Artículos científicos recientes hablan de que la cultura no sería patrimonio exclusivo de los animales humanos, sino que se comparte con muchos otros seres en un camino que se pierde en las profundidades de la evolución. El físico Ernesto Blanco reflexiona sobre estos trabajos y sobre dinosaurios que viven en un altillo, licaones, seres humanos, cultura y epidemias.
Muchas veces me he enfrentado a la pregunta sobre cuál es la utilidad de mis estudios sobre el comportamiento de dinosaurios y otros animales extinguidos. Normalmente he elegido investigar aquellos animales más extraños y que no tienen análogos actuales evidentes. Como decía el ficticio doctor House, “Busco cebras porque los otros médicos han descartado los caballos”, haciendo referencia a la premisa médica de que al escuchar ruido de cascos se debe pensar en caballos.
Conocer a los animales ayuda a conocernos. Entender el comportamiento en situaciones distintas a las nuestras es un modo de trazar los límites de lo humano y expandir el universo de nuestras posibilidades.
En paleontología esta idea toma más fuerza debido a que el mayor reto es entender a las criaturas más extrañas, a las anomalías. Pero aun en esos casos, ¿qué utilidad tiene pensar en que los perezosos gigantes podrían haberse comunicado a través de largas distancias usando infrasonidos, o que los tiranosaurios podrían haber usado un camuflaje de movimiento en sus ondas sísmicas, o que los gliptodontes usaran sus armas naturales para golpearse unos a otros? Una posible respuesta es que conocer a los animales ayuda a conocernos. Entender el comportamiento en situaciones distintas a las nuestras es un modo de trazar los límites de lo humano y expandir el universo de nuestras posibilidades. Creo que algo similar ocurre con la ciencia ficción: colocar a los personajes en situaciones extremas y novedosas permite explorar de un modo más intenso nuestra cotidianidad.
Pero mi verdadero interés por estos temas reside en algo mucho más misterioso y difuso. En mi dormitorio de la infancia había una escalera que comunicaba con un altillo. En su oscuridad habitaban los animales: un elefante a la carga en la primera página de una enciclopedia, un guepardo altivo en la tapa de otra, una pareja de jaguares (uno moteado, el otro negro) nadando por el Amazonas en un libro editado por Disney, el tigre dientes de sable que atacaba a un megaterio en una figurita adhesiva, mis dinosaurios de plástico (y el dimetrodon, siempre el dimetrodon), una tortuga hecha con una cáscara de nuez, mi leopardo de juguete acechando desde una oscura rama de árbol que recogí para él en un baldío, un leoncito de peluche, un chimpancé mostrando sus dientes desde un póster pegado en un tablero de madera, un cocodrilo atacando a Tarzán en la tapa de una historieta, un camello posando con el fondo de las pirámides en mi visor de fotos en tres dimensiones. Los animales estaban muy presentes pero a la vez ausentes. Subir al altillo durante el día era el inicio de una aventura, hacerlo en la noche era atemorizante.
Licaones agazapados
En un texto sobre la búsqueda literaria, Ray Bradbury decía: “Donde yo crecí, en Waukegan, Illinois, había un solo cuarto de baño: arriba. Hasta encontrar una luz y encenderla había que subir un tramo de escalera a oscuras. [...] A eso de las dos o tres de la mañana me entraban ganas de orinar. Me demoraba en la cama una media hora, dividido entre la torturante necesidad de alivio y lo que, sabía, me aguardaba en el oscuro corredor que llevaba al altillo. Al fin, impulsado por el dolor, me asomaba del comedor a la escalera pensando: date prisa, salta, enciende la luz, pero hagas lo que hagas no mires arriba. Si miras antes de encender la luz, allí estará Eso. La Cosa. La terrible cosa que aguarda al fin de la escalera”.
En mi caso era un animal difuso, seguramente extinto, un ser espantoso pero fascinante. La curiosidad respecto de esa criatura, “Cosa” o animal, que habita en la oscuridad, ya sea la de la noche, la de las profundidades o la del pasado, tenía (y sigue teniendo) un sentido casi religioso. Comunicarse con aquel animal, entenderlo, descifrar sus ambiguas señales era el primer paso para el autoconocimiento. Esta búsqueda me recuerda lo ocurrido al Siddharta de Hermann Hesse al inicio de su camino con los samanas: “Una garza voló sobre el bosque de bambú y Siddharta absorbió a la garza en su alma; voló con ella sobre el bosque y las montañas; era garza, comía peces, sufría el hambre de la garza, hablaba el idioma de la garza, sentía la muerte de la garza. [...] Pero aunque los caminos se alejaban del yo, su final conducía de nuevo hacia el yo. Aunque Siddharta huyó mil veces del yo, permanecía en el vacío, en el animal, en la piedra, no podía evitar el regreso”.
