Esto propone Julio Ángel Fernández, astrónomo que fue decano de la Facultad de Ciencias y que hoy es miembro emérito de la Academia Nacional de Ciencias del Uruguay, investigador emérito del Programa de Desarrollo de las Ciencias Básicas y, junto con Rafael Radi, uno de los dos miembros uruguayos de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos.

En 2020 se dio un hito histórico en la carrera espacial: un país pequeño hasta hace pocas décadas subdesarrollado, los Emiratos Árabes Unidos (EAU), logró colocar un satélite alrededor de Marte, proeza que había estado reservada hasta ese momento a un selecto grupo de pesos pesados de la escena internacional: Estados Unidos, Unión Soviética/Rusia, Europa, India y China. El satélite denominado Amal (“esperanza” en árabe) tiene como objetivo estudiar la atmósfera de Marte.

Pero más allá de los objetivos científicos específicos, la verdadera meta de la misión espacial es transformar a los EAU en una sociedad del conocimiento, conscientes de que la bonanza actual del petróleo se acabará en unas décadas. En este sentido son muy interesantes las declaraciones de Sarah al Amiri, la lideresa científica de la misión, publicadas en una nota de Elizabeth Gibney del 20 de febrero de 2019 en Nature: “Un país no puede progresar tan rápido como los EAU sin proyectos audaces. Para nosotros no es un lujo ni una extravagancia; es una necesidad absoluta para desarrollar capacidades y destrezas, y a la nación en su conjunto”. Los hechos demuestran esta aseveración: el porcentaje del producto interno bruto (PIB) destinado a ciencia y tecnología en los EAU aumentó de 0,5% en 2011 a 1,3% en 2018.

Destrezas, capacidades y el liderazgo de las grandes transformaciones en ciencia, tecnología e innovación

Es interesante detenerse en ese concepto de desarrollar destrezas y capacidades que permitan resolver problemas complejos o enfrentar situaciones inesperadas, como nos lo muestra la reciente pandemia del SARS-CoV-2. El desarrollo temprano en la epidemia de kits de diagnóstico para detectar la presencia de ese virus en el organismo y la creación de un grupo de asesoramiento al gobierno, el GACH (Grupo Asesor Científico Honorario) y el GUIAD (Grupo Uruguayo Interdisciplinario de Análisis de Datos de Covid-19) fueron posibles gracias a la acumulación de recursos humanos altamente calificados a partir del retorno de la democracia en 1985, producto de programas altamente exitosos, como el Programa de Desarrollo de las Ciencias Básicas (Pedeciba), la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República (Udelar), el Instituto Pasteur y la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII).

Suele decirse que el conocimiento es poder. Podríamos dar un giro a ese dicho expresando que el conocimiento es soberanía. Veamos el ejemplo de Cuba: a raíz del bloqueo impuesto por Estados Unidos, con escasas divisas y posibilidades de acceder al mercado de vacunas contra la covid-19, Cuba ha optado por desarrollar sus propias vacunas, entre ellas la Abdala y la Soberana 02, con las cuales ya está comenzando a inocular a su población. Esto no es casualidad, Cuba ya lleva varias décadas apostando al desarrollo científico, muy especialmente a la biotecnología. Sin esta apuesta a la investigación científica, estaría en estos momentos igual que otras naciones pobres y subdesarrolladas de África y América Latina: indefensa y en una situación desesperante, a merced de la escasa y tardía ayuda que pudiera brindar la comunidad internacional. La ciencia no es un lujo que se pueden dar sólo las naciones ricas a las que les sobra dinero, es fundamental para la soberanía de los países.

Los ejemplos de los EAU apostando a la conquista del espacio y de Cuba invirtiendo en la biotecnología nos muestran que son los estados los que deben liderar las grandes transformaciones en ciencia, tecnología e innovación (CTI) apoyando a las universidades e institutos de investigación estatales que llevan a cabo la investigación básica y experimental cuyo retorno económico no se vislumbra aún en el horizonte, o que quizá no lo tenga nunca pero que, de todos modos, contribuye a desarrollar un pensamiento crítico en los ciudadanos, o que realizan investigaciones de contenido social sin interés comercial pero de impacto en la calidad de vida de sus habitantes.

