La forma en que los humanos nos relacionamos con el resto de los animales es tan compleja que desafía los intentos por encasillarla desde la ética y la lógica. Como dijo una vez Andrew Rolan, científico y activista por los derechos de los animales, “lo único consistente en la forma en que los humanos piensan en los animales es su inconsistencia”.
Esto corre para las múltiples facetas de esta relación: la tenencia de mascotas, la experimentación científica, los deportes o juegos con participación de animales, la dieta que los incluye y las opiniones que tenemos sobre prácticas como la caza. Estamos expuestos permanentemente a paradojas, que intentamos surfear de la mejor manera posible sobre una tabla hecha de instintos, moralidad, cultura y aprendizajes.
Por ello es prácticamente imposible no trazar líneas morales entre especies, sea a la hora de cazarlas, comerlas o usarlas para investigación. A veces esa línea depende de factores psicológicos o emocionales (como la consideración del carisma, la belleza o la inteligencia de una especie), en otras ocasiones es cultural, utilitaria, o se justifica en nombre del conocimiento o de un bien mayor.
No trazar esa raya, que sería llevar al extremo la lógica en este caso, provoca, curiosamente, situaciones absurdas. La activista y autora Joan Dunayer, por ejemplo (que popularizó el término “especismo” como discriminación hacia las especies no humanas), opina que no hay razón consistentemente lógica para dar más valor a la vida de un humano que a la de una garza o una araña. Ese estándar ético inflexible, que podría evaluarse como coherente, la lleva a considerar que las termitas tienen derecho a comerse tu casa sin que hagas nada al respecto, o que no hay motivo para elegir a un niño antes que a un perrito a la hora de salvar a uno de los dos de un incendio. En este panorama, la inconsistencia que nos caracteriza a la hora de pensar en los animales parece incluso deseable.
Este tipo de dilemas son los que hacen nuestra relación con otros animales tan fascinante y tan perturbadora a la vez. Discutirlos, lejos de paralizarnos o relativizar nuestra responsabilidad moral con ellos, nos obliga a pensar nuevas y mejores respuestas, a considerar otras ópticas y buscar zonas de acuerdos en defensa de una biodiversidad bajo amenaza.
En Uruguay no somos ajenos a estos desencuentros, que se dan en varios terrenos y con distintos matices (aunque por lo general no llegan a extremos como los de Dunayer). La necesidad de proteger nuestra biodiversidad en peligro y el avance de nuevas sensibilidades respecto de los derechos de los animales chocan a veces con prácticas locales muy arraigadas, algo que queda expuesto en forma polarizada en los medios y redes sociales pero que tiene otras sutilezas a considerar.
El conflicto más evidente es el que genera la caza deportiva y comercial, que afecta no sólo a especies exóticas sino a muchas nativas, y que motivó en 2017 un inédito encuentro para debatir el futuro de esta práctica en Uruguay, coordinado por la Dirección Nacional de Medioambiente y con participación de activistas por los derechos de los animales, científicos y cazadores, entre otros actores sociales. A veces, sin embargo, estos desencuentros plantean situaciones más complejas. Tomemos como ejemplo Paso Centurión.
Un lugar para conservar
Paso Centurión es una localidad rural y fronteriza ubicada en Cerro Largo, que tiene entre sus particularidades ser uno de los pocos relictos que hay en Uruguay de la mata atlántica brasileña y alberga una gran diversidad de fauna. Puede encontrarse allí casi la mitad de los mamíferos reportados para el territorio uruguayo, incluyendo varios amenazados (paca, tamanduá, tatú de rabo molle, coendú, yaguarundí) o registrados oficialmente sólo en ese punto, como el elusivo yapok y el misterioso aguará guazú, el “lobo con zancos”. No son los únicos seres amenazados: la propia población de Paso Centurión está en proceso de envejecimiento y franca disminución, además de contar con índices socioeconómicos muy bajos.
Su ingreso reciente al Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP) se debe a esta riqueza natural y también en buena parte al trabajo hecho por instituciones como la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República y el Programa de Conservación de la Biodiversidad y Desarrollo Sustentable en los Humedales del Este, así como organizaciones dedicadas a la conservación, que han llevado adelante intervenciones en la zona. Las dos más importantes son la asociación civil Julana (Jugando en la Naturaleza), que trabaja en educación ambiental con la comunidad local, y Coendu (Conservación de Especies Nativas del Uruguay), ONG que lleva a cabo acciones de sensibilización y educación ambiental y control de ilícitos.