Unos de los animales que habitaban en mi altillo eran los licaones (Lycaon pictus), también llamados perros pintados o perros salvajes africanos. Son animales relativamente pequeños, no mayores que una hembra de perro labrador, pero capaces de derribar a gacelas y ñúes, capaces también de plantar cara a leones, hienas y leopardos. Si pudiéramos, en algún atardecer, volver a subir cuidadosamente por aquella escalera, empuñando una escopeta de plástico, encontraríamos a seis de estos animales ejecutando un cerco de la muerte alrededor de un ñu exhausto. Desde las páginas de una edición en español de The Living World of Animals, de 1973, se levantan los licaones como desordenadas y frenéticas pinceladas blancas, negras y anaranjadas. Todos tienen sus colas levantadas como banderas de guerra. El gran tamaño y la poderosa cornamenta del rival agregan brutalidad a la escena, cuyo desenlace podemos anticipar. Uno intenta morder el cuello del ungulado, otro una pierna trasera y los demás completan el cerco.
Los licaones son los mamíferos depredadores más eficientes de toda la fauna africana. Sus cacerías tienen éxito en casi nueve de cada diez intentos, un porcentaje mucho mayor que el del poderoso león, el ágil leopardo, las trituradoras hienas y el velocísimo guepardo. Estos perros pintados suelen formar grupos numerosos de hasta 20 individuos. El reparto de la comida es fundamental para la vida comunal de la manada. Los adultos se turnan para cazar mientras otros protegen a los cachorros. Al matar a una presa, los licaones tragan rápidamente grandes trozos de carne antes de que lleguen hienas y leones a arrebatarles su comida. Al regresar al grupo, los cazadores regurgitan parte de la carne para alimentar a los cachorros y a quienes se quedaron a cuidarlos. El secreto de los licaones para sobrevivir en las planicies africanas se parece mucho al nuestro: el trabajo en equipo.
¿Somos tan distintos?
Nuestra especie también logró adaptarse a vivir en las grandes planicies de África y competir con animales individualmente mucho más poderosos gracias a la colaboración. Este es un ejemplo de cómo otra especie animal puede reflejar de un modo particularmente claro nuestra propia naturaleza. Pero hay mucho más que este único ejemplo conveniente.
En un estudio publicado en la revista Science el 15 de enero, Toman Barsbai, de la Universidad de Bristol, y sus colaboradores, concluyeron que las poblaciones humanas que comparten un ambiente con otras especies de mamíferos y aves también tienden a compartir con estos animales los mismos patrones de comportamiento social, reproductivo y de forrajeo. En este estudio se incluyeron datos de 339 grupos humanos de cazadores-recolectores de todo el mundo.
Con respecto al comportamiento social, observaron que en aquellos lugares donde los varones humanos son quienes proporcionan a su familia el porcentaje más alto de la dieta, también es mayor la proporción de otras especies de mamíferos en que los machos contribuyen a la alimentación y el cuidado de las crías, y también es mayor la proporción de especies de aves en que el macho es el único proveedor de cuidado parental. En aquellos lugares donde los grupos humanos tienen más integrantes, resulta que los grupos formados por otros mamíferos también son más grandes y las aves tienden a ser más proclives a forrajear en grupo que en forma solitaria. En donde las poblaciones humanas tienen clases sociales diferenciadas, hay mayor número de especies de mamíferos y aves que tienen un sistema social con reproductores dominantes y colaboradores no reproductivos. En sitios donde los humanos tienen una mayor densidad poblacional, también la tienen otros mamíferos y aves.
En el caso del comportamiento de forrajeo, se pudo observar que las poblaciones humanas dependen más de la cacería e ingesta de carne de otros vertebrados en aquellos lugares donde hay una mayor proporción de mamíferos y aves que también se alimentan de otros vertebrados. Los humanos se alimentan más de organismos acuáticos donde hay una mayor proporción de mamíferos y aves locales que se alimentan de ellos. También se observa una relación entre la tendencia de los humanos a almacenar alimentos y la proporción de mamíferos y aves que tienen esa misma conducta. Respecto de los desplazamientos realizados por los humanos para obtener alimento, también hay una similitud con los animales del lugar: los humanos tienden a trasladarse largas distancias buscando nuevos lugares de asentamiento en aquellos sitios donde las aves migran distancias más largas, y tienden a permanecer en sitios fijos, haciendo largas excursiones diarias en busca de alimento, en aquellos lugares donde los mamíferos locales recorren diariamente distancias más grandes.
