Cuando los europeos llegaron a colonizar estos lares, cerca de 80% del territorio que hoy corresponde a Uruguay estaba compuesto por pastizales, praderas y bosques abiertos, un paisaje dominante matizado por bosques nativos y humedales. La corona española no tenía gran opinión sobre el valor de estas tierras, que recién con la introducción del ganado comenzaron a despertar un interés moderado pero esencialmente productivo. Como los conquistadores no eran dados a los eufemismos, se refirieron directamente a ellas como “tierras de ningún provecho”, un antieslogan tan gráfico que perduró hasta llegar a nuestros textos escolares.

Con el tiempo, la agricultura y la ganadería cambiaron la percepción del valor productivo de este ecosistema, pero los pastizales no pudieron escapar al ninguneo. Parafraseando el viejo adagio, cría pasto y échate a dormir. Claro que esta persistente subvaloración es ahora de una naturaleza muy distinta a la demostrada por aquellos europeos que buscaban metales preciosos.

Pese a que conforman un ambiente especialmente sensible al cambio de uso del suelo y que poseen gran importancia ecológica, los pastizales tienen mucha menos prensa que los bosques en materia de conservación. Y aunque la protección ambiental no debería obedecer a las mismas reglas que la farándula, suele pasar que mientras menor sea la prensa que despierta un tema, menor es la cantidad de abogados dispuestos a defenderlo.

Persiste en muchas partes del mundo el concepto de pastizales como tierras abandonadas o degradadas, cuyo destino ideal es la agricultura o la conversión a bosques. Sin embargo, por impresionante que sea la diversidad de especies que albergan los bosques, que ha ayudado a generar justificadamente conciencia sobre su conservación, no sustituye la que aportan los pastizales ni sus servicios ecosistémicos.

Como muestra de su riqueza, basta repasar algunos de los datos aportados por un trabajo de Alejandro Brazeiro y colegas de 2020. En nuestros pastizales viven 222 de las 351 especies de aves (62,67%) del país, 55 de las 74 de mamíferos (74,32%), 36 de las 65 de reptiles (55,3%), cuatro de las 48 de anfibios (8,33%) y 114 de las 315 plantas leñosas (36,19%).

Esta riqueza es aún mayor si uno considera toda la zona de los campos, que es como se llama a la subregión de los pastizales del Río de la Plata que abarca a Uruguay y el sur de Brasil. No es un problema únicamente nacional. Pese a que en todo el mundo hay una gran representación de ambientes que son naturalmente pastizales, con frecuencia no se reconoce su valor para la diversidad o se los considera dispensables. Eso explica que muchas veces se piense en ellos como área libre para forestar, como si de esa forma se les estuviera agregando un valor o restaurando un ambiente natural.

“De esa forma podés hacer un bien en algún lado o favorecer algunos aspectos, pero estás comprometiendo una diversidad y una funcionalidad única, que no necesita ser reforestada. En todo caso necesita ser restaurada al pastizal, pero no con árboles, porque el valor de los pastizales no está en esos árboles”, aclara desde Canadá el biólogo y bioquímico Juan Andrés Martínez-Lanfranco. Y lo dice con conocimiento de causa, como demuestra un minucioso trabajo que acaba de publicar y para el que demostró una paciencia digna de un observador de aves budista.

Hombre mirando al sudeste

Como amante de la fauna en general y de las aves en particular, a Martínez-Lanfranco le causaba inquietud observar los mismos patrones desde sus primeras salidas de campo. Cuando llegaba a terrenos forestados, notaba que se repetían las mismas especies de aves y que otras siempre estaban ausentes. Esas plantaciones de árboles exóticos y de crecimiento rápido, con su capacidad de transformar estructural y funcionalmente el ambiente en forma extrema, perjudicaban a algunas especies al mismo tiempo que beneficiaban a otras.