El sector privado va a entrar en juego recién cuando vea que determinado conocimiento generado en un laboratorio puede tener un rédito económico. Fue el propio presidente de Estados Unidos John Fitzgerald Kennedy quien anunció la puesta en marcha de la aventura científica más ambiciosa de la historia de la humanidad en la década de 1960: el proyecto Apolo para llevar astronautas a la Luna, propiciando múltiples desarrollos tanto en ciencia básica como en el área tecnológica.

Si vamos al ejemplo reciente de los EAU, la idea de utilizar una misión a Marte como forma de incentivar el desarrollo en CTI y de atraer jóvenes emiratíes hacia las ciencias partió de una reunión del gabinete ministerial en 2013, y la misión a Marte fue anunciada por su primer ministro, Mohamed bin Rashid al Maktum para 2021, al cumplirse el quincuagésimo aniversario de la independencia del país. Vemos nuevamente que la inyección de grandes sumas de dinero en un proyecto científico de gran envergadura promueve un montón de desarrollos colaterales, con la participación de empresas del sector privado que se presentan a licitaciones para la fabricación de instrumentos y componentes que el proyecto requiere, y que a la vez les permite ganar experiencia y volverlas más competitivas.

Hoy el gobierno de la coalición multicolor reconoce el aporte de los científicos y prodiga elogios hacia la ciencia en general y hacia aquellos que ofrecieron su tiempo y su experticia para enfrentar la pandemia. Lamentablemente, esos elogios no tienen un correlato en el presupuesto: los distintas instituciones científicas de país, incluida la Udelar, donde se genera la mayor parte del conocimiento, han sufrido los mismos recortes presupuestales que otras áreas del Estado, en el afán de reducir el déficit fiscal.

Pero este no es sólo un problema de la coalición multicolor, el estancamiento en el presupuesto destinado a CTI ya viene de los dos últimos gobiernos frenteamplistas, en que ha oscilado en un magro 0,35-0,5% del PIB. Este estancamiento impacta en el envejecimiento y obsolescencia del parque de instrumentos científicos existentes en los diferentes laboratorios, en la cantidad de proyectos de calidad que no logran financiamiento en los llamados, y en las escasas o nulas oportunidades laborales para científicos jóvenes que no tienen más remedio que emigrar o dedicarse a otra cosa.

Un estudio reciente realizado por el doctor Diego Lercari, profesor adjunto de Ecología Marina en la Facultad de Ciencias, da cuenta de cómo este estancamiento en el presupuesto ha afectado a las ciencias del mar. Partiendo de un piso muy modesto en 1990, el autor comprueba en su artículo publicado en la revista Latin American Journal of Aquatic Research un incremento sostenido en el número de trabajos publicados por año en esta disciplina que se interrumpe, e incluso sufre una leve caída, a partir de 2014. Y estamos hablando de las ciencias del mar, una disciplina clave en un país que tiene en la actualidad más territorio marítimo que terrestre.

¿Diálogo de sordos? ¿Hay salidas?

La pregunta que podemos hacernos es por qué el sistema político uruguayo (entendiendo como tal a todos los partidos políticos con representación parlamentaria) ha sido históricamente reticente a invertir en CTI, al punto de que quedamos muy mal parados incluso si nos comparamos con países de la región, como Argentina, Brasil o Chile. En mi opinión es porque ha estado dominado por algunos prejuicios y preconceptos, que van más allá de una ideología de izquierda o derecha.

