Este 23 de mayo se conmemoran 127 años del nacimiento de Clemente Estable (1894-1976). Como todos los años, en su honor se celebra el Día del Investigador, la Ciencia y la Tecnología, de acuerdo a la Ley 17.749, promulgada por unanimidad en Parlamento Nacional en 2004.
Este es un momento adecuado, entonces, para hacer una pausa y recordar algunos aspectos de su vida y su obra como aportes a una reflexión activa acerca del futuro de la ciencia Uruguay.
Clemente Estable fue el noveno hijo de una familia forjada por inmigrantes italianos. Afincados en las inmediaciones de la estación Margat, en el Canelones rural en las cercanías de Santa Lucía, en 1897 se radicaron en Montevideo.
Estable logró combinar a lo largo de su vida una formidable dedicación al trabajo con base en su vocación y la valoración de la educación como herramienta de superación individual y colectiva. El Uruguay de principios del siglo XX fue propicio para acoger a este tipo de personalidades, un país que, al decir del historiador Gerardo Caetano, es “hijo de la educación”.
Pensemos, por ejemplo, en la trayectoria del doctor Miguel Rubino, célebre veterinario uruguayo que realizó una actividad pionera en el campo de las enfermedades infecciosas en animales y seres humanos en el país. Con Estable compartieron su humilde origen en el interior del país, de familias de inmigrantes italianos, su compromiso con la educación, la docencia en enseñanza primaria y secundaria, y luego, la investigación científica, incluyendo sendos viajes de estudio y deslumbramiento a Europa, propios de la época (Estable, junto a Ramón y Cajal en Madrid; Rubino, en el Instituto Pasteur de París).
Pero compartieron otras cosas, como sus cercanías a las concepciones educativas de Carlos Vaz Ferreira y, fundamentalmente, la humildad y la austeridad, propias de los grandes hombres y expresadas en la economía de gestos y palabras banales. También ambos fueron cofundadores de la Sociedad de Biología de Montevideo en 1928.
Sobre su amigo Rubino, con motivo de su muerte en 1945, Estable diría: “Generoso en todo, siempre los otros eran primero; él después o nunca. [...] Dueño y señor de su modestia, nada ni nadie pudo alterarla”.
El doctor Fernando Mañé Garzón, destacado médico, biólogo e historiador de la medicina y la ciencia, quien fuera discípulo de Estable, recuerda al maestro como “frugal y dispuesto, siempre atento al pensar, ajeno al inmediatismo y al inútil compromiso, lejos del quehacer utilitario”.
No solo Mañé recuerda a Estable con esas imágenes. Varios de sus biógrafos coinciden en evocarlo en actitud callada y pensativa, lo que no es trivial. Pensar, reflexionar, imaginar lleva tiempo y dedicación, en particular para un científico. En épocas de redes sociales, de la imposición de lo inmediato, de la necesidad de limitar la expresión a algunas decenas de caracteres, la importancia de la reflexión se torna aún más crucial.
De acuerdo a algunos de sus discípulos, a Estable incluso le incomodaba la limitación en la longitud del texto que imponen las publicaciones en las revistas científicas, puesto que restringen la exposición de hipótesis e ideas.
Años atrás escuché decir a un investigador que el Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE) debía defender su importancia como escuela de pensamiento (lo que en estos días parece necesario reivindicar y defender), como legado además de la obra de nuestro maestro. Lamentablemente, la percepción de este tipo de necesidades por parte de los políticos responsables de la asignación de recursos para financiar la ciencia parece cada vez más lejana.
¿Invertir? ¿Gastar?
¿Por qué no asumir la osadía de reclamar que los gobiernos gasten (sí, gasten) recursos para solventar la ciencia en su mayor amplitud posible? Incluso en el propio medio científico se insiste en que el mensaje que se debe transmitir a los tomadores de decisiones es que el destino de los recursos para la ciencia son una inversión y no un gasto. Esta actitud probablemente contribuye de manera involuntaria (o no) a reforzar la idea de que la investigación científica se justifica sólo si existe un retorno medible en valor.
El filósofo argentino Alejandro Katz plantea con agudeza: “No se trata de desdeñar el saber técnico ni mucho menos de negar la importancia de la técnica para el incremento del bienestar, sea por medio de la creación de riqueza o de la provisión de otros bienes como la salud. Todos deseamos vivir en una sociedad más próspera, pero sobre todo deberíamos querer vivir en una sociedad mejor: más justa, más democrática, más diversa”. También, en sus declaraciones al diario La Nación, de 18 de enero de 2017, señalaba: “ Para una sociedad semejante, el conocimiento no debería ser considerado una inversión (de la que se espera un retorno), sino un gasto: lo que estamos dispuestos a perder, no a ganar, en el proceso de conocer, del mismo modo en que estamos dispuestos a perder (tiempo, recursos, energía) en el proceso de crear arte o de participar como espectadores de los procesos creativos”.
