Hagamos un viaje al pasado. Dejemos que nuestra imaginación nos lleve unos 150 millones de años hacia fines del Jurásico. Para empezar, podrían sentirse un poco extrañados. El suelo que hoy pisamos y que nombramos Uruguay en aquel entonces estaba unido al de nuestros vecinos africanos de enfrente. Hace 150 millones de años nuestros continentes ni siquiera se habían separado. Pero eso es algo que sólo podríamos notar si lográramos elevarnos lo suficiente de la superficie. Pero, justamente, elevarnos por nuestros propios medios es algo que ni ahora ni entonces podríamos haber hecho. Y ahí sí nos daríamos cuenta de otra cosa extraña.
Al mirar el cielo de donde hoy es Tacuarembó –allí los llevé cuando comenzamos este viaje espaciotemporal– algo nos haría sentir inquietos. Está bien, muchas sensaciones serían extrañas. Estaríamos en un desierto arenoso extenso –el Botucatu–, pero con ríos y vegetación como para alimentar a los enormes dinosaurios saurópodos. ¡Me había olvidado de decirles! Sí, está lleno de dinosaurios. Y si bien no hay que temer que nos devore un tiranosaurio rex, porque ese animal no vivió en el Jurásico sino varias decenas de millones de años después de entrado el Cretácico y no en esta parte del planeta, tengan cuidado porque sí nos vamos a encontrar con varios torvosaurios y ceratosaurios, bestias carnívoras que cuando andaban hambrientas eran tan letales como el tiranosaurio. Pero volvamos a lo nuestro.
Al mirar el cielo notaríamos algo raro. Si bien veríamos algún insecto volador, nadie andaría surcándolo. De todos los bichos vertebrados que aparecieron en la Tierra desde que la vida comenzó, hace unos 3.800 millones de años, ninguno había conquistado el aire. Bueno, ninguno no. Y justo allí podemos verlo venir. Por su tamaño, de lejos podemos pensar que se trata de una gaviota grandecita. De punta a punta de ala tiene un poco más de 1,6 metros. ¡Es un pterosaurio! “Pterosaurio” significa algo así como “lagarto con alas”. Porque ciertamente no es un ave ni tampoco un dinosaurio, sino un reptil.
A medida que se acerca, el temor comienza a crecer: podemos ver que su largo rostro está lleno de dientes que sobresalen. Pero tranquilidad, este tacuadáctilo sólo se alimenta de crustáceos y peces pequeños. Se llama Tacuadactylus luciae, es un pterosaurio de la familia de los ctenocasmátidos –cuyo nombre indica que tienen mandíbulas dentadas que recuerdan peines– y acaba de ser descrita por un grupo de paleontólogos de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República. Verlo volar allí, solo, siendo la única bestia huesuda que contempla el paisaje desde la altura –las aves recién estaban surgiendo por esa época y los murciélagos vendrían muchísimo después– es sin dudas fantástico. Como fantástico es el trabajo que Matías Soto, Felipe Montenegro, Pablo Toriño, Valeria Mesa y Daniel Perea acaban de dar a conocer en la revista Journal of South American Earth Sciences.
Para saber más sobre este bicho, el rey del cielo jurásico de Tacuarembó, aunque se trate de un reino en el que por ahora era el único habitante, dejamos el pasado y viajamos 150 millones de años para encontrarnos en la Facultad de Ciencias con Matías el paleodentista Soto (así lo bautizamos en notas anteriores sobre dinosaurios de Tacuarembó). Y vaya si tendrá trabajo un paleodentista con una mandíbula de peine llena de dientes.
Un reencuentro afortunado
La historia del fósil que nos permite conocer al tacuadáctilo está plagada de encuentros, desapariciones y reencuentros sorprendentes. Porque parte del fósil que hoy permite describir la especie y género nuevo Tacuadactylus luciae ya había sido encontrado hace tiempo. Fue retirado de los sedimentos de un camino cercano al cerro Batoví, en Tacuarembó, en 2007 por Daniel Perea, jefe del Departamento de Paleontología de la Facultad de Ciencias, y su equipo. En su momento, tras la preparación de Pablo Toriño, no pudieron determinar a qué animal pertenecía el material y lo guardaron para ser examinado más tarde en la colección de fósiles de la facultad. Pero el fósil, de 150 millones de año, jugó a las escondidas. No lo encontraban por ninguna parte hasta que recién en 2015 apareció arriba de un armario.
