Acacias

Miles de kudús, antílopes de la sabana de África del Sur, morían en la reserva Kruger sin que los criadores pudieran encontrar la razón. No había allí depredadores y los antílopes fallecidos no mostraban por lo demás signos de violencia. El agua era limpia y nadie podía ingresar sin ser visto para envenenarlos intencionalmente. Mientras aquello sucedía dentro de la reserva, del otro lado de los alambrados podían verse kudús pastando apaciblemente.

Para resolver el misterio fue convocado el zoólogo Wouter van Hoven, de la Universidad de Pretoria. El examen del aparato digestivo de animales muertos evidenció la presencia en altas cantidades de cierto tanino tóxico. Los animales habían sido envenenados Pero ¿por quién? Las acacias (Acacia caffra) fueron la respuesta.

Estos árboles, típicos de la zona, al ser atacados producen el químico, que es desagradable al gusto, lo cual hace desistir a los herbívoros de continuar con la poda. Pero en Kruger la disponibilidad de acacias (como de césped) era limitada, por lo que los kudús continuaban comiendo sus hojas aun cuando su sabor no las hacía apetecibles. Las pocas hojas que quedaban en las acacias atacadas tenían efectivamente cantidades alarmantes del tóxico. Enigma resuelto. Pero había más.

Van Hoven decidió analizar las hojas de acacias que aún se mantenían a salvo de sus comensales. Altas concentraciones del tanino estaban también presentes entre las más cercanas. Conforme se alejaba del epicentro del desastre, la concentración del químico en las hojas disminuía. ¿Cómo es posible que una acacia produzca algo como defensa cuando aún no ha sido víctima del ataque? La respuesta fue sorprendente: las acacias se comunican. Las que estaban siendo atacadas informaban de algún modo la amenaza a sus vecinas, quienes comenzaban a producir el químico antes de recibir el primer mordisco. La emisión de un gas (el etileno) que se genera cuando sus hojas son masticadas y que viaja con el viento constituyó la hipótesis más plausible.

Los estudios de Van Hoven continuaron, coincidiendo en el tiempo con otros que dieron origen a una interesante línea de investigación sobre la comunicación entre las plantas sobre fines de la década de 1980. He aquí un modo de protegerse colectivamente de una amenaza que parece funcionar tanto con depredadores de la talla de los kugús como con insectos. Probablemente, incluso con virus.

Los seres humanos nos comunicamos también a través de químicos. Pero millones de años de evolución nos han dotado de capacidades adicionales. Entre ellas una de lo más destacable: la capacidad de asignar sentido al mundo, comunicar esas significaciones mediante el lenguaje y actuar colectivamente en consecuencia. Algunas ventajas son observables: las noticias sobre un nuevo coronavirus altamente contagioso y que devenía en algunos casos en neumonía severa partieron de Wuhan a una velocidad y con un alcance de vértigo. Poco después, las imágenes de la crisis sanitaria en España e Italia colonizaron los medios. Imposible para el etileno que, según fue reportado, desaparecía en el aire de Kruger más allá de los 45 metros de su punto de emisión. Los humanos, en tiempo real y en casi todas partes, estábamos alertados del peligro.

¿Por qué no podemos entonces desplegar colectivamente estrategias de protección, como los árboles de la sabana de África del Sur? No me refiero a generar automáticamente anticuerpos, como de algún modo lo es el tanino de las acacias. Estoy pensando en el hecho de recibir un mensaje (percepción) y desarrollar una estrategia (acción) de manera coordinada, en consecuencia.

No somos como los árboles. Pero el origen del problema podría remontarse a uno.