A Martínez-Lanfranco le interesaba especialmente indagar con más precisión qué ocurría con las aves en un ecosistema tan nuevo como es la forestación, cuya influencia no ha sido tan estudiada como la presión ganadera o la agricultura. Lo que observaba no era extraño sino más bien esperable, como él mismo aclara; frente a un cultivo monoespecífico –un monocultivo– era lógico que hubiera menor diversidad y una composición diferente en la comunidad de aves que lo habitaba, pero “faltaba cuantificarlo”, señala. Básicamente, averiguar cuál es la magnitud del impacto y para qué especies, identificar cuáles pueden aprovechar el recurso de la forestación y cuáles se ven desplazadas por ese paisaje.

Eso fue exactamente a lo que se dedicó durante buena parte de 2013 y 2014. Para hacer su estudio, orientado a medir el impacto de las plantaciones de árboles exóticos, se centró en dos extensas áreas forestadas de Rivera y Tacuarembó, pertenecientes por entonces a las compañías Weyerhaeuser y Cambium Forestal Uruguay.

Diseñó un trabajo de muestreo de aves y vegetación tanto en las parcelas forestadas (algunas de eucaliptos, otras de pinos) como en los ambientes nativos que las rodeaban. Para ser más precisos, dentro de los terrenos de las forestales tomó muestras en distintos puntos de cinco ambientes: plantaciones de eucaliptos adultos, plantaciones de eucaliptos jóvenes (algo novedoso de este trabajo, al incluir distintas edades de los ejemplares del ciclo de rotación forestal), plantaciones de pinos adultos, pastizales nativos, y bosques nativos (generalmente asociados a cursos de agua).

Durante ocho meses, Martínez-Lanfranco y la hoy bióloga María José Rodríguez pasaron en el campo una cantidad de horas por día equiparables con las del bovino más experimentado, tanto en turnos matutinos como vespertinos. Marcaron 570 puntos de muestreo de unos 50 metros de diámetro, separados entre sí a una distancia mínima de entre 200 y 250 metros.

El muestreo de la vegetación de estos puntos, hecho a pleno sol de la tarde, fue especialmente trabajoso pero justamente por ello muy útil, ya que son pocos los investigadores que aceptan insolarse en pro de ese nivel de detalle. Analizaron las características de la vegetación de pastizales y bosques, y usaron distintas técnicas para medir la cobertura herbácea de todos los puntos, así como la apertura del follaje en bosques y plantaciones, la densidad de árboles, su altura y otros datos relevantes. Esta información era fundamental porque es la estructura de la vegetación –así como la fauna de insectos asociada o las posibilidades que brinda para la nidificación– lo que explica la composición de aves que hacen uso del ambiente.

Pastizal rodeado de plantación de pinos.
Foto: Martínez Lanfranco

Pastizal rodeado de plantación de pinos. Foto: Martínez Lanfranco

El muestreo de aves fue tan puntilloso como el de vegetación, pero sin dudas más entretenido. Permanecieron en cada uno de los puntos durante diez minutos, registrando todas las aves vistas y oídas en el lugar y anotando diligentemente en una planilla todos los datos, desde el nombre de la especie a la hora de avistamiento, las condiciones climáticas y hasta la intensidad del viento.

Para minimizar posibles sesgos, repitieron visitas a los puntos cambiando la hora del día, los diferentes momentos a lo largo de la estación y el observador (en especial dentro de las parcelas forestadas). En total, completaron 1.503 conteos en los 570 lugares elegidos, lo que dio como resultado 3.760 observaciones de aves de 103 especies diferentes.

No es el número neto lo que importa, sin embargo, sino cómo se distribuye y qué información nos aporta eso. El objetivo era tener una referencia de cuáles especies usan los ambientes nativos disponibles y cuáles las áreas forestadas, y, dentro de estas últimas, qué tipo de plantaciones y en qué fase de su ciclo. El resultado, como era de esperar, arrojó una lista de “ganadores” y “perdedores” ante la forestación. “Lo que buscábamos”, explica el mismo Martínez-Lanfranco, “era analizar la riqueza de especies, es decir, cuántas hay, cómo se distribuye la abundancia y cuál es la composición de especies de los ambientes, es decir, la identidad del ensamble”.

