Tendemos a pensar que el mundo está constituido por una sucesión regular de acontecimientos. Esta opinión se funda en al menos dos razones. En primer lugar, en una cuestión de necesidad: debemos creer que las cosas seguirán sucediendo tal como lo venían haciendo, ya que de eso depende nuestra posibilidad de actuar. En segundo lugar, en que esa suposición tiene bases en la experiencia. Efectivamente, habitamos un mundo regular, pero sólo respecto de las poblaciones. Mientras que los agregados de sucesos siguen ciertas normas, entre los singulares que los conforman reina el caos. Resulta contraintuitiva una afirmación de tal tipo. Si un conjunto de eventos exhibe determinado orden, nos vemos inclinados a suponer que cada uno de ellos, considerado aisladamente, también lo mostrará.

Pues así no son las cosas. La comprensión de la diferencia entre orden de los agregados y caos de los eventos tuvo consecuencias dramáticas en el campo cognitivo, y –como sugeriré al final del artículo– su falta de comprensión las tiene en el campo moral. La mención de esta diferencia nos conduce al mayor descubrimiento del Occidente moderno: el carácter probabilístico del mundo.

Héroes

La historia de la probabilidad en Occidente es, como todo, resultado de la acción colectiva. En este caso sus orígenes se remontan al surgimiento de un Estado que recurrió a la contabilización de sus súbditos como mecanismo de control. Los gruesos libros con burocráticos registros de nacimientos, enfermedades, crímenes y defunciones constituyeron el caldo de cultivo de la idea.

Pero los seres humanos necesitamos héroes. Y esta historia, como tantas otras, los tiene.

El 16 de noviembre de 1835, Siméon Poisson propuso a la Academia de Ciencias de París que “las cosas de toda índole están sujetas a una ley universal que podremos llamar la ley de los grandes números. Consiste en lo siguiente: si se observa un número considerablemente grande de sucesos de la misma clase, que dependen de causas que varían irregularmente, es decir, sin ninguna variación sistemática en una dirección, se comprueba que las proporciones entre los números de los sucesos son aproximadamente constantes”.

Tomemos una moneda y lancémosla al aire. Mientras gira ¿podemos saber si caerá en cara o en número? No. Lancemos otra. ¿Podemos saber de qué lado caerá? Tampoco. Y así con cuantas monedas lancemos. Luego de haber lanzado un gran número de monedas, contabilicemos cuántas han caído en cara y cuántas en número. Sistemáticamente, con independencia del lanzador y del entorno en que se lleva adelante el experimento, tras un número suficientemente grande de lanzamientos, aproximadamente la mitad de las veces habremos obtenido cara, y aproximadamente la otra mitad, número.

El 21 de febrero de 1844, Adolphe Quetelet comunicó a la Comisión Estadística Belga el siguiente descubrimiento: “Puede uno preguntarse si en un pueblo existe un homme type, un hombre que represente a ese pueblo por su estatura y en relación con el cual deben considerarse todos los demás hombres de la misma nación como desviaciones más o menos grandes. Las cifras que uno obtenga al medir a estos últimos se agruparán alrededor de un término medio, de la misma manera que los números que uno obtendría si ese mismo hombre tipo hubiera sido medido numerosas veces mediante métodos más o menos imprecisos”.

Extrae de un saco con porotos blancos y negros, un puñado. Si los frijoles se encuentran bien mezclados y los hay tanto de un color como de otro, obtendrás una proporción de porotos negros que, como el lado de la moneda, no es determinable a priori. Vuelve a sacar un puñado y ocurrirá lo mismo. Y así otra vez, y otra. El resultado de cada extracción es indeterminable y, ciertamente, variable.

Sin embargo, al cabo de un número muy grande de sacadas, si por ejemplo la proporción de porotos negros en la bolsa es de 0,6 (o 60%) observarás que la mayor parte de las veces obtuviste una proporción cercana a 0,6. Y que las restantes proporciones van descendiendo en más y en menos, de manera relativamente simétrica.