El árbol del conocimiento del bien y del mal

Un texto de 3.500 años de antigüedad es una de las más hermosas alegorías del proceso evolutivo por el que los humanos adquirimos capacidad de significar el mundo. No es condición exclusiva de nuestra especie, pero seguro constituye una de sus características distintivas. Los libros 2 y 3 del Génesis judeocristiano relatan el proceso. Adán y Eva vivían en el huerto de Edén. “Estaban desnudos y no se avergonzaban”, cuenta el relato. Dios los había invitado a comer de todos árboles que daban fruto en el huerto, pero los previno respecto de uno: “De todo árbol del huerto comerás; mas del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás de él; porque el día que de él comas, morirás”. No era una prohibición en sentido estricto. No un “porque el día que de él comas, te mataré”. Fue más bien como la advertencia que una madre le hace a su hijo pequeño cuando le dice: “Con todo lo que hay en la habitación puedes jugar, pero tus dedos en el enchufe no meterás, porque el día que lo hicieres, te electrocutarás”.

Como sea. La serpiente, que era el animal más astuto de todos los que habitaban en Edén, convenció a Eva de lo contrario. “No morirán”, le dijo, “sabe Dios que el día que coman de él, serán abiertos vuestros ojos, y serán como dioses conociendo el bien y el mal”. Eva comió del fruto y dio de comer a Adán. Y ¿a que no saben? “Fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos: entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales”. En el relato, la desnudez es utilizada para mostrar el cambio. Antes de adquirir la capacidad de significar el mundo, era algo sin sentido, como cualquier otra cosa. Simplemente sucedía. Luego “conocieron que estaban desnudos”, es decir, pasaron a dotar de significado a algo en el mundo. Creo que ni Dios ni la serpiente mintieron. Efectivamente, como les anunció el animal, fueron abiertos sus ojos y conocieron acerca del bien y del mal. Y efectivamente, como les advirtió el Creador, murieron. Murieron como un tipo de ser. Y nacieron como otro.

Lo cierto es que la vergüenza fue la primera reacción psicológica que menciona el relato bíblico como consecuencia de la adquisición de esta capacidad. Y el coser hojas de higuera para hacerse delantales, la primera “acción motivada o con sentido”.

Seguidamente “oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto al aire del día: y se escondieron el hombre y su mujer de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto. Y llamó Jehová Dios al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí”. Segunda reacción psicológica: miedo.

Entonces Dios preguntó a Adán quién le había enseñado que estaba desnudo. “¿Acaso comiste del árbol de que yo te mandé no comieses?”. Adán respondió: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”. ¿Qué es lo que has hecho?”, preguntó Dios a Eva. Y esta contestó: “La serpiente me engañó, y comí”. Tercera reacción: transferencia de responsabilidad.

Las diferencias con las acacias resultan notables. Las acacias perciben gas etileno y actúan generando tanino. Los humanos, en cambio, estamos condenados a interpretar el mundo y tomar decisiones acerca de cómo actuar en ese mundo.

Cuando las cosas se ponen mal, cuando –al menos en parte– como consecuencia de no ponernos de acuerdo en los modos de actuar, los kugús (o en nuestro caso un virus) avanzan, pareciera que reproducimos las mismas tres reacciones del momento inmediatamente posterior a la ingesta del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal del relato.

Vergüenza, miedo y...

Sospecho que la mayoría de nosotros, con relativa independencia de nuestras significaciones de la pandemia, experimentamos algún tipo de vergüenza cuando descuidamos ciertas prácticas básicas para evitar el contagio. Puede involucrar a otros (como cuando nos reunimos con personas fuera de nuestra burbuja) o ser estrictamente privada (esa sensación de “debiera lavarme las manos ahora que llegué de hacer las compras... pero qué pereza”).

Sean más o menos frecuentes, resulten más o menos intensas, estas reacciones son indicativas del control social operando en modo íntimo. Dispositivo subsidiario del mecanismo positivo de la socialización, que asegura la reproducción social. Quizás por esta razón el autor del Génesis escogió, de entre tantos sentimientos, este para iniciar el relato de las consecuencias de la acción con sentido. Lo cierto es que donde hay vergüenza hay moral y donde hay moral hay seres humanos interactuando. No tiene la efectividad del gas etileno, pero también informa.