Su majestad, el chingolo

La especie más presente en los muestreos fue el chingolo (Zonotrichia capensis), que representó 30% de todos los registros individuales. Excepto en los bosques nativos, fue la especie más común en todos los ambientes estudiados, apareciendo tres veces más en áreas forestadas que en nativas. La ratonera (Troglodytes aedon) fue la segunda especie más avistada, con 10% del total de registros.

En los pastizales avistaron tres especies que representan algún grado de preocupación, de acuerdo a los criterios de la Unión Internacional de Conservación para la Naturaleza a nivel nacional: la ratonera aperdizada (Cistothorus platensis, considerada vulnerable), la lechucita de campo (Athene cunicularia, casi amenazada) y el coludo grande (Emberizoides herbicola, también casi amenazada).

Tal cual preveían los investigadores, ninguna especie de ave de pastizal fue hallada en terrenos forestados de pinos o eucaliptos adultos. Unas pocas especies de ese ambiente, como la martineta (Rhynchotus rufescens), el volatinero (Volatinia jacarina) y el chingolo ceja amarilla (Ammodramus humeralis) sí fueron avistados en plantaciones jóvenes de eucaliptus, aunque con escasa incidencia.

Más que los nombres de las aves halladas en los puntos muestreados, lo que importa es lo que nos dicen esos distintos ensamblajes de aves de acuerdo a los diferentes ambientes. “La riqueza y diversidad de especies observada fue mayor en la vegetación nativa que en las plantaciones de árboles, pese a que estas últimas fueron muestreadas más intensamente”, aclaran los autores, tras realizar los análisis estadísticos correspondientes.

“Era esperable que no hubiera especies de pastizal en la forestación; el tema era ver en qué grado y si alguna lograba hacer uso de ese ambiente. Pero las poquitas que lo hicieron estaban en las plantaciones de eucaliptos bien jóvenes, que parecen ambientes abiertos, porque cuando los árboles no están muy altos, llega luz y hay especies herbáceas abajo, el ambiente estructuralmente se parece a un pastizal, lo que permite que algunas aves encuentren recursos”, resume el biólogo.

Mientras que en los pastizales las especies típicas de este ambiente representaron 42% del total observado, sólo llegaron a 18% en plantaciones de eucaliptos jóvenes y 0% en áreas forestadas con árboles adultos. Para decirlo de otro modo, en las zonas forestadas reinaban las aves generalistas –llegaron a constituir 82% de las especies observadas en áreas de eucaliptos jóvenes, pero sólo 8% en bosques nativos–, seguidas en menor grado por especies dependientes de bosques. Unas pocas, además, tenían una presencia muy dominante, como vimos. Siguiendo la lógica competitiva, las especies generalistas resultaron “ganadoras” en los ambientes modificados, y las especialistas de ambientes abiertos, “perdedoras”.

“Los ambientes nativos tenían mayor diversidad de especies comunes y dominantes que las áreas forestadas, reflejando no sólo una comunidad de aves más rica sino también una distribución más equitativa de la abundancia entre especies”, apunta el trabajo.

¿Y ahora qué pasa?

Los autores del trabajo advierten que “es esperable que el reemplazo sistemático de especialistas por generalistas lleve a una homogeneización biótica de las comunidades en el espacio y el tiempo, como consecuencia de la intensificación del uso de la tierra”. Lo que dicen, básicamente, es que el conjunto de especies (la biota) puede perder su identidad basada en la diversidad de especies nativas al quedar dominado por unas pocas especies generalistas, ampliamente distribuidas. Un mundo con más de lo mismo.

