Entramos al laboratorio. La actividad eléctrica de nuestro cerebro está a pleno. Los impulsos eléctricos se transmiten de neurona en neurona a una velocidad y cantidad abrumadoras mientras caminamos frente a los freezers, observamos el equipamiento y especulamos sobre los experimentos en desarrollo. Nuestras neuronas procesan información y envían señales, conectadas en intrincadas redes, de la cabeza a los pies. Pero nuestro cerebro no es lo único con actividad eléctrica en el salón. Allí, en la mesada, en esa placa de vidrio, hay una pequeña masa viscosa, una esfera apenas más grande que una semilla de sésamo. No tiene mucha pinta, pero ese moco es un organoide cerebral, también conocido como minicerebro.

¿Qué es un minicerebro?

Los minicerebros son una versión miniatura y simplificada de una porción de cerebro humano. Algunas de sus células gliales y sus neuronas se interconectan entre sí formando redes y generan y propagan impulsos nerviosos. Podrían incluso ser tus neuronas, si fuiste una de las personas donantes de tejido. Y no haría falta abrirte la cabeza para ello: bastaría con tomar un pequeño trozo de piel de tu brazo. Como bien menciona el divulgador científico Phillip Ball, no podemos decir que estos impulsos eléctricos que recorren las células del minicerebro sean “pensamientos”, pero sin duda son su materia prima.

Los organoides cerebrales permitieron estudiar el cerebro humano como nunca antes. Constituyen, entre otras cosas, un modelo para analizar en detalle el desarrollo del cerebro, a la vez que permiten la utilización de técnicas y análisis que hasta ahora sólo era posible realizar en animales de experimentación. Y no paran de mejorar: día a día estos modelos se vuelven más y más sofisticados y duraderos, reproduciendo de forma cada vez más fiable diversas características de nuestro cerebro. Modelos más próximos significan mejores abordajes y un mayor entendimiento de nuestro sistema nervioso y sus patologías. Pero en simultáneo, los minicerebros también trajeron consigo desafíos éticos inéditos, y potencialidades que hacen que hoy en día profesionales de las biociencias, la medicina, la bioética y la filosofía debatan muy seriamente preguntas y escenarios que hace poco eran considerados ridículos.

En cuanto a semejanzas, en octubre de 2019 un grupo de investigación liderado por Alysson Muotri reportó la creación de organoides cerebrales que generaban ondas de actividad eléctrica coordinadas, con un patrón similar al observado en los electroencefalogramas de bebés prematuros. Poco más de un año después, en febrero de este año, un artículo publicado en Nature Neuroscience por Aaron Gordon y colaboradores describe una minuciosa caracterización genómica y funcional de minicerebros mantenidos en cultivo por un tiempo prolongado, en donde demuestran que, a medida que maduran, exhiben muchos hitos moleculares que coinciden con aquellos presentes en el desarrollo humano hasta etapas posnatales.

Por tanto, es un buen momento para conversar de minicerebros, el trabajo reciente de Gordon y colaboradores, y las posibilidades y cuestionamientos acerca de este modelo que a primera vista tiene el poder de fascinar e inquietar por partes iguales.

¿Cómo se generan los organoides?

Los organoides se forman a partir de células pluripotenciales, o sea, células con la capacidad de formar todas las células del cuerpo, como lo son las células madre embrionarias. Pero estas células son escasas y difíciles de conseguir. Por suerte, hace un tiempo que sabemos que las células son más flexibles de lo que parece, y que podemos tomar distintas células del cuerpo, aplicarles algunas técnicas genéticas y devolverlas a su estado pluripotencial inicial. A estas células obtenidas se les llama células madre pluripotentes inducidas, y actúan igual que las células madre embrionarias.

Si exponemos estas células a distintos factores y señales químicas o genéticas, podemos dirigir su desarrollo hacia el destino que queramos. Así, si una célula adquiere el destino de ser una célula de riñón o páncreas, van a estar predispuestas a crecer (multiplicarse) y formar estructuras similares a estos órganos. Pero hay que tener claro que no son riñones ni páncreas reales, ni siquiera una versión miniaturizada; no vamos a ver un microrriñón al microscopio con su característica forma de poroto. Pero tampoco es una masa desordenada de células. Los organoides contienen el mismo tipo de células especializadas que el órgano en cuestión; el tejido que forman es una aproximación bastante digna, y posee algunas funciones y características en su desarrollo similares a su par real.

