Surgió probablemente en el mar Negro y el mar Caspio, esos dos ojos de agua encasquetados entre Asia y Europa, pero se expandió con éxito a todas partes del mundo. Contó con ayuda, por supuesto. Para lograrlo abordó barcos y de allí saltó a cosechar la riqueza de los mares nuevos que iba conquistando.
No hablamos de los cosacos de Azov ni del pirata genovés Vaca Buba ni del corsario gitano Vulchan, aunque la descripción les cabe bastante bien. La protagonista de esta odisea, si bien fue más exitosa a la hora de dar la vuelta al planeta, tiene un perfil mucho más bajo. Tanto, que a veces pasan años antes de que alguien se percate de que está allí, multiplicándose en aguas extrañas.
Nos referimos a Blackfordia virginica, una medusa cuyo probable origen es el mar Negro. A diferencia de las medusas (escifomedusas, para ser más precisos) que suelen alejar a los bañistas del agua con sólo asomar sus campanas gelatinosas y sus largos tentáculos, mide cerca de un centímetro de diámetro. Ni siquiera es urticante, como sí ocurre con otras medusas pequeñas como la molesta Liriope tetraphylla (popularmente llamada tapioca), lo que tampoco ayuda a que se le preste demasiada atención. Sin embargo, puede ser una estupenda depredadora y una invasora eficaz.
Aunque por su escaso tamaño tiene una dieta basada en organismos planctónicos, como copépodos y otros pequeños crustáceos, no discrimina a la hora de elegir el menú. Se ha comprobado que depreda desde fitoplancton hasta larvas y huevos de peces, entre otras opciones de una amplia variedad alimenticia que sin dudas la ha ayudado a establecerse con éxito en todo lugar al que llega. Sola puede parecer insignificante, pero en la unión está su fuerza. Blackfordia virginica, al igual que tantas otras medusas, forma blooms, es decir, grandes concentraciones de individuos cuyos apetitos combinados no son nada despreciables. En el estuario Mira (Portugal), por ejemplo, llegaron a registrarse 982 de estas medusas en un metro cúbico.
Su efecto es doble: en algunas regiones, como Mira y otros estuarios de Portugal, se ha comprobado una gran disminución de copépodos y huevos de peces, lo que a su vez implica una reducción del alimento disponible para otras especies. Y aunque la salud de la comunidad de zooplancton pueda parecer poco importante a quien cree que solamente el tamaño importa, es esencial para mantener la vida oceánica. Es, digamos, la ficha básica del dominó de todo ese ecosistema. Si se tambalea, sus efectos se harán sentir en toda la red alimenticia.
¿Cómo se las ha ingeniado esta pequeña hidromedusa para conquistar Europa, Sudáfrica, Estados Unidos, México, casi toda Sudamérica, China e India, entre otras regiones? Con una ayudita del ser humano, como suele ocurrir con las especies invasoras. Se cree que viaja como polizón en el agua de lastre de los barcos y, una vez devuelta al mar, prospera gracias a su resistencia, flexibilidad y tolerancia. La superficie de las embarcaciones también podría servir de vehículo a estos animales cuando se encuentran en fase de pólipo, como se llama al estadio temprano de la especie.
Mantener un perfil bajo la ha ayudado a prosperar en silencio, ignorada al lado de otros invasores más ilustres. A veces, se la encuentra cuando ni siquiera se la busca.
De gelatina, parece gelatina
La bióloga Victoria Vidal, del Centro Universitario Regional Este (CURE), empezó a estudiar a las medusas en 2017, aunque ella aclara que tiene interés por “los gelatinosos en general”, como se denomina a ese amplio conjunto de criaturas marinas de frecuente mala reputación y de las que las medusas son sólo sus referentes más ilustres. Lo que le interesa particularmente es “el potencial rol ecológico de los gelatinosos y su interacción con otras fracciones del zooplancton, como por ejemplo larvas y huevos de peces”.
Ese interés por el zooplancton en general, esa comunidad de pequeños organismos errantes que flotan en los sistemas acuáticos, la motivó a hacer su tesis de licenciatura sobre nuestras conocidas medusas y los ctenóforos, que se caracterizan por fabricar una sustancia pegajosa con la que capturan a sus presas. Su objetivo fue analizar la abundancia de ambos y sus dinámicas en el paisaje protegido Laguna de Rocha, sistema salobre que tiene la particularidad de conectarse con el mar por la apertura y cierre de una barra de arena. Por eso mismo su estudio también incluyó las aguas costeras adyacentes.