La ciencia, por ejemplo, ha posibilitado la veloz generación de herramientas para desplegar una respuesta ante la pandemia que actualmente nos asola: métodos de diagnóstico rápidos, simples y sensibles, secuenciación del genoma viral para estudios epidemiológicos, técnicas de monitoreo y las tan demandadas vacunas, entre una serie de valiosas alternativas. Sin embargo, todos estos desarrollos pueden llevar a la tentación de reforzar la idea de que la ciencia que se debe apoyar y financiar es aquella dirigida a la solución directa y rápida de los problemas (¡y vaya si la pandemia de covid-19 es un problema!). Lo que no se puede soslayar es que este despliegue ha sido posible a partir de la generación, a lo largo de décadas, de conocimiento básico en biología molecular, bioquímica, virología, epidemiología, matemática y muchas otras áreas, que ha sustentado el diseño de las tecnologías mencionadas.
Otra lección que ha dejado esta pandemia es asumir que, además de la generación de conocimiento científico biomédico, el aporte desde las ciencias sociales, las humanidades y la creación artística será fundamental para seguir adelante y alentar algún futuro algo más luminoso. El panorama es desolador, ya que, como con acierto plantea la veterinaria y epidemióloga británica Delia Grace, “el mundo está tratando los síntomas de la pandemia de covid-19, pero no las causas”. En este sentido, será necesario que los pueblos reclamen la toma de decisiones políticas que sustenten cambios estructurales profundos y que atiendan particularmente a los más vulnerables y postergados a lo largo y ancho del planeta.
¿Pura o aplicada?
Estable ilustró con sutileza la contradicción entre la ciencia “que sirve” frente a la ciencia fundamental, dirigida a entender los fenómenos en que se basan los procesos vitales: “Todos alabamos la belleza del árbol, todos elegimos el encanto de la flor, todos saboreamos el fruto maduro, todos escanciamos el zumo que fermenta... Y pocos, muy pocos se acuerdan de la oscura raíz que trabaja en la oscuridad; eso ocurre con la ciencia pura y la ciencia aplicada”.
Como otra cara de la moneda, el doctor Julio María Sanguinetti afirmó, al poco tiempo de asumir su primera presidencia, que “pensar que un país como el nuestro puede investigar ilimitadamente en ciencia básica es una utopía” (diario El Día, 10 de junio de 1986). En su segunda presidencia, el doctor Sanguinetti avanzó de la prédica a la práctica y declaró prescindible al IIBCE en el marco de la reforma del Estado. Casi milagrosamente, el Instituto sobrevivió al ataque, pero no sin profundas heridas, como la pérdida de decenas de cargos presupuestados de investigación y personal de apoyo a la gestión.
Si bien esta fue una de las crisis más duras que debió afrontar el IIBCE en su historia, en administraciones de todos los partidos, ya sea por acción u omisión, el Instituto ha sufrido embates que han afectado en mayor o en menor medida su sustentabilidad. Sin embargo, con 94 años a cuestas, el IIBCE se ha consolidado como un actor de una particular importancia y singularidad, insustituible en el sistema de instituciones científicas del país.
Una vez más, en un nuevo 23 de mayo, el recuerdo y la valoración de la obra de Clemente Estable se tornan imprescindibles. Qué mejor manera de terminar este artículo citando a nuestro fundador: “Las ciencias, para su producción original, requieren grandes gastos, pero no hay nada que sea más significativo, precisamente desde el punto de vista económico que las ciencias mismas. [...] La mejor manera de promover la correcta enseñanza de las ciencias y su fecunda aplicación en las profesiones, en la industria, en la sociedad, en la vida cotidiana, es promover la investigación científica como una política de altura, a la par realista e idealista [...] ¿Que la investigación científica no debe hacerse en países pobres? [...] ¡Qué error y qué horror! He aquí proclamada la esclavitud. [...] No, un país es pobre porque en él no se hace investigación científica como fundamental preocupación del Estado. [...] Suele haber incomprensión del alto valor de la investigación científica sin inmediata aplicación práctica. Ocurre que el criterio utilitario no permite percibir la realidad en todo su horizonte móvil, incluso en lo práctico y útil que trasciende lo inmediato. [...] La misma Ciencia aplicada no se aplica bien donde no existe la investigación científica como fin en sí: la rutina mata su espíritu. Sin el espíritu y el método científico la práctica no es ciencia aplicada, es la ruta, convertida en rutina y la rutina cierra los horizontes, y con la ilusión de favorecer el progreso lo retarda enormemente. Hasta acá se sabe, de aquí en adelante, la investigación científica original comienza en el preciso momento en que la sabiduría nos deja en la ignorancia”.
Pablo Zunino es investigador en el área de la microbiología. Actualmente es presidente del Consejo Directivo del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable. “Ciencia en primera persona” es un espacio abierto para que científicos y científicas reflexionen sobre el mundo y sus particularidades. Los esperamos en [email protected].