La antropóloga Magdalena Chouhy conoce muy bien esta zona. Entre 2013 y 2018 viajó muchísimas veces al lugar como parte de un proyecto llamado inicialmente “Monitoreo participativo de fauna en Paso Centurión”, una instancia interuniversitaria con investigadores de diferentes facultades que colaboró estrechamente con Julana. Además, sus visitas a Centurión fueron parte de la investigación de su tesis de maestría.
Desde sus primeras visitas, Chouhy se percató de que lo que ocurría en Centurión con la progresiva ambientalización de la zona era diferente a lo que se vivía en otras regiones, donde hay una mayor incidencia de la caza del jabalí y los problemas asociados (como la depredación de fauna nativa por parte de los perros usados para matar animales considerados plaga).
En esta localidad aún está arraigada la tradición de caza por subsistencia, comer para vivir, que presenta otros dilemas tanto a nivel legal como ético. “Son prácticas y formas de entender y legitimar la caza que son particulares en Uruguay. Su manera de concebirla, en el marco de un entramado de relaciones con el lugar, el ambiente y otros animales, es un tema apasionante”, cuenta Chouy.
Tan apasionante, de hecho, que la llevó a unir fuerzas con su colega Juan Martín Dabezies, antropólogo del Centro Universitario Regional Este (CURE) especializado en la relación humano-animal. Gracias al apoyo de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) y la Universidad de la República (Udelar), dieron forma a un trabajo que indaga en la encrucijada de moralidades y formas de relación con los animales en la zona, y nos ubica en el terreno difícil pero necesario de considerar otras formas de pensar el mundo y la naturaleza, a menudo muy distintas de las perspectivas urbanas.
Su caza no es mi caza
A lo largo de su trabajo en Centurión, Chouhy vio las “tensiones y humores que entraban en conflicto, pero que no se presentaban directamente”. Fueron más bien discursos o posturas enfrentados y que se fueron transformando con el tiempo.
La antropóloga se refiere a las tensiones entre las costumbres de caza de la población local y la postura de la organización Coendu, que tiene un discurso anticaza y pregona un conservacionismo que los autores del trabajo definen como stricto sensu o radical (no confundir con el animalismo radical). En este conservacionismo, “si bien se promueve la protección de lo nativo, no se promueve el control de animales exóticos o invasores mediante la caza ni otras formas de muerte”, indican los autores. Dicho de otro modo, no se aprueba la caza de animales que ponen en peligro la biodiversidad, como el jabalí, algo que sí es aceptado generalmente desde el ámbito científico vinculado a la conservación y la bioseguridad.
La caza en Centurión, sin embargo, se practica tradicionalmente como forma de sustento. Pero también se caracteriza por sus connotaciones culturales, ya sea porque tiene fines de esparcimiento o es vista como actividad familiar o cotidiana. Está “integrada en la vida y la moralidad de la población”, señalan los autores. Se caza principalmente mulita, tatú, carpincho y, cuando se la encuentra, también paca (un animal poco frecuente y en precaria situación de conservación en el país, lo que vuelve más delicado el tema), todos ellos animales nativos y protegidos por la Ley de Fauna. La prohibición choca entonces de frente con una costumbre muy arraigada y también con la concepción de la naturaleza y de la gestión de los animales que tienen los pobladores, que es distinta a la establecida por la academia y por el conservacionismo más estricto.
Para los pobladores, entonces, la llegada de los conservacionistas, que pasan además a ser vecinos, es también el arribo de una ley que era desconocida o no fiscalizada y que a partir de ahora puede aplicarse. “Alguien que se dedicó a esta misma actividad toda la vida puede descubrir que se lo considera un delincuente, lo que trastoca todo un orden, porque el que lo hace no considera que esté haciendo un daño o que eso sea un problema. Para ellos, delito es carnear una oveja ajena, no cazar una paca”, remarca Chouhy.
El que cuida los animales, en este contexto, es también aquel del que “hay que cuidarse” a la hora de cazar, como cuentan vecinos en el artículo publicado. Un cartel donde se lee la frase “La caza de especies nativas está prohibida”, junto al número de la Ley de Fauna (9481/35) y los logos de la ONG, funciona entonces a modo de recordatorio y también de “marca espacial” de un nuevo sujeto en el territorio.
