislamiento de una subpoblación) y más el fin de la interacción entre quienes presentan menos (lo cual conduce al mantenimiento de la interacción en el resto)? La cuestionada Declaración de Great Barrington razona en ese sentido. Formalmente también constituye una respuesta desde la racionalidad colectiva.9
Hay que señalar que en las alternativas anteriores se partía del supuesto de que la finalidad de mantener la salud y mantener la interacción “pesaban” lo mismo. Esto no tiene por qué ser así. De hecho, en muchas oportunidades razonamos ponderando fines en lugar de sumar simplemente las probabilidades de logro de cada uno. La Declaración de Great Barrington introduce la variación del peso de los fines en distintas subpoblaciones. En una versión individualista, se ha buscado operar sobre el peso del fin salud apelando al argumento del terror (estamos frente a un virus que mata: aislate para salvar tu vida) procurando en este caso aumentarlo indiscriminadamente (sin considerar riesgos diferenciales). Esta alternativa ha resultado aún menos verosímil que la de los liberales norteamericanos, a la luz de la evidencia. Como la propuesta de las burbujas sociales, la de Great Barrington presenta dificultades de implementación. Pero también las han presentado las cuarentenas en muchos países. Es necesario insistir en que no se trata aquí de evaluar la viabilidad de distintas propuestas, sino de mostrar cómo distintas formas de razonar conducen a diferentes alternativas de acción.
En las dos alternativas mencionadas el fin último continúa siendo el beneficio individual, sólo que admitiendo que formamos parte de una comunidad en que, en el mediano plazo, “cada punto participa directamente del ser de todos los demás”, como afirma Peirce.
Algunas alternativas colectivas suponen un “rebajarse en aras de un triunfo último”. La opción de alcanzar la inmunidad de rebaño, del Boris Johnson del inicio de la pandemia, implicaba lo anterior: muchos debían morir para que la comunidad se inmunizara. Pero afortunadamente contamos con otras posibilidades.
El límite
El problema del raciocinio de uno mismo caracteriza a nuestra especie. Probablemente siempre haya estado presente, pero en los últimos siglos, especialmente en los grandes conglomerados humanos de países desarrollados de Occidente, ha sido el cognotipo más frecuente. Sus consecuencias se conocen también desde hace tiempo. La pandemia en todo caso, como dijimos al inicio, por la velocidad en que ocurre y los efectos negativos de corto plazo que produce, lo muestra con mayor claridad.
¿Cuánto podría aumentar este envase de plástico que tengo en mi mano la contaminación del planeta? ¿Cuánto afectará la emisión de mi coche, en el viaje desde mi casa al trabajo, el calentamiento global? Individualmente, nada. El aporte individual es infinitesimal.
En estos otros casos la forma en que razonamos ha hecho fracasar estrategias que buscan un impacto colectivo. También aquí se apela, sin éxito, a argumentos de solidaridad egocéntrica: abstente de consumir, ya no por tu abuelo, sino ahora por el planeta que vas a dejar a tus nietos.
Todo lo anterior constituye un límite a las posibilidades de contención de la pandemia. Resulta ilusorio, por ejemplo (aunque constituiría una grata sorpresa estar equivocado), proponer una campaña de comunicación que modifique las formas en que pensamos. Las formas de pensar mutan más lento que los virus de ARN.
No creo por tanto que exista una alternativa de corto plazo para superar este límite. Cuando no podemos sortear una valla, procuramos esquivarla. Esto se ha hecho hasta ahora con la pandemia. Muchos países la han sorteado por la izquierda, recurriendo a medidas restrictivas de la interacción humana, que suponen grados variables de violencia (incluida la apelación al terror por las supuestas consecuencias de la infección). Otros lo han hecho por la derecha, minimizando el problema (la gripecinha de Jair Bolsonaro) o cargándoselo a otros (el “virus chino” de Donald Trump). Uruguay (quizás junto con otros países, como Suecia) ha apelado a una libertad responsable que, sea lo que sea que signifique,10 ha mostrado su propio límite.