Con respecto al comportamiento reproductivo, se observó que la edad a la que se tiene el primer hijo tiende a ser menor en aquellos lugares en que otros mamíferos y aves del lugar tienden a reproducirse a edades más tempranas. También resulta más probable que los varones humanos monopolicen la reproducción (por ejemplo, casándose con múltiples mujeres) en aquellos lugares donde otros mamíferos viven en grupos inestables (con más potencial para la monopolización por parte de algunos machos) y donde las aves macho invierten más en plumajes atractivos para atraer a múltiples hembras. En aquellos lugares donde los humanos suelen formar parejas fuera de su grupo de origen, los mamíferos de otras especies suelen tener movimientos de dispersión en zonas más amplias. La separación en las parejas humanas es más frecuente en aquellas zonas donde el divorcio es permitido, y a la vez las parejas de aves se separan con más frecuencia año a año.
Tanto la existencia de clases sociales, la tendencia a la colaboración, el grado de participación de los machos en el cuidado de las crías, las preferencias en la dieta, la tendencia a almacenar alimentos, la predilección por permanecer en un sitio, la edad a la que se tiene el primer hijo, el modo de relacionamiento entre los sexos, el grado de poligamia y la tendencia al divorcio son características que parecen estar influidas por las condiciones del hábitat.
Los análisis de datos realizados para llegar a todas las conclusiones anteriores sugieren que las similitudes entre humanos y animales se deben a las presiones selectivas del ambiente. Es decir que tanto la existencia de clases sociales, la tendencia a la colaboración, el grado de participación de los machos en el cuidado de las crías, las preferencias en la dieta, la tendencia a almacenar alimentos, la predilección por permanecer en un sitio, la edad a la que se tiene el primer hijo, el modo de relacionamiento entre los sexos, el grado de poligamia y la tendencia al divorcio son características que parecen estar influidas por las condiciones del hábitat. Esto sugiere que características del comportamiento humano que solemos considerar guiadas por intrincados sistemas morales o culturales tal vez estén fuertemente influidas por otras cuestiones más concretas que también influyen en otros seres vivos.
El trabajo de Barsbai y colaboradores deja planteada la duda respecto de si también las poblaciones humanas modernas reflejan las condiciones ecológicas locales a pesar de estar fuertemente moduladas por la tecnología, la agricultura y la integración comercial. Ese promete ser tema de investigaciones posteriores. Pero, en cualquier caso, parece que nuestros valores y costumbres pueden tener raíces en los animales que nos precedieron, en nuestro pasado evolutivo.
Otro apunte interesante a tener en cuenta es que la cultura, entendida como la herencia de un conjunto de tradiciones de comportamiento adquirida de otros a través del aprendizaje social, tampoco es una exclusividad humana.
¿Tienen cultura los animales?
En un trabajo de revisión publicado en abril también en la revista Science, Andrew Whiten, de la Escuela de Psicología y Neurociencias de la Universidad de St. Andrews, recopila numerosa evidencia de cultura en diversas especies de animales. Más allá de algunos casos bastante difundidos sobre primates y cetáceos, Withen recoge incluso ejemplos en peces e invertebrados como las abejas y las moscas.
El aprendizaje a lo largo de la vida de ciertos hábitos y costumbres que no dependen de la especie, sino de las arbitrariedades del lugar de nacimiento, no es exclusividad de los humanos. En las ballenas jorobadas se observan modas musicales: cada tanto surgen canciones nuevas que rápidamente comienzan a ser copiadas por muchos individuos. En un santuario de chimpancés se observó que, a partir del ejemplo de un individuo innovador, se volvió popular colocarse una brizna de hierba en la oreja. En los monos capuchinos se vieron costumbres sociales como colocarse mutuamente los dedos en la boca, nariz y ojos, que pueden instalarse durante algunos años y luego cambiar. Además, los monos capuchinos jóvenes parecen elegir a los más expertos del grupo para aprender de ellos las mejores técnicas para abrir nueces usando piedras. Las orcas muestran distintas tradiciones alimenticias: algunos clanes prefieren comer leones marinos y otros prefieren peces. El tipo de lugar en que las moscas de la fruta ponen sus huevos no es algo instintivo, su preferencia es variable y la aprenden a partir del ejemplo de otros individuos. Abejas que fueron entrenadas para tirar de una cuerda para poder acceder a su comida luego transmiten ese conocimiento a otras. Los ejemplos son muchos más, y en ellos se ve la esencia de la diversidad cultural que tenemos los humanos: la existencia de patrones de conducta diversos y flexibles dentro de una misma especie y la capacidad de que esos patrones sean transmitidos de unos individuos a otros.