Tras realizarle un estudio minucioso –que incluyó una tomografía en el Hospital de Clínicas–, los investigadores llegaron a la conclusión de que se trataba del fósil de una parte del rostro de un pterosaurio de la familia de los ctenocasmátidos, y así lo hicieron saber en un artículo de 2018. Sin embargo, el carácter fragmentario del fósil no les permitió ir más lejos ni determinar si pertenecía a una especie de pterosaurio conocida o si se trataba de una nueva. Eso cambiaría con la reaparición de otro fósil. “Esto era parte del fósil original y se perdió más que el otro todavía”, se ríe Matías Soto.
“Un día, en 2018 o 2019, poco después de que se publicó el artículo, revisando los armarios de la colección en busca de unos dientes de dinosaurios y cocodrilos para un alumno que quería comenzar a trabajar en el tema, entre las muestras de Tacuarembó me encontré con esta pieza”, dice. La pieza no es otra cosa que la parte del sedimento duro del que habían sacado el pequeño fragmento de hueso de escasos seis centímetros que les había permitido reportar la presencia de pterosaurios en nuestro jurásico.
“Automáticamente asocié que esa era la parte que faltaba del fósil que habíamos usado en el trabajo de 2018”, dice Soto. Y, al verlo con detenimiento, no pudo creer lo que veía. Marcada en la roca estaba la impresión de la punta del hocico del pterosaurio. Al colocarlo junto al hueso fosilizado, calzaba a la perfección. Más aún: el propio hueso, al ser quitado del sedimento, también había dejado su impresión en la roca. Y la impresión continuaba sin interrupciones en el resto del molde recuperado. ¡Bingo! De inmediato supieron que, al tener la punta del hocico dejando su impresión en la roca, allí había valiosísima información sobre el rey de nuestro cielo jurásico. El paleontólogo y también autor del trabajo Felipe Montenegro realizó un relleno de látex de la roca, que ofició de molde, lo que les permitió tener ante sus ojos, y en tercera dimensión, cómo habría sido el rostro del animal.
Soto quedó loco de la vida. “En 2018 le asignamos una familia, la de los ctenocasmátidos, y, como al final del hueso parecía que se estaba empezando a expandir, conjeturamos que probablemente terminara en una forma de espátula. Al ver el molde, no cabía duda de que habíamos tenido razón”, dice. En ciencia, la evidencia manda, pero esto nos recuerda que nunca viene mal ayudarla con la intuición.
En el trabajo proponen, entonces, al conjunto de fósiles con el número 2.869 en la colección de paleontología de vertebrados, integrado por “un fragmento de la parte anterior de rostro maxilopremaxilar, más un molde de arenisca que comprende la espátula rostral correspondiente y una impresión de silicona del molde” como el holotipo, es decir, el material con el cual se describe a la nueva especie de pterosaurio. Pero además suman como paratipos, es decir, fósiles que complementan el trabajo de descripción de la especie, otros encontrados, no como el anterior, en la cantera Batoví, sino en la cantera Bidegain, en las afueras de la ciudad de Tacuarembó. Estos paratipos son fósiles de parte de un dentario (número 3.415) y dos dientes aislados (número 3.416).
“Sería de la parte de la mandíbula de otro individuo, obviamente”, dice Soto, ya que sería muy extraño encontrar un maxilar en Tacuarembó y la mandíbula a varios kilómetros del lugar y pensar que se trata del mismo animal. “Al principio pensábamos que podría tratarse de un cocodrilo, ya que los dientes salían para arriba, aunque tenía algunos aspectos raros. Al compararlo con el otro, lo giramos y se hizo claro que los dientes no salían para arriba, sino para los costados y para adelante. Se nos hizo evidente entonces que se trataba del mismo animal que teníamos en Batoví”.
Con los fósiles encontrados, reunidos y sobre la mesa, Soto, Montenegro, Mesa, Toriño y Perea se pusieron a trabajar. Describieron minuciosamente los materiales hallados. Los compararon con materiales existentes. Realizaron un análisis filogenético tomando en cuenta varios caracteres. Se convencieron de que el pterosaurio de Tacuarembó era distinto a todas las especies de ctenocasmátidos conocidas. Y entonces redactaron el artículo científico.
Paleodentista en acción
“Originalmente habíamos pensado que el fósil de Batoví era de un pez sierra, porque los moldes de los dientes salían perpendiculares al hueso, algo que sólo tiene el pez sierra. Cuando hicimos la tomografía, vimos que los alvéolos salían en diagonal hacia adelante y nos dimos cuenta de que esos moldes de arena nos inducían al error”, recuerda nuestro paleodontólogo. Sin embargo, con el fósil de la cantera Bidegain las cosas ya estaban más claras a simple vista. “El fósil de Bidegain sí preserva una buena parte de diente y claramente muestra que apunta hacia adelante y que además está como levantado en el lateral. Eso es algo raro, sólo hay tres pterosaurios que presentan dientes así”, dice Soto.