Carl Gauss denominó a esta propiedad del azar distribución normal (la idea original se atribuye a Abraham de Moivre). En honor del primero llamamos a su representación gráfica la campana de Gauss.

A finales de la década de 1860, James Maxwell se valió del descubrimiento de Quetelet para estudiar las velocidades moleculares en un gas. “Mostró que mientras no se podía decir nada sobre las moléculas individuales, sí era posible calcular la proporción de moléculas con velocidades dentro de unos determinados límites y a cualquier temperatura dada”.

En 1897, Emile Durkheim publicó El suicidio, texto fundacional de la sociología. Un fenómeno casi exclusivo de la psiquiatría y la moral –como patología o aberración individual– era considerado en términos poblacionales.

En 1922, Ronald Fisher adaptó el modelo de Quetelet con la intención de integrar las leyes de la herencia de Gregor Mendel con la teoría evolutiva de Charles Darwin.

Por esa época el avance en la investigación sobre la naturaleza del átomo daba lugar a la gran revolución en la hermana mayor de las ciencias, la física. El subatómico resultaba ser también, ¡y en qué grado!, un mundo probabilístico.

Es que la ley del azar no sólo rige las monedas y los sacos de frijoles, sino todo lo que nos rodea. Así como Quetelet había derivado este principio de sus mediciones antropométricas, podemos nosotros hacerlo de cualquier cosa. Parafraseando a Jerzy Neyman, esta ley (que podríamos llamar del orden del caos) se confirma una y otra vez “en poblaciones humanas u otras poblaciones animales, pero también, por ejemplo, en poblaciones de moléculas o de galaxias. El rasgo común de estas poblaciones es que, aunque sus elementos individuales estén sujetos a una variabilidad considerable y puedan parecer, al menos en algunos aspectos, indeterminados en sus estados y comportamientos, pueden no obstante exhibir regularidades de tipo probabilístico en el nivel agregado”.

La máquina de frijoles de Francis Galton

Además de con observaciones y experimentos, podemos confirmar esta ley con modelos. Me gustan los modelos físicos. Con los matemáticos suelo tener dificultades. Pero esos juegos con bolas y alambres, poleas y resortes, me resultan tan lúdicos como accesibles a la comprensión.

El 9 de febrero de 1877, Francis Galton –acaudalado británico, primo del naturalista Charles Darwin– presentó a los miembros de la Royal Society un aparato confeccionado con trozos de madera y clavos. Lo llamó quincunx, pero llegó a conocerse como la máquina de Galton o máquina de frijoles.

Sobre una madera rectangular colocó dos trozos de madera curvada, que hacían las veces de embudo. Inmediatamente debajo, equidistante de cada lado del embudo, colocó un clavo. Cualquier objeto aproximadamente circular (unos frijoles pequeños, en la exhibición de Galton) que cayera por el embudo, golpearía el clavo, pudiendo dirigirse bien a la izquierda, bien a la derecha, con igual probabilidad. Debajo del primer clavo colocó otros dos, también equidistantes y en una posición tal que, si el objeto caía hacia la izquierda, se topaba en su centro con el clavo de la izquierda, mientras que si lo hacía a la derecha impactaba de igual modo con el de la derecha. Una vez más, resultaba igualmente probable que tras el segundo impacto se dirigiera a la izquierda o a la derecha. Y así agregó otras filas de clavos. El resultado aparecía a la vista como un triángulo de obstáculos. Finalmente agregó pequeños listones de madera para que contuvieran los objetos al final de sus respectivos recorridos.

Al lanzar cada frijol resultaba imposible saber en qué contenedor terminaría. No podía predecirse hacia dónde se dirigiría tras el primer impacto, mucho menos dónde finalizaría su accidentado trayecto. Y, de hecho, al lanzar los frijoles uno a uno, se observaba que caían en lugares distintos. Sin embargo, al lanzar un número importante de frijoles, sistemáticamente se observaba nuestra ya conocida distribución normal. Indefectiblemente los frijoles formaban una campana.