A la vergüenza sigue, como en el huerto de Edén, el miedo. Miedo a la condena social por la acción moralmente reprobada, pero miedo más directo por las consecuencias personales de una posible infección (“¿y si me contagié?”). Las acacias de la reserva de Kruger, si pudieran significar su mundo al olfatear el gas etileno, antes de comenzar a producir tanino seguramente sentirían miedo de ser víctimas de eso que atacó a sus compañeras.

Transferencia de responsabilidad

Ahora es tiempo de encontrar al culpable.

Si las acacias vieran el mundo como nosotros, apuesto a que su primer acto de transmisión de responsabilidad hubiera sido hacia una de sus pares “¡Esa caffra que está ahí! ¡Esa cuyas ramas casi tocan el suelo, es la responsable de la llegada de los kugús!”. La figura del chivo expiatorio, que era común en época de Moisés, se trasladó luego a los de la propia especie. A partir de allí fueron sólo ajustes de forma. De la quema en la plaza pública, espectáculo medieval macabro al que concurría el pueblo entero para ver cómo ardía el humano causante de los males del poblado, a la quema en la plaza pública planetaria que constituyen las redes sociales hay sólo algunos siglos de avance tecnológico (“lo único que progresa con el paso del tiempo es la tecnología; el hombre no, siempre es el mismo”, decía Andrés Calamaro al inicio de la versión de “Años” que interpretó junto con Luca Prodan).

Carmela fue en nuestro país el humano a quien transferimos responsabilidad apenas el nuevo virus desembarcó en el río ancho como mar. Vista a la distancia, la reacción parece descabellada: el nuevo virus iba a ingresar, en cualquier caso. Vía Milán, vía Buenos Aires, vía Santana do Livramento. Pero en lo sustantivo, y más allá del efecto persuasivo, que lo tiene (“no se te ocurra traerte uno de estos virus de tus compras de free shop, porque haremos contigo lo que con Carmela”), destruir a un semejante no parece una estrategia efectiva para generar anticuerpos contra un virus.

Conforme el paso del tiempo, la transferencia migró a destinos más abstractos. ¡La culpa es de este “maldito virus”! Estamos librando una guerra contra un “enemigo invisible”. Rápido: todos a las trincheras de nuestros respectivos hogares. La culpa es del virus. Vaya descubrimiento ¿La culpa de la depredación de las acacias eran los kudús? La causa directa, sí. Pero no la culpa. Porque para ser culpable de algo es necesario un acto de volición. Puede discutirse si los kudús cuentan con esa capacidad. Un virus, definitivamente no.

La culpa es de los jóvenes que salen de juerga en medio de la emergencia sanitaria (nadie sabe en Uruguay, cuantitativamente, cómo distintos modos específicos de interacción determinan los contagios, pero ese es tema para otro artículo). No. La culpa es de Katalin Karikó, quien dedicó una vida a estudiar el hoy popular ARN mensajero sin prácticamente obtener apoyos para su investigación, y terminó ¡vendiendo la patente a los Illuminati para que modificaran nuestro ADN y pudieran así dominar el mundo! No. La culpa es de Bill Gates, que inventó todo esto para reducir en un tercio la población del planeta (si de verdad pensás esto último, considerá que esos videos en YouTube que te han convencido, los has visto luego de iniciar sesión en Windows; yo que vos no me expondría a los mensajes subliminales que envía ese sistema operativo directamente a tu cerebro).

Como sea. La culpa es de cualquiera, excepto de nosotros mismos. Probablemente las acacias, si interactuaran con el mundo como nosotros lo hacemos, hubieran continuado por acusar a los criadores de antílopes de Kruger: ¿Por qué colocaron esos alambrados, que no les permiten a los kudús pastar libremente por la sabana? Bien ¿Pero qué consecuencias de corto plazo tiene esa constatación para resolver el problema? Mientras se promueve una insurrección de las acacias para abolir los alambrados de la reserva (una insurrección de tal tipo contra el hiperhacinamiento de nuestras grandes urbes no sería mala idea) o se desarrolla ingeniería genética para conseguir que los kudús dejen de alimentarse de acacias (nuestras vacunas) pueden hacer algo más práctico: reducir las chances de ser masticadas por los antílopes, modificando su comportamiento (en este caso, químico) y alertando a sus compañeras sobre el peligro.