Los cazadores locales tienen además sus propias concepciones y reglas para garantizar que no se afecte la disponibilidad de animales, que difieren de las aplicadas por la gestión ambiental o la normativa. No cazan mulitas en los meses reproductivos, por ejemplo, y su idea de lo “amenazado” y lo “abundante” es muy distinta a lo usualmente establecido desde la ecología o la conservación. Una especie nativa como los zorros, por ejemplo, tiene connotaciones negativas y abunda porque “se reproduce mucho y no dejan matar nada”.
Las normas éticas que predominan son “cazar para comer y que el cazador o cazadora sea local”. Incluso un funcionario policial, el encargado de hacer cumplir la Ley de Fauna, lo menciona al ser consultado para el trabajo. “Si un lugareño se caza una mulita para comer con la familia, bueno, está dentro de lo normal. No se debe, pero está dentro del equilibrio ese… No es lo mismo que venga uno de afuera y se lleve diez mulitas [...] A ese sí tenemos que aplicarle la normativa o la ley. [...] Cazar una mulita [...] no va a afectar tanto el ecosistema, y lo tenemos de nuestro lado porque ese lugareño al que le gusta cazar o que tiene la tradición familiar no va a dejar que venga alguien de afuera a cazarle”, cuenta el policía.
Hay también una mirada distinta sobre la “propiedad” de los animales. Para muchos de los pobladores, cazar animales que “no son de nadie” es una práctica moralmente aprobada, pero hacerlo con los animales de otros (como los domésticos o productivos) es inadmisible. No entra en juego allí la división “nativo-exótico” que es esencial para el conservacionismo.
Para Dabezies, la postura de justificar la caza para la subsistencia es también una apropiación discursiva que marca un cambio ontológico importante. No sólo se caza porque es tradición; hay además una cuestión pragmática, se necesita hacerlo en algunos casos para sobrevivir. Y es ahí donde las dos miradas se pueden acercar al encontrarse en el mismo territorio.
Un lugar para conversar
Tenemos, entonces, dos posturas de mundos distintos que parecen irreconciliables al hablar de conservación, ya que una toma la caza como una amenaza para la biodiversidad local y fomenta su persecución, mientras la otra la legitima en ciertas condiciones. Al convivir en el mismo terreno, sin embargo, se abren puentes y alianzas que pueden ser clave para la defensa del territorio, como indican los antropólogos.
En el trabajo, un integrante de Coendu que se define como “anticaza total” cuenta la contradicción que experimentó al visitar a una pareja en su casa mientras hacía campaña para que Centurión ingresara al SNAP. “Conocí una sencillez fuerte pero linda, y ahí entendí... [...] ¿de qué vive esta gente? [...] Viven de la huerta... comen de la huerta, tienen una vaca que les da leche… cada tanto un cordero, cada tanto matan una mulita o un animal también para comer. [...] Y ahí primero tuve [...] algo que me llegó mucho, que es la caza como alimento posta [...] donde seguramente matar esa fauna nativa le hace la diferencia al mes”.
Aunque dentro de la propia organización hay posturas distintas sobre la tolerancia a la caza, la anécdota muestra una apertura que parte más de la comprensión de una realidad material que de entender o aceptar una concepción distinta del mundo natural. “Eso sintetiza un montón de cosas, muestra cómo conocer esas otras formas de vida te lleva a la posibilidad de entablar diálogos culturales naturales que van más allá de esa tensión”, dice Dabezies.
Son personas con concepciones distintas pero también nuevos vecinos que “no pueden vivir en tensión o en oposición”, aclara Chouhy. Ella misma vio cómo estas posturas enfrentadas se iban suavizando o transformando a través del tiempo y del conocimiento mutuo. “En Centurión no hay posibilidad de diálogo con una postura anticaza absoluta. Entonces hay más contactos, más cercanía y más diálogo, aunque se siga defendiendo la postura contraria a la caza”, agrega.