En el molde habían confirmado que el rostro del animal terminaba en una espátula. Los dientes y su orientación sumaban nitidez a la imagen que los paleontólogos comenzaron a formarse en sus cabezas. “Cuando te ponés a juntar la espátula y los dientes dirigidos antereolateralmente, ya está, te confirma la familia de los ctenocasmátidos y lo lleva a algo muy similar a Gnathosaurus”, dice Soto. Gnathosaurus es un género de pterosaurios del que se conocen dos especies y cuyos fósiles se encontraron en Europa.
Una vez más, su condición de paleodentista jugó su rol: la distancia entre dientes, su forma, la presencia de carina los llevaron a plantearse que estaban ante un animal distinto a los conocidos. “Incluso hasta tomé prestada nomenclatura y técnicas que usé para estudiar los dientes de dinosaurios. Porque al ver el diente a simple vista parece liso. Pero cuando uno lo ve aumentado y hace que la luz le dé de forma oblicua, comienza a verse toda una textura que, poniéndome poético, me hace acordar a la textura del tronco del fresno que tengo en la calle de mi casa”, expresa. “Describimos esas características en profundidad, como hay que hacer, pero nos quedó una gran duda: cuánto es único de este animal y cuánto es producto de que no se describieron en detalle dientes de, por ejemplo, Gnathosaurus”, dice Soto con total honestidad, ya que de las dos especies conocidas, de una no se han encontrado dientes y de la otra “no se han descrito en profundidad”.
En ciencia hay que ser cauto. Y Soto lo es. “Las características de los dientes que observamos las pusimos como que son propias de Tacuadactylus luciae, pero tal vez eso cambie más adelante, cuando se describan mejor los dientes de Gnathosaurus o de Plataleorhynchus, que son los parientes de los que tampoco se preservaron dientes”.
Puede que a veces pensemos que en nuestro país no tenemos fósiles espectaculares. Como dijimos alguna otra vez, quizá no sean tan abundantes como en otras partes, pero esto permite que nuestras paleontólogas y paleontólogos se concentren más en cada uno y les saquen mucha información (“le sacamos jugo a un ladrillo”, decía Daniel Perea en otra nota). Pero en el caso de este pterosaurio, si bien no trabajaron con muchos fósiles, tuvieron una ventaja: “Nosotros tenemos algo en tres dimensiones y lo pudimos estudiar desde todos los ángulos. En otros países tienen pterosaurios conservados en excelentes condiciones, pero metidos dentro de una piedra en dos dimensiones, por lo que para ver algunos detalles deben recurrir a tomografías o técnicas similares”. Aquí el paleodentista trabajó con más comodidad.
El nuevo género que casi no fue
Tras medir, analizar y comparar la información de sus fósiles con la de otros pterosaurios de la familia con mandíbulas de peine, los investigadores reportan en el trabajo que el animal de Tacuarembó “tiene una combinación única de caracteres. Se parece a Gnathosaurus en la demarcación gradual de la espátula, la orientación anterolateral de los dientes y la presencia de concavidades interalveolares. También su tamaño y proporciones coinciden con los de Gnathosaurus”. Pero parecido no es lo mismo: “Sin embargo, la espátula tiene forma de cuchara, la densidad mínima y media de los dientes es significativamente menor (sólo la densidad máxima coincide con el rango inferior de Gnathosaurus)”, además de lo ya dicho de los dientes, que tienen carina. Por todo eso, afirman que “la combinación de caracteres garantiza la distinción de un nuevo género y especie, con una espátula en forma de cuchara y menor densidad de dientes” que en otros pterosaurios gnatosaurinos.
Sin embargo, cuando uno lee un paper científico sólo se asoma al final de un largo recorrido. Muchas veces lo que allí aparece como una certeza única y clara es el resultado de caminos, que pocas veces son lineales, que transita el equipo de investigación. Según el árbol filogenético trazado, el pterosaurio del Jurásico de Tacuarembó hubiera sido, sí, una nueva especie, pero no un nuevo género de reptil alado. Como dijo Soto, la textura y la carina del diente del pterosaurio uruguayo parecían distintos, pero en realidad carecían de información sobre los dientes de los pterosaurios europeos similares. Tenían sus dudas de si se trataba o no de un nuevo género de pterosaurio.