Aprovechó para ello las salidas de campo de la bióloga Irene Machado, que para su tesis de doctorado salió un año entero a “rastrillar” las aguas de la laguna y las áreas costeras usando dos instrumentos: una red cónica de plancton y una rastra epibentónica, un dispositivo con una red de malla que parece salido de la película Water World y que les permitió recoger muestras de zooplancton gelatinoso. Machado pasó las redes 15 veces en total en seis puntos distintos, cuatro de ellos dentro de la laguna y los otros dos en la costa atlántica, tanto con la barra de arena abierta como cerrada. La frecuencia de los muestreos fue mayor con el sistema de la laguna abierto, a fin de poder medir su efecto en la comunidad de zooplancton gelatinoso. Además, se midió la temperatura, la salinidad y el nivel de clorofila en el agua, entre otros datos.
El organismo más presente en los muestreos, tanto en la laguna como en el área costera, no fue sorpresa para nadie: nuestra irritante tapioca. También se identificaron varias especies de ctenóforos e hidromedusas, pero hubo una presencia importante que pasó inadvertida entonces.
Cuando un tiempo después Vidal viajó hasta Bahía Blanca (Argentina) para hacer la identificación de los especímenes, en conjunto con María Sofía Dutto, del Instituto Argentino de Oceanografía, descubrió que entre ellos había un visitante exótico: la ya mencionada medusa Blackfordia virginica. El dato era importante por varios motivos. En primer lugar, porque no existía registro de esta hidromedusa en nuestras costas. En el Atlántico sur fue detectada por primera vez en 1963 en el noreste de Brasil (en Paranaguá) y recién 40 años después en el Río de la Plata, del lado argentino, así como ocurriría poco después en estuarios de la costa sur de Brasil. En segundo lugar, porque su aparición se produjo dentro de un área protegida, considerada reserva mundial de biósfera para la Unesco e integrante del listado de humedales con relevancia internacional que elabora la Convención Ramsar. “Era relevante darlo a conocer”, como explica la propia Vidal.
Hasta este registro no sabíamos nada sobre su abundancia en nuestras costas, sus dinámicas temporales u otros datos cuantitativos. El trabajo de Vidal reveló, sin embargo, que esta hidromedusa se encuentra muy a gusto en las aguas poco profundas de la Laguna de Rocha. Quizá demasiado.
La entrañable transparencia
Si bien las investigadoras realizaron los muestreos tanto dentro de la laguna como en las aguas costeras, Blackfordia virginica sólo fue encontrada dentro de la laguna de Rocha. Demostró ser más abundante en febrero –como suele decirse de las medusas en general– con un pico de densidad de 17 individuos por metro cúbico en este mes. En invierno estuvo ausente por completo, de acuerdo a estos registros, y en primavera comenzó a aparecer tímidamente.
Además, fue colectada en rangos muy amplios de salinidad y temperatura del agua, aunque con una clara correlación entre abundancia de individuos y temperaturas más elevadas.
¿Por qué esta hidromedusa se siente tan a gusto en la laguna de Rocha? “Probablemente porque la laguna es somera y adquiere una temperatura mayor que el mar, algo que la favorece bastante”, responde Vidal, aunque aclara que hay muchas cosas pendientes de estudio para responder la pregunta. Por ejemplo, si en la laguna hay condiciones que favorezcan a los pólipos de la especie (más allá de que aún no hay registros en esta fase). “Que no la hayamos detectado en el mar no quiere decir que no ocurra allí, porque de hecho entra claramente por el mar, cuando la barra está abierta”, agrega la investigadora.
Ese ambiente llano y de agua salobre parece favorecer entonces el crecimiento de esta hidromedusa, especialmente en períodos más cálidos y con la barra cerrada, pero “es necesaria más investigación para evaluar el efecto del cierre de la laguna en su abundancia”, señala el trabajo.
Los números registrados son similares, en cuanto a abundancia, a los analizados en Argentina en 2006 y a los detectados en 2009 en bahías poco profundas del sur de Brasil. “Esto podría sugerir que Blackfordia virginica muestra abundancias menores que algunos estuarios templados del norte o que esta hidromedusa está todavía en una etapa temprana de establecimiento en la zona de estudio”, apuntan las investigadoras, un dato importante al tratarse de una especie potencialmente invasora.