“Nos interesa desde la antropología comprender el mundo del otro, entender desde dónde estas personas conceptualizan su vida y su ambiente. Al acercarse a cada lugar vemos que hay particularidades y hay diversidad de perspectivas y formas de estar en el mundo. Cuando la ecología y la conservación llegan al lugar comienzan a disputarse los sentidos de todo: qué es la naturaleza, qué es lo que hace que las especies estén vulnerables, cuáles son los problemas ‒los ambientales y los de los pobladores‒ que quizá no son los que pensamos a simple vista”, agrega. Su mirada va más allá de la dicotomía urbano-rural o civilización-barbarie que predomina a veces en la discusión sobre estos temas en redes sociales (por ser elegantes y usar un gran eufemismo).
Estas articulaciones, por ejemplo, permiten a los conservacionistas poner el foco en los cazadores “de afuera” y aliarse también con los pobladores para defender el territorio. Obligan a dejar de lado las diferencias sobre la clase de animales que se pueden cazar y “hacer la vista gorda” ante la presencia de un enemigo común que es más grande. Parafraseando a Jorge Luis Borges, que supo escribir en uno de sus cuentos sobre la “paradójica voluntad de ser cazador” y amar los animales al mismo tiempo, no los une el amor sino el espanto.
Esto no sólo hace referencia a cazadores foráneos que matan muchos animales. La amenaza mayor que perciben tanto los pobladores locales como los conservacionistas es el avance de la forestación, que los lugareños asocian a la plaga del jabalí y a un paisaje ajeno y artificial, que provoca el desplazamiento de pequeños productores en un territorio donde predomina la ganadería extensiva.
El temor a que se produzca un avance en la forestación, que obligue a cambios en el modo de vida, sigue presente en el lugar pese a su ingreso al SNAP. Ese también es un “puente pragmático”, que permite articulaciones o alianzas para defender el territorio ante la ampliación del negocio agroforestal, visto como una amenaza mayor que las diferencias sobre la caza en la zona. En este panorama, dicen los autores, las alianzas entre pobladores y ONG ayudan a defender el territorio, pero implican “alternativas a una concepción dualista de la vida y una versión única del mundo, la naturaleza y la conservación”.
La ley es otra
El trabajo de Chouhy y Dabezies deja en evidencia también que existe un vacío legal en la normativa uruguaya. La caza de subsistencia no es contemplada por nuestra ley, lo que “genera una serie de situaciones legales grises, donde chocan los derechos a la alimentación y la soberanía alimentaria con las restricciones relativas a la gestión de la fauna nativa”. Estas zonas grises son las que hacen que en muchas ocasiones la ley no se ponga en práctica o se apliquen varas distintas.
En otros países se permite por ley la caza de subsistencia para comunidades indígenas, pero “como en el imaginario de Uruguay se generó la concepción de que el país no tiene diferencias culturales, eso ni siquiera se ha tenido en cuenta, aunque forma parte de muchos lugares del Uruguay profundo”, señala Chouhy.
“La de la ley no es una visión de la caza propuesta desde lo cultural, y no digo que ese sea el camino, porque a nivel global la tendencia es que se consideren sobre todo los usos de la fauna, pero no se presenta como una actividad que considera la cultura. Más allá de eso, la ley que regula la caza está muy desactualizada y ya se está trabajando en eso”, indica Dabezies.
Los antropólogos, que participaron del encuentro organizado por la Dirección Nacional de Medio Ambiente para discutir el futuro de la caza, creen que es necesario rehacer la normativa pero contemplar distintas perspectivas. Hacerlo implica también preguntarse de quién es la naturaleza en Uruguay. “¿Es de todos, del Estado, de nadie? Son discusiones profundas que debemos tener y que definen el alcance de cualquier regulación de la caza que se quiera proponer”, reflexiona el antropólogo.
El ejemplo de Paso Centurión, según Chouhy, demuestra que es muy complejo pensar en planes y proyectos sin tener en cuenta o sin conocer el sistema de pensamiento de los otros. Trabajos de regulación de caza que se han hecho en otros países, donde hay comunidades locales que la practican, “concluyen en la importancia de establecer puentes con el modo de pensar del otro”. Y si algo aprendimos de la conservación de fauna, es que las poblaciones demasiado fragmentadas están condenadas al fracaso.
Artículo: “La caza en Centurión. Aproximaciones etnográficas entre cazadores y
conservacionistas”
Publicación: Tekoporá, Revista Latinoamericana de Humanidades Ambientales y Estudios Territoriales (2020)
Autores: Magdalena Chouhy, Juan Martin Dabezies.