Pero ¿qué estás diciendo? ¿Acaso insinuás que la culpa es nuestra? No, nada de eso. Sólo que, con independencia de los culpables, podés pensar en acciones efectivas para remediar, o al menos mitigar el problema, aquí y ahora. ¿Dónde encontrar esas acciones?

Rewind

El método de la transferencia de responsabilidad no es muy eficiente. No lo es ahora, cuando las infecciones por SARS-CoV-2, las complicaciones por covid-19 y las muertes continúan acumulándose casi tanto como las acusaciones cruzadas. Tampoco lo fue en tiempos de Adán y Eva. A pesar de sus respectivas transferencias de responsabilidad a otro, ambos terminaron fuera del Paraíso.

Consideremos entonces las dos reacciones psicológicas anteriores. Podés comenzar buscando acciones efectivas entre aquello que te avergüenza. Como señalamos, esta reacción conecta la percepción (el gas etileno en el caso de las acacias, las noticias sobre la pandemia en el nuestro) con la acción (la producción de tanino en aquel caso, las medidas para evitar la propagación del virus en el nuestro) en una especie como la humana, en la que el vínculo entre percepción y acción se encuentra mediado por procesos de significación. ¿Recordás qué fue lo primero que hicieron Adán y Eva cuando experimentaron vergüenza por su desnudez? Cosieron delantales con hojas de higuera, y se los pusieron. Bueno, ponete el tapabocas.

O quizás lo que sientas es miedo. Vivés en un país donde prevalece el argumento fantástico (no como sinónimo de genial, sino de irreal) de que un problema “colectivo” se resuelve con responsabilidad “individual”. Y aunque querés, no podés seguir ciertas exhortaciones relativas a la pandemia. El miedo ocupa, en algunas ocasiones, el lugar del etileno en nuestro estado evolutivo.

Los problemas individuales requieren la responsabilidad individual. Los colectivos, de la colectiva. Si tengo frente a mí una escalera de pintor, con una de sus patas en mal estado, puedo decidir usarla o no para pintar el techo. Si lo hago puedo salir ileso o romperme la cabeza. Esta situación define un espacio de responsabilidad individual: más allá de los costos colectivos asociados al eventual tratamiento de mi chichón en un centro de salud público, todo el riesgo recae sobre mí.

Si debajo de esa escalera se encuentran trabajando otras personas, a quienes les romperé la cabeza, ya no es un problema individual. Si, además, me veo forzado a subir a esa escalera, aun cuando prefiriera no hacerlo, porque del hecho de subirla depende el obtener ingresos para subsistir (y estimo razonablemente que el riesgo de terminar con un chichón es menor que el de terminar con el estómago vacío) y debajo de la escalera sigue habiendo otras personas, entonces definitivamente no se trata de un problema individual. Y no puede apelarse, por tanto, a una lógica de la responsabilidad individual.

Cuesta encontrar el sustento ideológico para una apelación de tal tipo. Una que justifique que, para alcanzar un fin colectivo, debe apelarse a la responsabilidad individual como medio. O al menos una que, en el campo individual, consiga conectar los términos “libertad” y “responsabilidad” sin incluir el término “necesidad”.

Por lo pronto, no parece remitir al liberalismo, ideología con la que se puede acordar o discrepar, pero que asume que los problemas colectivos (como una guerra, un terremoto o una pandemia) requieren responsabilidad colectiva, liderada por el Estado. Imaginá a las acacias razonando de ese modo. Cada cual haciendo lo que quiere (y lo que puede) en lo relativo al tanino. En pocos días los kudús se las habrán comido a todas.

Si sos de aquellos a quienes se los exhorta a actuar conforme a una emergencia sanitaria pero no les dan la posibilidad de hacerlo (porque tienen que exponerse y exponer a otros en el trabajo del que viven, por ejemplo) reclamá a quienes tienen la obligación de velar por los intereses colectivos. La evolución también ha dotado a los humanos de la capacidad de reclamar. Incluso de rebelarse.