Tengo una versión de la Galton Board en mi escritorio. Se trata de un modelo comercial en que el plástico sustituye a los clavos y las maderas, y en lugar de frijoles se han agregado pequeñas bolas de metal. Puede adquirirse por internet a un precio razonable. Suelo girarla (funciona como un reloj de arena) para confirmar que habito el mismo mundo que habitaba el día anterior.

Falacia ecológica

El descubrimiento de esta ley fundamental de la naturaleza revolucionó la ciencia. En física, en biología, en (se esperaría) sociología, pensamos en poblaciones y sus propiedades, no en entidades individuales. Y es en las poblaciones donde buscamos regularidades.

Sin embargo, como mencionamos al inicio, la idea no resulta intuitiva. Nuestra tendencia a pensar que una constante observada en una población debe ser la consecuencia de comportamientos constantes en cada una de las partes que la integran nos lleva a cometer, en algunas oportunidades, un error que lleva el nombre de falacia ecológica. Una falacia ecológica consiste, justamente, en inferir una propiedad de los casos a partir de las características agregadas del grupo al que pertenecen. En el catálogo de malos usos de las estadísticas, y en especial de las que se obtienen a partir de encuestas, ocupan un lugar destacado las falacias de este tipo.

Las mujeres perciben menos ingresos por su trabajo que los hombres. Bueno, mi jefa, la directora del Área Técnica del instituto donde trabajo, percibe (como es razonable por las mayores responsabilidades de su cargo) un salario mayor que el mío. La directora del Área Administrativa de ese mismo instituto, también. Y lo mismo sucede con la directora de la Unidad de Comunicación. Mientras tanto, mi asistente percibe un salario menor que el mío. Tenemos aquí cuatro situaciones de comparación, en tres de las cuales una mujer percibe un mayor salario que un hombre. El salario medio de las mujeres es inferior al salario medio de los hombres constituye una afirmación correcta para dar cuenta de una diferencia poblacional. O lo que es lo mismo: si extraemos al azar a un hombre y a una mujer de entre la población ocupada, la probabilidad de que el salario del primero sea mayor que el de la segunda es mayor que la situación contraria. Es que la probabilidad se aplica a los colectivos. Y en ningún caso (excepto, claro está, en aquellos en que sea igual a cero o a uno) una probabilidad colectiva puede decirnos nada acerca de un caso particular. No existen probabilidades para un caso único. El caso es o no es.

Mucho menos entonces –y comúnmente se escucha– es posible inferir de una probabilidad colectiva una certeza individual (lo que el caso único es o no es).

Los maestros que trabajan en el sector privado se sienten más satisfechos con su trabajo que quienes lo hacen en el sector público. Bueno, algunos sí, otros no. Los habitantes del norte de Italia son más conservadores que quienes viven en el sur. Algunos sí, otros no. En la tierra de la Liga Norte estudió sociología el líder de las Brigadas Rojas.

El ejemplo más extremo de falacia ecológica que jamás leí, resultaría hilarante si no fuera porque el asunto que trataba no tiene nada de gracioso. Se presentaban los resultados de una encuesta de opinión sobre la despenalización del aborto. Los resultados arrojaron algo así como que 55% de los encuestados se manifestaba a favor de la despenalización y 45% se declaraba en contra. El titular del artículo periodístico que reportaba los resultados, rezaba: Los uruguayos somos abortistas, pero moderados.

En general el reporte de resultados de opinión pública parece subir un escalón en la búsqueda del homme type de Quetelet, llegando al punto de construir una nueva entidad (LA opinión pública). Pero la opinión pública no existe. Existen muchas opiniones individuales, que pueden resumirse en porcentajes o promedios, para dar cuenta sumariamente del estado de una población.

Este error en nuestro modo de razonar tiene importantes consecuencias morales. Consideramos, a continuación, dos de ellas.