“Detectamos esta huella de homogeneización biótica en nuestro estudio, en el que los tipos de vegetación nativa tenían una mayor heterogeneidad en la composición de especies de aves que las plantaciones de árboles”, prosigue el trabajo, y agrega que los resultados “sugieren que la forestación podría estar actuando como motor de la homogeneización de las comunidades de aves a escala nacional”.

Pequeño bañado rodeado de plantación de pinos.
Foto: Martínez Lanfranco

Pequeño bañado rodeado de plantación de pinos. Foto: Martínez Lanfranco

Esto no significa que las áreas forestadas sean “desiertos verdes”, como suele plantearse en falsas dicotomías, del mismo modo que no son tampoco “oasis de conservación” para algunas especies, tal cual aclaran los investigadores. Algo que sorprendió a Martínez-Lanfranco, por ejemplo, es que algunas aves consideradas especialistas de bosques sí parecían verse favorecidas por la forestación; quizá porque en realidad son generalistas de bosques, sin importar cuáles sean.

“Hay especies que claramente se benefician. El tema es qué valor le da uno a las especies que se quiere conservar. Si el objetivo a nivel país es la diversidad de pastizal, porque es la que sufre más la transformación del hábitat, quizá el objetivo país debe estar en valorizar las especies de pastizal. Por eso no es una dicotomía en blanco y negro. Depende en última instancia de lo que la sociedad llegue a valorar”, dice Martínez-Lanfranco.

En algunas regiones del mundo, agrega, son incluso más las especies que ganan con la forestación que las que pierden. “Pero ¿qué es lo que importa, el número total de especies o las especies en peligro de conservación?”, se pregunta el investigador. Dicho en términos económicos, ¿importa que la riqueza neta sea mayor o que se reparta mejor con quienes están en peligro?

Por ejemplo, en los ocho meses de trabajo de campo, Martínez-Lanfranco esperaba encontrar en los pastizales cercanos a las áreas forestadas muchas especies que no halló, como los distintos tipos de capuchinos o la viudita blanca grande (Xolmis dominicanus). No era tarea de este trabajo analizar el porqué de esas ausencias, pero sí deja la puerta abierta para que futuros estudios puedan testear las posibles hipótesis sobre estos “faltazos”. ¿Esto ocurre porque se sobrepasó el límite de vegetación nativa modificada que toleran algunas especies a escala de paisaje? En otras palabras, es interesante investigar si hay especies de pastizal más sensibles al porcentaje de ambiente que es reemplazado, y si en algunas zonas podría haberse superado ya ese umbral de tolerancia a partir del cual no aparecen.

Además, dentro del entramado complejo que es un ecosistema, la sustitución de un ambiente por otro podría estar generando consecuencias no tan claramente visibles. Por ejemplo, que se produzca un “efecto borde” entre el ambiente natural y el artificial que beneficie especialmente a algunas especies y que estas desplacen a otras, o que los ambientes modificados favorezcan a especies que parasitan a otras nativas, perjudicándolas directamente. Está bien que queden interrogantes: un trabajo fructífero no se caracteriza tanto por los caminos que cierra sino por las vías que abre para futuras exploraciones.

Ver el bosque o el árbol

Para aportar a la pregunta central, que es la decisión sobre qué es lo que realmente interesa conservar, el trabajo recuerda que las comunidades de aves de pastizal están en peligro en la región y que la mayoría de las especies con un estatus de conservación preocupante en este bioma son justamente especialistas de pastizal.

Por lo tanto, prosigue, esas comunidades de aves necesitan mayores esfuerzos de conservación en paisajes con tierras forestadas que el global de la diversidad de aves. Naturalmente, es un problema general de cambio de uso del suelo, no exclusivo de la forestación. “Las aves especialistas de pastizal son bastante sensibles al cambio de la matriz”, señala el biólogo. Cualquier transformación de la matriz natural va en desmedro de las poblaciones nativas, algo que queda claro “cuando se cultiva soja de forma extensiva y las aves especialistas de pastizal desaparecen”.