Si bien la generación de organoides no es un proceso sencillo, tampoco implica elementos ultrasofisticados. El proceso se apoya en la capacidad de las células de autoorganizarse. Luego del empujón inicial, dados un medio de cultivo con las condiciones adecuadas para sostener y nutrir a las células de forma que puedan generar una estructura tridimensional, las células hacen mucho del trabajo por sí mismas.

¿Para qué generar organoides?

Los organoides cerebrales hicieron su aparición en 2013, generados durante los estudios de posdoctorado de Madeline Lancaster –quien hoy es una referente en el tema– en el Instituto de Biotecnología Molecular de Viena. Desde entonces, la expansión en el uso y desarrollo de los minicerebros ha sido asombrosa y no para de crecer.

Y no es para menos: los organoides de cerebro pueden generarse con características de diferentes regiones del sistema nervioso, y modelar distintos tipos de patologías, como el cáncer, la enfermedad de Parkinson o el Alzheimer, entre otras. Esto permite estudiar su progresión en gran detalle in vitro, achicando la brecha entre los resultados obtenidos en modelos animales y pacientes humanos, evaluar la acción de diferentes fármacos, o utilizar técnicas moleculares y genéticas en células nerviosas humanas que no serían posibles de otra forma. Además, como los minicerebros pasan por un proceso de desarrollo similar al cerebro fetal humano, son una gran oportunidad para estudiar patologías y alteraciones del neurodesarrollo.

Como muestra, un botón. Estudios con minicerebros humanos realizados entre 2016 y 2017 permitieron identificar posibles sitios de acción relacionados con la microcefalia inducida al feto por el virus Zika durante el embarazo. Es muy difícil en estos casos acceder a muestras biológicas para su estudio, pero muy fácil infectar un minicerebro con el virus del Zika. Estos hallazgos abren la posibilidad al diseño de fármacos específicos para esos sitios que puedan prevenir la aparición de esta enfermedad en embarazos de madres infectadas.

Paralelismos del in vitro e in vivo

El trabajo reciente de Gordon y colaboradores mencionado al inicio constituye el último corrimiento de los límites y alcances de los minicerebros. Por primera vez se evaluó si el desarrollo de los minicerebros imita no sólo lo que ocurre en el cerebro fetal durante su desarrollo embrionario, sino también lo que ocurre después, en el período posnatal.

Para hacer esta comparación los autores crearon muchos organoides de corteza cerebral humana a partir de células madre pluripotentes inducidas, que a su vez se obtuvieron de células de cinco donantes sanos (cuatro hombres y una mujer). Estos minicerebros fueron mantenidos en cultivo (in vitro) por 694 días, el mayor período de tiempo reportado hasta el momento. En este proceso, se tomaron muestras de los minicerebros en 13 momentos, de forma de evaluar el desarrollo temporal de distintas características genéticas y funcionales. Hasta ahí, todo bien. Pero para poder comparar se necesita una contrapartida de esas características en el feto y posterior bebé. Para eso utilizaron BrainSpan, una base de datos de libre acceso apoyada por diversas instituciones científicas, que sirve como referencia in vivo de los mecanismos moleculares del desarrollo cerebral humano.

Una de las primeras cosas que hicieron entonces fue comparar los cambios en la expresión génica ocurridos durante la maduración de los minicerebros con aquellos que se observan en el desarrollo de la corteza cerebral in vivo en humanos. Para esto analizaron sus transcriptomas a lo largo del tiempo, es decir, todas las moléculas de ARN contenidas en las muestras. Al ser el ARN, de forma muy general, un paso intermedio entre el ADN y las proteínas, podemos secuenciarlo y tener una idea de cuáles genes están más o menos activos en un tiempo determinado. Tal cual esperaban, observaron una correspondencia muy fuerte entre los transcriptomas in vivo e in vitro, o sea que el minicerebro atraviesa cambios en la expresión génica muy similares a los observados en humanos. Estos datos resultaron muy relevantes, porque además permitieron establecer una correspondencia temporal entre las etapas de desarrollo humano y el minicerebro. Con estos estudios determinaron que la transición entre las etapas prenatal y posnatal –el parto del minicerebro– ocurre alrededor de los 250-300 días in vitro.

Al encontrar un paralelismo tan grande entre la expresión génica in vivo e in vitro, pasaron a evaluar otras moléculas y procesos biológicos conocidos que ocurren durante el desarrollo de la corteza cerebral. Realizaron un análisis detallado de la generación de neuronas, la función sináptica, presencia de distintas enzimas y proteínas regulatorias, marcas epigenéticas y cambios en la conformación y estructura de complejos proteicos característicos del desarrollo posnatal. En todos estos elementos encontraron grandes similitudes, o sea que los minicerebros recapitulan bastante bien la maduración de la corteza in vivo.