Estigma

Supongamos una distribución de un índice de actitudes machistas, por el cual los valores bajos significan ausencia de machismo y los altos un alto grado de machismo. Supongamos también que la distribución de las actitudes de la subpoblación de hombres se encuentra hacia la derecha (valores más altos en el índice de machismo) mientras que la de la subpoblación de mujeres se ubica hacia la izquierda (valores más bajos en el mismo índice). Afirmar a partir de esta información que los hombres son machistas tiene un efecto estigmatizador hacia todos los casos de esa población. Incluso hacia aquellos que en la distribución de actitudes se ubican más a la izquierda que muchas mujeres.

Si vivís en Casavalle, sos un delincuente. Ese es un estigma popular. Si estudiás en una escuela de contexto sociocultural bajo (alguien alguna vez tendrá que explicarme cómo la cultura podría considerarse en términos de alto-bajo, pero ese es otro asunto), tenés bajo rendimiento escolar. Si sos del sur de Estados Unidos, sos racista.

Los procesos de estigmatización constituyen una especie de formación de estereotipos. La construcción de estereotipos cumple una función cognitiva y, por tanto, orientadora de la acción. La fijación de creencias supone, en parte, fijar estereotipos. Si veo corriendo hacia mí un perro grande en la calle, seguramente me proteja de un posible ataque. Si el que viene corriendo es un perro pequeño, es más probable que no lo haga, aun sabiendo que muchos perros grandes son de lo más pacíficos y que algunos pequeños pueden ser en extremo traicioneros (algo que puedo atestiguar por el hecho de haber sido mordido por un perro sólo una vez en mi vida: un pequinés).

Pero si el estereotipo cumple la función de hacer previsible el mundo, el estigma lo crea. Al menos el mundo humano. William Thomas formuló un principio clave para el estudio de las comunidades de Homo sapiens. Afirmó que “si una situación se define como real, es real en sus consecuencias”. Un niño al que se le dice sistemáticamente que es desobediente, burro o torpe, tenderá a representar esos papeles. Y lo que es más seguro: las personas con las que convive tenderán a tratarlo como si tuviera aquellas características. Y los comportamientos derivados de ese como si son reales. El estigma crea realidad.

El tipo de falacia que llamamos ecológica tiene, por tanto, consecuencias más allá del ámbito de la lógica: opera como un poderoso reproductor del estigma y la discriminación.

Lo típico y lo desviado

La defectuosa comprensión de la noción de distribución normal tiene otra consecuencia moral relevante. Tan pernicioso como imputar a individuos particulares el valor medio (o más frecuente) observado para la población que integran lo es considerar ese valor típico como lo deseable para cada uno de los casos, y todo caso que se aparte de aquel como desviado o, peor aún, como un error. En terminología estadística, los casos a la izquierda y derecha del valor central en una distribución se tratan efectivamente como desvíos o (en el caso de repetidas mediciones de una misma entidad) como errores. Estos términos carecen de una connotación normativa en el ámbito técnico. Pero cuando se utilizan para valorar a mujeres y hombres específicos, cuyas características difieren de lo que es más frecuente, las consecuencias suelen ser muy nocivas.

Todo aquel que considere anormal a un individuo que por sus opiniones, actitudes o comportamientos se aparta notoriamente del promedio debiera recordar que lo normal en la naturaleza incluye lo que se desvía del promedio. La distribución completa de Quetelet es normal, no sólo su valor central. Lo desviado forma parte del funcionamiento del mundo. O como enseña la mejor filosofía, es parte de la razonabilidad de la naturaleza.

Seres humanos, animales, moléculas y galaxias se distribuyen según sus atributos, describiendo formas que sistemáticamente dan cuenta de la heterogeneidad. La heterogeneidad es una característica fundamental del universo, que la teoría de probabilidades ha puesto en evidencia como tantas otras lo han hecho en el pasado. La desviación no es, por tanto, anormal, como sí lo es todo intento por extirparla.

Referencias

Las citas de Poisson y Quetelet fueron tomadas de Ian Hacking (1991). La domesticación del azar. La erosión del determinismo y el surgimiento de las ciencias del caos. Gedisa.

Las paráfrasis de Maxwell y Neyman fueron tomadas de John Goldthorpe (2017). La sociología como ciencia de la población. Alianza.