“Una de las revisoras nos dijo que nuestro pterosaurio era diferente al género Gnathosaurus, ya que su espátula es triangular, mientras que la nuestra tiene forma de cuchara, y por otro lado podría prestarse a confusión que a miles de kilómetros de distancia se encontrara un animal del mismo género”, reconoce Soto. Como se trata de un animal volador, la distancia no era necesariamente un problema. Pero la revisora, una experta en pterosaurios argentina, los animaba a determinar un nuevo género. Al consultar los investigadores a otro de los revisores, este coincidió con la colega argentina.
“No crear un nuevo género es coherente con lo que da la filogenia. No parecen haber tantas diferencias y hasta el día de hoy no le veo tanta diferencia en su espátula. De hecho, si googleás en internet, una de las primeras cosas que te sale de Gnathosaurus es que tiene el hocico en forma de cuchara”, dice riendo. “Capaz que algún día este pterosaurio termina siendo un Gnathosaurus, no lo sé. De todas formas, si bien el género se puede discutir, que se trata de una nueva especie es seguro”, dice, y agrega: “Todas las categorías mayores a especie pueden considerarse constructos humanos. Incluso hay quienes dicen que las especies también”.
Para Lucía
Tenían una nueva especie. Aceptaron la sugerencia de que también era un nuevo género. Y entonces el pterosaurio fue nombrado: Tacuadactylus luciae se llama el ahora pterosaurio tacuadáctilo.
Como es fácil suponer, el nombre del género es la suma de un prefijo que refiere a Tacuarembó –Tacua– con otro que refiere a los dedos –dactylus–, algo común en los pterosaurios, ya que fueron los primeros animales en acomodar una gran parte de piel, que forma un ala, soportada por un dedo que se alargó enormemente, solución que luego también aparecería en las aves y los murciélagos.
De hecho, no es la primera vez que Tacuarembó termina en el nombre de un nuevo género o especie. Tacuaremboia fue apodada una almeja gigante, y Tacuarembemys una tortuga. “Es una forma de reconocer lo que Tacuarembó nos viene dando”, dice.
Si bien aquí hablamos del nombre que recibió el animal, desviémonos un segundo hacia un nombre que casi fue. Matías Soto tenía ganas de nombrar esta nueva especie en homenaje al Grupo Asesor Científico Honorario (GACH). “Me parecía lindo que un grupo de científicos homenajeara a otro grupo de científicos”, comenta. Cuando se manejaba esa idea aún no estaba claro si el animal sería asignado al género Gnathosaurus o no. Finalmente, ante el nuevo género y tal vez la única posibilidad de nombrar a una especie jurásica, Soto propuso otro nombre.
De todas formas, aquella idea de reconocer el trabajo del GACH terminó plasmándose en el trabajo. En los agradecimientos del artículo, puede leerse: “El primer autor dedicó este trabajo al GACH, grupo integrado por más de 55 científicos, entre epidemiólogos, virólogos, inmunólogos, pediatras, biofísicos, matemáticos”, y señala que el grupo “representa un ejemplo destacado del aporte de la ciencia nacional para resolver diferentes dificultades en Uruguay”.
Finalmente, el nombre dado a la especie de tacuadáctilo, luciae, refiere a la hija de Matías, quien, como se señala en el artículo, fue la primera en dibujar una reconstrucción del rostro fósil de este animal. “Al principio me dijo que no le gustaba la idea, pero después le encantó”, cuenta el paleodentista. “Espero que no me la cobre cuando sea adolescente y diga que soy un nerd por haber nombrado un pterosaurio con su nombre”, dice.
Espátula y secretos
En el trabajo enfatizan que uno de los caracteres diagnósticos para esta nueva especie es la espátula con forma de cuchara –spoon shaped spatula en el inglés del artículo publicado–. Sin embargo, al ver el dibujo del tacuadáctilo, uno se rebela un poco. ¡Eso tiene más forma de bombilla matera que de cuchara!
Soto se ríe. “Ponelo, ponelo”, dice, así que ahí está. Señores y señoras árbitros de la revista Journal of South American Earth Sciences: si aceptan la sugerencia, quedaría mejor que dijeran metal straw shaped spatula –espátula con forma de bombilla–. Pero, más allá del término, lo que importa es que la espátula no tiene una gran abertura, sino que el hocico comienza a ensancharse de una forma más sutil, sin formar un cuello brusco.
“Es una espátula gradual, a diferencia del ave actual, la espátula rosada, que es más parecida al pterosaurio Plataleorhynchus”, afirma. La espátula rosada (Platalea ajaja) es un ave que se deja ver en nuestros bañados y que, al igual que los flamencos, adquiere ese color sensacional debido a los crustáceos que hay en su dieta. “En la espátula rosada se forma casi un círculo que comienza abruptamente. Tacuadactylus tenía una espátula más sutil. A mí me hace acordar más a los coladores de pasta, que también son elipsoidales y además tienen ese crenelado similar a los alvéolos de este bicho”.