El primero, más conceptual, es que ha visto la ciencia como un “lujo de los países ricos” y que “el país no puede invertir en ciencia habiendo tantas necesidades para atender”. El segundo, pragmático, que parte de una visión meramente utilitaria de la ciencia, se puede expresar como “para qué nos vamos a poner a desarrollar productos tecnológicos cuando los podemos importar llave en mano, más rápido y barato, de aquellos lugares donde ya hay experiencia”. El tercero, más mezquino y cortoplacista, de cálculo político menor, es que “la ciencia no atrae votos”. Y es que los ciclos electorales quinquenales, en que el gobierno de turno tiene que rendir cuenta de su gestión, no se acompasan con los tiempos de la investigación científica, cuyos frutos se recogen en el mediano y largo plazo.

Pero el encuentro entre la comunidad científica y el sistema político no tiene por qué ser un diálogo de sordos; hay esperanza de que esto cambie. En primer lugar, porque es cada vez más clara la falacia de que algunos países invierten en ciencia porque son ricos, cuando es exactamente al revés: algunos países privilegiados son ricos porque se han apropiado de la generación y el uso del conocimiento.

En relación al segundo punto, si nos quedamos en la importación de equipos de alta tecnología llave en mano, estaremos condenados a seguir cumpliendo el rol de exportadores de commodities con poco o nulo valor agregado. Además, aun para el uso eficiente de equipamiento importado de alta tecnología se necesita personal altamente calificado. En cuanto al tercer punto, hoy la opinión pública está mucho más concientizada de la importancia de la ciencia y los beneficios que aporta a la sociedad, y en esto ha contribuido mucho la pandemia que, a pesar de tantas desgracias, puso a la ciencia en primer plano. Por ende, la voluntad de invertir en ciencia puede ser un punto a favor para un determinado partido o sector político que aspire a mantenerse o a conquistar el gobierno.

En 2014 los cuatro candidatos presidenciales con representación parlamentaria, Pedro Bordaberry, Pablo Mieres, Luis Lacalle Pou y Tabaré Vázquez, a instancias de la Academia Nacional de Ciencias del Uruguay firmaron un compromiso para destinar 1% del PIB a CTI si llegaban al gobierno. Visto en retrospectiva, uno podría haber dudado de la voluntad de cualquiera de los candidatos de cumplir con este compromiso, cuando la CTI apenas merecía una breve mención en sus respectivos programas de gobierno. Y no es sólo cuestión de porcentajes: hay que dotar a la CTI de una gobernanza que persiga ciertos objetivos definidos por el gobierno.

¿Se debe crear un Ministerio de Ciencia y Tecnología?

En los países de mayor desarrollo científico, e incluso en aquellos más avanzados de la región, como México, Brasil, Argentina y Chile, la gestión política de la CTI recae en un Ministerio de Ciencia y Tecnología, con algunos matices de acuerdo al país, y el/la ministro/a de esa cartera es el referente político de la CTI. Nos parece lógico que si un gobierno valora positivamente la importancia de la CTI en el desarrollo del país, resuelva que debe estar a la par de otras de áreas de la actividad social y económica que tienen rango ministerial, como educación y cultura, turismo, ganadería, agricultura y pesca, ambiente o transporte y obras públicas. El ministro, además de ser de la confianza política del gobierno, deberá mantener un diálogo fluido con la comunidad académica. Ese ministerio debería contar además con organismos de asesoramiento, como podría ser el Consejo Nacional de Innovación, Ciencia y Tecnología (Conicyt), y de agencias ejecutoras, como podría ser la ANII. Estos organismos ya existen, pero hay que coordinarlos y dotarlos de una gobernanza clara.

La gobernanza de la CTI ha sido hasta el presente débil y dispersa, fiel reflejo de su escasa prioridad, salvo en pocas excepciones. Después de la Segunda Guerra Mundial, a impulsos de las teorías desarrollistas que asignaban a la investigación científica un rol fundamental, se promueve la formación de consejos de investigación en los llamados “países en desarrollo”. Como organismo promotor a nivel internacional, cumple un rol fundamental la Unesco. En Uruguay eso llevó a la formación de la Asociación Uruguaya para el Progreso de la Ciencia (AUPPC) en 1948, que integró a varias personalidades científicas de la época, como Clemente Estable, José Luis Massera, Rafael Laguardia y Óscar Maggiolo. La AUPPC tuvo entre sus principales objetivos promover la creación de un consejo nacional de investigación, el cual se alcanzó en 1961 cuando el gobierno creó el Conicyt (en ese momento Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), como reseña María Laura Martínez en su artículo “La Asociación Uruguaya para el Progreso de la Ciencia”. Lamentablemente, el Conicyt tuvo una estructura burocrática y nunca se lo dotó de un presupuesto que le permitiera cumplir algún rol como promotor de la ciencia en el país, por lo que terminó siendo un organismo casi testimonial.