Claro que hay algunos elementos que no coinciden del todo, ya que el minicerebro no deja de ser un modelo de un trozo aislado de sistema nervioso. De hecho, muchos de los elementos en donde observaron discrepancias son probablemente explicados por la falta de la estimulación que genera la información proveniente de otras regiones del cerebro y el cuerpo en desarrollo. El cerebro genera, pero también recibe una infinidad de mensajes, y esa comunicación es fundamental para su desarrollo.

Aun así, este trabajo fue la primera demostración de que los minicerebros pueden madurar lo suficiente para adquirir algunas características posnatales. Esto es de gran relevancia, porque potencia la utilidad de los minicerebros para estudiar procesos del desarrollo de forma más completa, y evaluar posibles efectos a nivel posparto de alteraciones en la expresión génica durante el embarazo. Todo ello, en resumen, puede acelerar la comprensión de enfermedades del desarrollo cerebral en etapas tempranas.

Cerebros en frascos

El trabajo del grupo de Muotri mencionado al principio, en el que reportaron la generación de un minicerebro con ondas de actividad eléctrica similares a las de los bebés prematuros, sacudió las estanterías y llevó a nuevas preguntas y preocupaciones. Después de todo, la actividad eléctrica coordinada es una de las propiedades del cerebro consciente.

¿Eran esos minicerebros conscientes? ¿Puede un minicerebro desarrollar conciencia? ¿Deberían poseer entonces estatus moral? ¿Dónde trazar la línea? Preguntas manejadas en ambientes puramente especulativos se volvieron de pronto bien reales. Actualmente, hay acuerdo en que aún no se ha desarrollado un minicerebro consciente. Sin embargo, una frase repetida en los artículos que examinan los organoides cerebrales dice algo así como que “en el futuro, los investigadores pueden ser capaces de cultivar organoides cerebrales con estructuras más complicadas durante mayores períodos de tiempo”. El trabajo de Gordon y colaboradores es un ejemplo de eso.

Actualmente el tamaño (y en cierta medida la complejidad) de los minicerebros está muy limitado, ya que no poseen un sistema vascular. Por lo tanto, los nutrientes y el oxígeno llegan a las células del minicerebro por simple difusión; si fueran más grandes, estos no alcanzarían las células más profundas del organoide. Esta limitante podría superarse más pronto que tarde mediante avances en el uso del bioprinting 3D, que dicho de forma sintética es como una impresora 3D, sólo que en vez del polímero plástico su tinta son células vivas inmersas en un gel biocompatible. Combinado con técnicas clásicas, puede armarse un andamio de polímero biocompatible que sirva de armazón y recubrirlo de células que podemos impulsar hacia un destino celular particular. Aunque incipientes, con esta técnica ya se han generado tejidos in vitro que contienen elementos vasculares.

No es absurdo, por lo tanto, considerar la posibilidad real de que los minicerebros puedan en el futuro desarrollar conciencia. Frente a este panorama, y previendo esa posibilidad, crece desde ya una fuerte necesidad y también una demanda por parte de las personas que trabajan con este modelo, de un marco neuroético claro y apropiado que sirva de guía para su uso y que ayude a lidiar o reconocer límites en posibles situaciones futuras.

Es una discusión actual y que aún parece lejos de resolverse, empezando por el hecho de que lo primero que quedó claro con este debate es que no tenemos del todo claro cómo definir la conciencia. No hay un consenso al respecto, sino que tenemos diversas teorías, formas de medirla y considerarla, a veces con delimitaciones muy claras y rígidas, otras con bordes más difusos. Difícil llegar a precisar directrices éticas eficaces basadas en la conciencia sin una definición clara de esta.