La producción no se va a detener por ello, como bien sabe Martínez-Lanfranco. “El tema es ver cuál es la actividad más adecuada para preservar los valores naturales y al mismo tiempo para producir, porque, guste o no, pensar en un mundo sin producción no es real con el sistema tal cual funciona”, reflexiona. Eso, sin embargo, no implica que no se pueda o deba actuar. Trabajos como el suyo tienen valor porque brindan herramientas a los tomadores de decisiones, que es justamente uno de los aspectos más destacados en sus conclusiones. Para ayudar a la preservación de estas especies, es necesario cambiar la forma en que concebimos la protección en tierras forestadas, apunta el investigador.

Ningún pastizal es una isla

Hoy en día existen herramientas como la certificación forestal, una evaluación de buenas prácticas ambientales en esta industria de acuerdo a criterios de sostenibilidad. Pero volviendo al tema del comienzo, “muchos de los protocolos que se usan provienen de lugares donde el ambiente nativo es bosque”, dice Martínez-Lanfranco. Prima el concepto de que el bosque es lo importante, remarca, cuando nuestro ambiente dominante es el de los pastizales. “Pero actualmente no está muy claro que el objetivo de Uruguay sea ese. Se ve reflejado en las áreas protegidas, donde los pastizales están representados en forma ínfima, pero sin embargo son el ambiente que va a seguir recibiendo los efectos de degradación, transformación y fragmentación”, insiste.

Este trabajo pone en números la necesidad de cambiar de estrategia si lo que realmente desea conservar el país son los pastizales y las especies que habitan en ellos. “Demostramos que no hay ave de pastizales que use las parcelas forestales casi en ninguna condición; entonces ningún manejo forestal a nivel de parcela, que hay muchos y pueden ser muy beneficiosos para otras especies, es útil para las aves de pastizal”, apunta.

Expresado de otro modo, no son suficientes para el futuro de estas especies las buenas prácticas aisladas, menos aún en un panorama de posible expansión de la forestación. “El manejo tiene que ser a escala de paisaje. Debe ser multipredio, multipaisaje, para que esos relictos de pastizales no plantados, que están dentro de zonas forestadas o linderos a ellas, tengan un área efectiva más grande que pueda dar recursos a poblaciones viables y conectadas, para que además pueda darse ese flujo de colonización y conectividad”, afirma el biólogo.

Es decir, “aunque ese dueño de una forestal tenga conciencia y deje parches de pastizales sin plantar, no es suficiente. Hay que ampliar la mirada y, si bien mi estudio no lo evaluó, sí da cuenta de que con una mirada local de paisaje a las aves de pastizales les está yendo bastante mal”.

En el trabajo los autores concluyen que esta solución alternativa requeriría mantener grandes parches de pastizal funcionalmente conectados entre zonas forestadas, una idea que obliga a investigar muchos otros aspectos necesarios para determinar el tamaño y forma ideales de este sistema, a fin de garantizar un futuro a las especies dependientes de este hábitat.

Como bien dice Martínez-Lanfranco, un estudio es satisfactorio cuando culmina con más preguntas que las que planteaba al comienzo. Muchas de ellas servirán de insumos futuros para los investigadores, pero hay una que va dirigida a las autoridades y por extensión a toda la sociedad. ¿Qué deseamos conservar? Quizá, para responderla, convenga regresar al origen (tanto al de la nota como al del país). Como buenos uruguayos, los pastizales y los seres que viven en ellos sufren del complejo del bajo perfil y la tendencia a la subvaloración. Es un buen momento para sacudirse esa inercia histórica y reivindicarlos.

Artículo: “Avian community response to a novel environment: Commercial forestry in the Campos grasslands of South America”
Publicación: Forest Ecology and Management (octubre de 2021)
Autores: Juan Andrés Martínez-Lanfranco, Francisco Vilella, Darren Miller.