Pero la espátula, puesta en positivo en el molde de látex, reveló otros secretos. “Llamó la atención que el molde de la espátula se preservara, porque se trata de un lugar del yacimiento donde hay muy pocas escamas, y alteradas. El molde, además, tenía unas crestas que al principio no nos llamaron la atención”, recuerda. Pero cuando su colega Felipe Montenegro cayó con el molde de caucho, la sorpresa fue aún mayor: “Vimos que esas crestas obviamente pasaban a ser surcos, y vimos ramificaciones y forámenes”.
Los forámenes en el fósil de un hueso hablan de orificios por los que pasan vasos capilares, nervios, etcétera. “Al verlos, nos dimos cuenta de que ese molde estaba preservando un sistema neurovascular, algo insólito para los yacimientos de esa localidad”, dice Soto, quien con sus colegas desde hace décadas trabaja con los fósiles de la cantera de la Laguna de las Lavanderas, en Tacuarembó.
Esa preservación del molde, con sus canales y forámenes que daban cuenta de un sistema neurovascular, le dio algo más de vida a la reconstrucción que hicieron del tacuadáctilo. “Justo este año había salido un paper de uno de los expertos en pterosaurios que arbitró nuestro trabajo, David Martill, en el que comparaba a pterosaurios con animales actuales y mostraba también muchos forámenes. En su trabajo decía que estos animales se alimentan mediante un forrajeo táctil. Y uno de los animales que el analizan es el Plataleorhynchus, que es un pterosaurio de la misma familia”. Habiendo encontrado algo similar de un pterosaurio de la misma familia, es posible hacer suposiciones informadas.
“Se podría pensar que estos animales comerían de forma similar a las espátulas actuales, que mueven la cabeza de lado a lado bajo el agua y cuando perciben a su presa, la capturan. Es como jugar a la gallina ciega comiendo”, conjetura Soto amparado en los forámenes de su fósil. Nuestro tacuadáctilo, entonces, podría haber tenido una gran sensibilidad en su hocico, que usaría para detectar y atrapar crustáceos y tal vez algún pez pequeño.
El rey del cielo jurásico de Tacuarembó
Por ahora, el tacuadáctilo es el único vertebrado volador que sabemos a ciencia cierta que andaba por lo que hoy es Tacuarembó hace 150 millones de años. Dado que los pterosaurios levantaron vuelo hace unos 22 millones de años, sería raro que estuviera solo. Sin embargo, gracias al trabajo de Soto, Montenegro, Toriño, Mesa y Perea, su presencia hoy es más vívida que la de los otros reptiles alados de la zona.
Pero hay más detalles que hacen del fósil de Tacuarembó algo especial. “Por ahora es el fósil de ctenocasmátido más antiguo del continente, porque los otros que se han encontrado son del Cretácico de Argentina y Chile”, dice Soto. “Por otro lado, es el segundo ctenocasmátido nombrado en Sudamérica. El primero fue Pterodaustro, en Argentina”, agrega. Y como postre, evidenciando lo poco frecuente que es encontrar fósiles de pterosaurios y asignarlos a nuevas especies, dice que “es el cuarto pterosaurio sudamericano del Jurásico nombrado”.
El cráneo del tacuadáctilo habría medido poco menos de 40 centímetros. Según las estimaciones que realizaron, el animal habría tenido una envergadura de 1,6 metros, lo que lo coloca por encima de una de nuestras populares gaviotas cocineras (que miden cerca de 1,3 metros de envergadura). “Si fuera como el Gnathosaurus, nuestro Tacuadactylus hubiera tenido una cresta. Pero justo nuestro fósil se rompe donde tendría que empezar a crecer la cresta. Si la tenía o no es algo especulativo”, dice en un último intento por que nos hagamos una idea más cabal de cómo era este bicho jurásico.
Pero Soto y sus colegas pueden darse por satisfechos. Gracias a su trabajo, el tacuadáctilo vuelve a volar por los cielos de Tacuarembó. Y, de paso, muchos de nosotros también batiremos las alas de nuestra imaginación para hacernos una idea de cómo era este planeta millones de años antes de nuestro turno de habitarlo.
Artículo: “A new ctenochasmatid (Pterosauria, Pterodactyloidea) from the late Jurassic of Uruguay”
Publicación: Journal of South American Earth Sciences (julio de 2021)
Autores: Matías Soto, Felipe Montenegro, Pablo Toriño, Valeria Mesa, Daniel Perea.