Según el filósofo Ned Block, podemos distinguir entre una “conciencia “fenomenal” y una “conciencia de acceso”. La fenomenal se apoya principalmente en la experiencia subjetiva de la percepción, en la información captada del mundo exterior y también de los estados del cuerpo. La conciencia de acceso, por otro lado, implica acceder a la información de la mente y utilizarla, ya sea a través de procesos mentales o de comportamiento. Un minicerebro no tiene sistemas sensoriales, ¿cómo podría entonces tener acceso a la información del mundo? Mucho menos procesarla o interpretarla. Nada más que discutir. Bueno... los minicerebros no tienen receptores sensoriales, es cierto, pero los organoides pueden conectarse entre sí y formar lo que se llama “asembloides”. Un trabajo de 2019 (Yangfei Xiang y colaboradores) reportó el establecimiento de conexiones recíprocas entre dos minicerebros de distintas regiones cerebrales: un organoide de corteza cerebral y un organoide del tálamo, que en nosotros funciona como una puerta de entrada de la información sensorial. Por otro lado, ya en 2017 (Paola Arlotta y colaboradores) se describió un minicerebro que contenía células sensibles a la luz, como las que están presentes en la retina. Cuando eran expuestas a la luz, las neuronas del minicerebro se activaban. Esto no significa que estuviera “viendo” ni procesando esa información, pero sí indica que los circuitos funcionaban. ¿Qué pasaría entonces si se conecta este organoide que tiene células sensibles a la luz con el organoide del tálamo, que a su vez conecta con el de la corteza? ¿Y si a este asembloide se lo conecta con un organoide efector, algo que pueda responder a la activación, como puede ser un organoide de músculo? Suena técnicamente cercano y realizable. Qué significaría eso realmente para ese minicerebro, sin embargo, resulta todavía poco evidente.

Frente al desconcierto y dificultades en las definiciones, hay quienes buscan establecer parámetros prácticos y estandarizados que marquen el límite a cruzar para atribuir conciencia o estatus moral en los minicerebros. El filósofo italiano Andrea Lavazza, por ejemplo, propuso utilizar el índice de complejidad perturbacional, una herramienta que mide la complejidad del electroencefalograma en respuesta a la estimulación magnética del cerebro. Esta técnica se utiliza para la evaluación clínica en personas con daño cerebral o en estado vegetativo, ya que es independiente de la capacidad de la persona de interactuar con el ambiente. Sin embargo, se ha criticado que esta técnica, pensada para cerebros ya desarrollados, sería demasiado avanzada para los minicerebros. Otros grupos de investigación proponen, en cambio, que el límite debería estar en la adquisición de capacidades complejas particulares, como por ejemplo la capacidad de aprendizaje.

Ninguna propuesta termina de convencer, aunque eso, también hay que decirlo, no preocupa a todo el mundo. El año pasado, la periodista científica Sara Reardon recopiló para Nature las opiniones de varias personas que trabajan con organoides cerebrales, y en general hay consenso en que aún no hay minicerebros con conciencia –pese a las definiciones borrosas–, pero que podría ocurrir en cualquier momento. Muotri, por su parte, señala que quizás sea necesario en algún momento que los minicerebros adquieran conciencia para tener un modelo más semejante al cerebro humano, y remarca que se trabaja con ratones de laboratorio, seres conscientes, sin mayores problemas. Vale recordarle a Muotri que el trabajo con esos ratones está firmemente regulado y bajo una rigurosa ordenanza bioética, justamente, por ser seres conscientes.

Al hablar de conciencia y minicerebros es fácil converger en la imagen del cerebro en un frasco, en el cual un cerebro sumergido en líquido con nutrientes y oxígeno se encuentra conectado a una supercomputadora que simula una realidad al administrar y controlar los impulsos eléctricos sobre ese cerebro. De esta forma, el cerebro ve y siente, y la persona dueña de ese cerebro experimenta la ilusión de una realidad perfectamente normal. Este ejercicio filosófico, muy utilizado para explorar las bases del escepticismo, fue popularizado por las críticas del filósofo Hilary Putnam en 1981, y con distintas variaciones permeó fuerte en nuestra cultura. Imposible no pensar en la película Matrix (1999), basada en la misma premisa, aunque con vidas más interesantes.

Sin intentar abordar la pregunta, aún sin resolver, de si somos o no cerebros en frascos, la imagen sirve para ilustrar que cuando hablamos de conciencia, muchas veces vemos el cerebro como algo aislado, olvidándonos en el camino de algo simple y fundamental: el cerebro es un órgano del cuerpo. No podemos olvidarnos de la carne, de nuestro anclaje orgánico. El cuerpo no es accesorio, es central para el pensamiento y para la conciencia de nosotros mismos. El cerebro no sólo controla el cuerpo, establece un diálogo continuo y fluido, un intercambio de información y de sustancias que va en las dos direcciones. Nuestra experiencia corporal moldea en muchos sentidos nuestra representación del mundo.

Las aristas son múltiples, y esta muestra no deja de ser un simple bosquejo de una discusión en marcha. Aquí, como en otras cuestiones ético-científicas que nos interpelan como humanos, la ciencia revela las preguntas, las enmarca y aporta información, pero no puede contestarlas sola.