La llegada de esta hidromedusa al estuario del Río de la Plata parece obedecer a los mismos motivos que se aducen para explicar su exitoso peregrinaje por el mundo: el intenso tráfico transoceánico de barcos en la región. Su presencia suele estar asociada a los ambientes antropizados y con mucho tráfico marítimo, como puertos y bahías.
En resumen, se trata de un organismo eurihalino (con alta capacidad para adaptarse a amplios rangos de salinidad) y con una dieta diversa, que le permite establecerse con éxito en las regiones a las que arriba. Lo que ocurre una vez que lo hace ya es otra historia.
Lo esencial y lo invisible
La notable tolerancia ambiental de esta especie y su rápido crecimiento facilitan la invasión de los ecosistemas a los que entra, casi como un fantasma que acecha aguas extrañas. “Monitorear la especie en los hábitats invadidos y comparar las abundancias en varios puntos geográficos es fundamental para entender la dinámica de su invasión”, apuntan las investigadoras en el trabajo.
Recientes trabajos regionales dejaron en claro que es necesario desarrollar registros estadísticos sobre la introducción de especies marinas en el Atlántico sur. “Esto significa que las invasiones biológicas derivadas de las actividades globales antrópicas (causadas por el ser humano) deben ser consideradas un tema de importancia regional con potenciales impactos ecológicos y económicos. En ese sentido, detectarla en forma temprana podría ser extremadamente importante en áreas protegidas como la laguna de Rocha”, agregan.
Es muy temprano para saber si la especie seguirá multiplicándose dentro de la laguna y si ello provocará consecuencias negativas para toda la red alimenticia de la laguna, como ha ocurrido en otros sitios. “Se necesita más investigación, incluyendo un estudio del ciclo de vida de Blackfordia virginica, para entender adecuadamente el grado de establecimiento de esta especie y su impacto potencial en la laguna”, indica el trabajo. Por ejemplo, cuenta Vidal, haciendo muestreos para detectar a la especie en su fase de pólipo en nuestras aguas, distinguir presencia y abundancia de sexos, así como de ejemplares juveniles, y corroborar si realmente ya está establecida, como se supone.
“Creo que es un motivo para monitorearla e indagar qué impacto real puede tener en otras fracciones de zooplancton en la laguna, ya que en otras partes del mundo se sabe que se producen impactos negativos. Pero también es importante monitorear todo el zooplancton gelatinoso, que es un gran consumidor de otros organismos del zooplancton”, insiste la investigadora.
Para peor, Blackfordia virginica puede contar con otras ayudas de origen humano. En el escenario actual de calentamiento global y regional, “los efectos de la temperatura de las aguas podrían contribuir a la expansión de poblaciones de Blackfordia virginica, promoviendo su establecimiento y crecimiento en ambientes invadidos”, advierte el trabajo.
La precaución está justificada. Las especies invasoras constituyen una de las principales causas de la pérdida de biodiversidad en el planeta, aunque la conciencia sobre su impacto sea relativamente reciente. Subestimar el daño de la llegada de una especie exótica es la piedra con la que el ser humano viene tropezando no una o dos, sino decenas de veces.
La medusa del mar Negro, menos ilustre en estas regiones que otros polizontes invasores del agua de lastre, como el mejillón dorado, cuenta también con la ventaja de pasar casi inadvertida, pero su eficiencia, capacidad de propagación, tamaño pequeño y relativa escasez de depredadores naturales hacen difícil su erradicación una vez que se establece. Es motivo suficiente para prestar mucha atención a lo que hace dentro de una de nuestras áreas protegidas y el posible impacto que puede causar al resto de los organismos que viven allí. Las medusas de largos tentáculos y las irritantes tapiocas suelen llevarse toda la atención en el verano, pero quizá, como en tantas cosas, lo esencial aquí es lo que nos está resultando invisible a los ojos.
Artículo: “First record of the non-native medusa Blackfordia virginica (Hydrozoa, Leptomedusae) on the coast of Uruguay, Southwestern Atlantic”
Publicación: Ocean and Coastal Research (noviembre de 2021)
Autores: Victoria Vidal, María Sofía Dutto, Irene Machado.