Una de las enseñanzas principales de esta búsqueda, siguiendo la guía de los animales, es que la cultura y los buenos comportamientos, las cosas correctas o incorrectas, no están talladas en piedra; son algo que depende del entorno, del ambiente, de la situación. El animal al fin de la escalera tal vez esté queriendo hablarnos sobre eso. Volvamos por un momento a los licaones que dejamos en el altillo.
Los licaones presentan varias singularidades anatómicas, como un dedo menos que otros cánidos en las patas delanteras, lo cual mejora su capacidad para la carrera. También tienen adaptaciones de hipercarnívoro en sus molares, que a su vez son relativamente mucho más grandes que los de cualquier otro carnívoro actual exceptuando a las hienas. Pero, como ya comentamos, la gran virtud de estos perros salvajes africanos es sin duda el trabajo en equipo.
Ventajas con desventajas
Pocas cosas tienen para los humanos un signo moral más positivo que la colaboración, la solidaridad y los gestos que reafirman los lazos sociales y de parentesco. Pero la fortaleza que se deriva de esto también tiene una contracara. Los licaones son animales que, para reforzar sus lazos sociales, están en permanente contacto físico con los integrantes de su manada. Cuando descansan, frecuentemente se acuestan manteniendo contacto entre ellos. Además, dedican tiempo a saludarse en cada ocasión en que están por separarse o cuando vuelven a encontrarse tras haber estado separados. Para ello dan saltos, emiten chillidos y se acercan para olerse y lamerse mutuamente alrededor de la boca. Todo esto, junto al hábito, que ya mencionamos, de que los cazadores compartan alimento con el resto del grupo, explica su gran éxito, pero también los pone en gravísimo peligro frente al surgimiento de algunas enfermedades infecciosas como la rabia.
El virus de la rabia generalmente se transmite por la mordida de un animal infectado a otro. Pero también se transmite por el intercambio de saliva. Si un licaón enfermo de rabia se pone agresivo (lo cual suele ser un síntoma de la enfermedad que facilita la propagación del virus), los otros miembros de la manada estarán muy cerca y serán por tanto vulnerables a ser mordidos. También suele ocurrir que si un licaón presenta una conducta extraña, eso llama inmediatamente la atención de sus compañeros, que se acercarán al animal infectado para lamer los alrededores de su boca en un gesto de interés y preocupación. Por todo esto, si un licaón contrae la rabia es muy probable que toda la manada se contagie.
En distintas zonas de África ha habido brotes de rabia que probablemente se iniciaron en perros domésticos y que rápidamente aniquilaron a manadas enteras de licaones. Esta enfermedad es una seria amenaza para su supervivencia y es una de las principales causas para que, desde 1990, los licaones estén declarados en peligro de extinción.
En 1993 MG Mills, miembro científico de la Junta de Parques Nacionales de Sudáfrica, publicó un estudio sobre cómo el comportamiento social de los licaones los expone especialmente a los brotes de rabia. Para esto se los comparó con la hiena manchada, otro animal que también forma manadas que colaboran para la cacería y la defensa del territorio. Pero las hienas tienen un comportamiento social más flexible. Es infrecuente que dos miembros de un clan de hienas se encuentren mucho tiempo juntos. Suelen formar subgrupos que luego se separan y un individuo puede pasar solo bastante tiempo antes de volver a integrarse a otro grupo pequeño. Cuando los miembros de un clan se juntan, también suelen realizar un ritual de saludo en que se olfatean y lamen mutuamente, pero en este caso es en la zona genital. A su vez, tienen un sistema de jerarquías de dominancia muy marcado, en que las hienas de mayor rango participan más en las ceremonias de saludos y pasan menos tiempo solas, pero a su vez su dominancia hace muy improbable que sean mordidas por individuos de menor jerarquía. A su vez, las hienas no cooperan para alimentar a las crías, que dependen casi exclusivamente de la leche materna hasta que son capaces de unirse a los grupos de cacería. Todo esto hace que los brotes de rabia en las hienas no las pongan en peligro de extinción y no sean más que un factor limitante de su densidad poblacional.