Mezclas biológicas

Otro cuestionamiento ético relevante respecto del uso de organoides cerebrales que vale la pena mencionar, aunque sea brevemente, es la generación de quimeras. Una quimera implica la coexistencia de células de dos o más organismos distintos, manteniendo su función e identidad en un único individuo.

La palabra “quimera” es potente, y puede evocar en nosotros imágenes de fantasías y monstruos al estilo de La isla del doctor Moreau, la novela de HG Wells, pero este fenómeno puede ocurrir en la naturaleza, aunque de forma mucho menos dramática. Un ejemplo es cuando se funden, en etapas tempranas del desarrollo, los embriones de gemelos no idénticos. El resultado será una persona completamente normal, pero formada por dos linajes de células diferentes, cada uno con su propio ADN.

Los minicerebros sobreviven bastante bien en la placa de vidrio, pero la placa tiene sus limitaciones. Entonces, colocarlos en un nicho biológico (es decir, en un animal) podría ayudar a que se nutran y desarrollen mejor y de forma independiente: podrían beneficiarse de la interacción con la complejidad de señales que existe en un ambiente biológico real. Esta es una perspectiva presente y en discusión, y si bien se suele aclarar que no parece que se vayan a realizar quimeras de organoides cerebrales humanos y animales a corto ni a largo plazo, no todos están tan convencidos.

En 2013, un grupo de investigación dirigido por Steven Goldman y Maiken Nedergaard administró células progenitoras de células cerebrales humanas (células de la glía) en ratones recién nacidos, inmunodeficientes. Es importante recalcar que aquí no se usaron organoides, sólo las células progenitoras. Las células se desarrollaron en astrocitos humanos funcionales. En los resultados, publicados en la revista Cell, se observa cómo, una vez adultos, estos ratones tuvieron una mejor performance en pruebas estándar de aprendizaje y memoria. Antes de saltar a grandes conclusiones, la verdad es que no sabemos bien qué ocurrió en esos cerebros de ratón para generar esas mejoras o lo que eso significa realmente, pero, por lo pronto, sí podemos decir que la presencia de células humanas no fue una presencia inerte.

Es probable que la posibilidad de generar quimeras con organoides humanos vaya a plantearse de forma repetida, por lo que la discusión actual resulta fundamental, así como la actualización de regulaciones éticas respecto del uso de quimeras frente a los avances en el desarrollo de organoides. Si bien el tema merece muchas líneas más, es justo decir que estos avances biológicos están poniendo en duda viejas certezas y abriendo posibilidades inusitadas que generan el desafío de discutir a qué construcciones de sociedades futuras apuntamos, dónde trazamos la línea, cómo y por qué.

Los organoides y nosotros

Los organoides están vivos en toda regla, y aunque no son por completo órganos humanos, tampoco son sólo células sueltas. Sus posibilidades a futuro nos son algo inciertas, y genera inquietud no tener del todo claro cómo relacionarnos con ellos. John Aach y sus colaboradores publicaron un trabajo en 2017 en el que proponen llamar a los organoides “entidades humanas sintéticas con características similares a embriones”, SHEEF, por su sigla en inglés. El nombre no es muy atractivo ni cómodo, pero es certero. Son humanos porque las células provienen de humanos; son sintéticos porque no se generan por sí mismos en la naturaleza; tienen características similares a embriones, como ya vimos; y son entidades porque bueno… es una forma de llamar a esas cosas que no sabemos bien cómo llamar.

Es un desafío necesario resolver cómo nos relacionamos con estos elementos, y anticipar preguntas y respuestas frente a las posibilidades que aparecen con el refinamiento y avance de los minicerebros.

Artículo: “Long-term maturation of human cortical organoids matches key early postnatal transitions”.
Publicación: Nature Neuroscience (febrero de 2020).
Autores: Aaron Gordon, Se-Jin Yoon, Stephen Tran, Christopher Makinson, Jin Young Park, Jimena Andersen, Alfredo Valencia, Steve Horvath, Xinshu Xiao, John Huguenard, Sergiu Pașca, Daniel Geschwind.

Título: “Complex Oscillatory Waves Emerging from Cortical Organoids Model Early Human Brain Network Development”.
Publicación: Cell Stem Cell (2019).
Autores: Cleber Trujillo, Richard Gao, Priscilla Negraes, Gene Yeo, Bradley Voytek, Alysson Muotri.

Título: “Potential Ethical Problems with Human Cerebral Organoids: Consciousness and Moral Status of Future Brains in a Dish”.
Publicación: Brain Research (2020).
Autores: Andrea Lavazza.