Lo cierto es que la pandemia pasará. Afortunadamente, mientras algunos debatimos sobre estos asuntos, otros participan en el desarrollo y la aplicación de vacunas. Ciertamente, a esta pandemia le sucederán otros eventos que pondrán a prueba los modos en que razonamos y cooperamos como miembros de una comunidad. Quizás la experiencia con el SARS-CoV-2 nos permita revisarlos críticamente.
Hugo de los Campos es docente del curso de Epistemología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.
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El sociólogo norteamericano Harold Garfinkel (1917-2011) es recordado por sus “experimentos de ruptura”, un método para poner en evidencia “formas de pensar y de hacer” que no resultan claramente visibles cuando todo funciona “normalmente”. Los experimentos consistían en alterar deliberadamente algún aspecto de procesos normales de interacción (como ir acercándose a una persona que habla hasta entrar en contacto físico con su cara) para observar las reacciones. Al producirse esta alteración, los participantes desplegaban conductas adaptativas, que permitían identificar valores, expectativas y normas subyacentes. Las cámaras ocultas de algunos programas de televisión constituyen una versión vulgar de los experimentos del creador de la etnometodología. ↩
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Para eventos aleatorios, supone estimar la probabilidad de que ocurra un desenlace particular dados todos los desenlaces posibles. Hacemos referencia a las inferencias inductivas. Toda inferencia de este tipo se basa en la suposición de que el futuro será como el pasado. Si bien esta suposición sólo puede fundarse en una creencia metafísica (ningún resultado experimental puede respaldarla), puede demostrarse sencillamente que, si tenemos que apostar respecto de cómo será el futuro, nos conviene apostar a que continuará siendo como el pasado. ↩
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Nos referimos al tipo de inferencia clásica (frecuentista), no a otros tipos de inferencia, como la bayesiana, aunque esta última opera también con resultados de inferencias clásicas al calcular la probabilidad inicial y la probabilidad de la evidencia. ↩
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Charles Sanders Peirce fue un científico y filósofo estadounidense de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Considerado una de las mentes más brillantes de su época y uno de los filósofos más importantes de todos los tiempos, nos legó, además de enormes contribuciones a la teoría de probabilidades, la lógica y la física, una filosofía (el pragmatismo) y una ciencia (la semiótica). ↩
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La referencia a la especie es importante. Experimentos con palomas han arrojado resultados distintos. Véase por ejemplo: Are birds smarter than mathematicians? Pigeons (Columba livia) perform optimally on a version of the Monty Hall Dilemma. Walter T Herbranson y Julia Schroeder. Journal of Comparative Psychology (2010). ↩
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La probabilidad de obtener al menos un positivo en una muestra de 20 casos (con diez positivos en 100.000 casos totales) se calcula como uno menos la probabilidad de obtener 20 negativos en una muestra de 20 casos. La estimación se realiza bajo los supuestos de distribución aleatoria (y desconocida) de los casos positivos y de probabilidad de contagio igual a uno para cada contacto con un positivo. Como en los hechos ninguno de los supuestos se verifica, la probabilidad de contagio es aún más baja. ↩
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El cálculo se realiza nuevamente suponiendo distribución aleatoria y no conocida de los casos positivos. También bajo el supuesto de igual probabilidad para cada individuo de desarrollar o no síntomas. Esto último tampoco se verifica en los hechos. Si E fuera un caso de un grupo con menores probabilidades relativas de desarrollar síntomas (por ejemplo, una persona joven sin enfermedades preexistentes), la probabilidad de contagiarse y desarrollar síntomas sería aún más baja. ↩
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Social network-based distancing strategies to flatten the COVID 19 curve in a post-lockdown world. Per Block y otros. Nature Human Behavior (2020). ↩
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Así como existe una acepción individual y una colectiva de raciocinio, de inferencia y de solidaridad, existe una y otra para el concepto de “libertad”. En una perspectiva comunitaria, “libertad” refiere a la capacidad colectiva y de largo plazo de modificar nuestros modos de pensar y de actuar para nuestro mayor beneficio. “Libertad” y “responsabilidad” son aquí sinónimos. ↩