Por tanto, y por más que nos duela, los afectuosos y solidarios licaones están en desventaja con respecto a las distantes y jerárquicas hienas a la hora de enfrentar la amenaza del virus de la rabia. Parece que establecer ciertos patrones de conducta como buenos o malos en un sentido absoluto, como los humanos modernos solemos intentar, es un ejercicio arriesgado en el mundo natural. Los buenos comportamientos, las cosas correctas o incorrectas, parecen depender del entorno, del ambiente, de la situación. Basta la aparición de un virus dentro de una comunidad de licaones, o de hienas, para que el valor de ciertas conductas cambie.
La analogía con la situación presente de la humanidad parece inmediata, y las reflexiones en ese sentido quedan a cargo de quienes están leyendo estas líneas. Pero en cualquier caso, podemos decir que todo lo anterior nos indica que la flexibilidad y la diversidad en las conductas sociales aumenta la probabilidad de supervivencia de una especie. Ese es otro valor adicional de la cultura tanto en humanos como en animales.
Volviendo al altillo
Pero retomemos nuestra pregunta inicial. Además de que el estudio de la conducta animal, incluso de seres extinguidos, puede ser útil para reflexionar sobre la condición humana, creo que hay otras cuestiones. Si se le presta suficiente atención y se le estudia en todas sus variantes actuales o extintas, el animal al final de la escalera puede ser una poderosa fuerza creativa.
Volviendo a Bradbury: “Ahora los dejo al pie de la escalera, treinta minutos después de medianoche, con un bloc, una pluma y una posible lista. Conjuren sus palabras, alerten a su personalidad secreta, saboreen la oscuridad. Peldaños arriba, en las sombras del altillo, espera su Cosa. Si le hablan con suavidad y escriben toda vieja palabra que quiera saltar de sus nervios a la página... Tal vez en su noche privada, la Cosa del final de la escalera... empiece a bajar”. Y entre las sombras tal vez podamos notar que, sin importar la forma particular que elija encarnar esa “Cosa” o ese animal, se trata de un mensaje tallado en nuestra carne. Es la huella en cada uno de nosotros de la inconmensurable cadena de seres que nos precedieron y que nos sucederán; y también es la sombra de cada elemento de la red que nos sostiene en cada instante de nuestra vida en este planeta.
La iluminación existencial que recibe Govinda en la novela de Hesse al contemplar el rostro de su amigo Siddharta ocurre a través del contacto definitivo con lo animal, con esa larga historia poblada de infinidad de seres que al moldearse, nos moldearon: “Ya no contemplaba el rostro de su amigo Siddharta, sino que veía otras caras, muchas, una larga hilera, un río de rostros, de centenares, de miles de facciones.[...] Observó la cara de un pez, de una carpa [...], vio la cara de un recién nacido, roja y llena de arrugas, a punto de lanzar el primer chillido [...] reparó en cabezas de animales, de jabalíes, de cocodrilos, de elefantes, de toros, de pájaros [...] captó todas estas figuras y rostros en mil relaciones entre ellos, cada una en ayuda de la otra, amando, odiando, destruyendo y creando de nuevo. Cada una era mortal, un candente y doloroso ejemplo de todo lo que es pasajero y transitorio. Pero ninguna moría, sólo cambiaban, siempre volvían a nacer con otro rostro nuevo, sólo el tiempo se interponía entre cara y cara... Y todas estas figuras descansaban, corrían, se creaban, flotaban, se reunían, y sobre todas ellas se mantenía continuamente algo débil, sin sustancia, pero a la vez existente, como un cristal fino o como hielo, como una piel transparente, una cáscara, un recipiente, un molde, una máscara o forma de agua”. Al iluminarse, Govinda roza con sus labios el rostro sonriente de Siddharta. Igual que los licaones para darse la bienvenida, y también para despedirse.
Artículo: “Local convergence of behavior across species”
Publicación: Science (enero 2021)
Autores: Toman Barsbai, Dieter Lukas, Andreas Pondorfer
Artículo: “The burgeoning reach of animal culture”
Publicación: Science (abril 2021)
Autores: Andrew Whiten.