A la salida de la dictadura y durante el primer gobierno del doctor Tabaré Vázquez (2005-2010) hubo una fugaz edad de oro de la ciencia en el país. En esos momentos crearon muchas cosas: el Pedeciba, la Facultad de Ciencias, el Institut Pasteur, el Sistema Nacional de Investigadores (SNI), la ANII y la Academia Nacional de Ciencias (Anciu). Además, la Udelar tuvo un importante refuerzo presupuestal para acelerar su desarrollo en el interior del país, lo que condujo a la implantación de varios grupos de investigación.

Hoy el SNI tiene categorizados cerca de 1.800 investigadores. Si asumimos que hay algunos más fuera del sistema, podríamos generosamente elevar el número total a unos 2.500, lo que daría unos 700 investigadores por millón de habitantes (inv/mh), cifra que concuerda con la proporcionada por el Banco Mundial. Si nos comparamos con el resto de los países de América Latina, podríamos concluir que no estamos tan mal: sólo Argentina, con unos 1.200 inv/mh, supera a Uruguay. Pero no debemos olvidarnos de que América Latina vive en medio de recurrentes crisis políticas, económicas y sociales, con economías reprimarizadas, así que no es un buen espejo donde mirarnos. Si nos comparamos con nuestras antiguas metrópolis –España y Portugal–, hoy prósperos países de la Comunidad Europea, comprobaremos que nos superan ampliamente: cuentan con unos 3.000 y 4.500 inv/mh, respectivamente. Nueva Zelanda –un país con el que nos gusta compararnos habitualmente– cuenta con unos 5.500 inv/mh. Quiere decir que todavía tenemos mucho camino para recorrer antes de acercarnos a los indicadores de estas prósperas naciones.

Si miramos hacia atrás y nos comparamos con la situación previa a 1985, cuando sólo había un grupo muy reducido de investigadores que realizaban su trabajo en condiciones prácticamente amateur, situación que además se había agravado notoriamente durante los años de la dictadura, podemos concluir con cierto beneplácito que recorrimos un largo camino en CTI. Pero a partir de 2010 ya no hay el mismo empuje, tal vez en parte debido a que la economía del país ya no tuvo el viento de cola de años anteriores, o en parte quizá porque la CTI ya no tuvo la misma prioridad. Es hora de pensar en un nuevo impulso a la CTI, con objetivos concretos, como podría ser, por ejemplo, duplicar el número de investigadores en la próxima década, objetivo modesto si se quiere, ya que todavía quedaríamos lejos de los indicadores de los países desarrollados, pero acortaríamos la brecha.

El país tiene una gran necesidad de incorporar nuevos investigadores en organismos del Estado, en nuevos centros de investigación o en el interior del país, en áreas clave como la biotecnología, informática, ciencias del mar, desarrollo social, clima, ambiente o fuentes de energía, sin que esto signifique descuidar a las ciencias básicas. Con un modesto incremento de 7% en la plantilla de investigadores, se podría alcanzar el objetivo de duplicar el número total de investigadores al cabo de una década. Invertir en CTI es hacer una apuesta al futuro, abrir nuevos horizontes que entusiasmen y enamoren a nuestros y nuestras jóvenes, y que los convenzan de que vale la pena quedarse, de que no necesitan emigrar para hacer ciencia de calidad. Parafraseando a Clemente Estable, podemos afirmar que no hay país pequeño con horizontes grandes.