En tiempos recientes, principalmente desde la publicación del reporte “La larga sombra de la ganadería” por parte de la FAO (la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) en 2006, se ha señalado a la ganadería como una actividad que contribuye en gran medida al calentamiento global y, en consecuencia, al cambio climático, además de provocar otras consecuencias no deseadas para la salud del planeta. Aquí nos centraremos en el primer aspecto: la ganadería y su relación con los gases de efecto invernadero.

Antes de comenzar con el desarrollo de este tema, aclaremos que las distintas emisiones de gases de efecto invernadero que son producto de las actividades humanas se miden en el equivalente al efecto invernadero que produce el dióxido de carbono (CO2). El principal gas de efecto invernadero que emite la ganadería es el metano (CH4), producto de la digestión entérica que realizan los rumiantes. Los rumiantes recurren a bacterias y otros microorganismos para procesar las pasturas en sus estómagos. Al hacerlo, y permitir que la vaca obtenga los nutrientes del pasto ingerido, se produce metano, que el ganado libera principalmente mediante eructos.

El efecto de ese metano liberado por el ganado se mide en el equivalente de dióxido de carbono. Para hacer esa equivalencia se asume que el efecto invernadero del metano es mucho mayor que el del dióxido de carbono. Según algunos modelos propuestos, una tonelada de metano se corresponde a 25 toneladas de CO2 equivalente. Pero ¿es esto tan así? Veamos.

¿Qué hace que un gas tenga efecto invernadero?

A diferencia del oxígeno o el nitrógeno que constituyen la mayor parte de nuestra atmósfera, los gases con efecto invernadero absorben energía radiante (infrarrojo) emitida desde la superficie terrestre y luego la irradian gradualmente con el tiempo, como lo hace un ladrillo en una estufa a leña luego de que el fuego se apaga.

En nuestro planeta existe un “efecto invernadero natural” sin el cual la temperatura media global en superficie estaría en el entorno de -15ºC. Sin embargo, desde la época preindustrial (siglo XVIII) las emisiones de gases con efecto invernadero han aumentado mucho. Como consecuencia, la energía radiante que se atrapa en la atmósfera también aumentó mucho, se alteró el balance de energía de la Tierra, y la temperatura superficial del planeta ha venido aumentando. Es decir, desde hace tiempo existe un “efecto invernadero aumentado” que resulta en un calentamiento global que altera el clima en el mundo.

Por esta razón, lo fundamental para combatir l cambio climático es reducir las emisiones de los gases que tienen efecto invernadero. El CO2 es el gas que más contribuye a este calentamiento adicional de la Tierra como consecuencia de la actividad humana. El gas considerado segundo en importancia en la contribución antropogénica –es decir, de origen en las actividades humanas– al calentamiento global es el CH4. Si bien existen muchos otros gases que contribuyen al calentamiento global, en esta nota nos referiremos a estos dos.

¿En qué se parecen y en qué se diferencian estos dos gases?

Los dos gases resultan de procesos naturales, a los que se suman las emisiones asociadas a la actividad humana que provocan un desbalance en sus ciclos naturales. La concentración de estos dos gases ha cambiado a lo largo de la historia de nuestro planeta. Sin embargo, la tasa de cambio en los últimos años ha sido mucho más alta que en épocas anteriores, prueba de que el drástico incremento de emisiones antropogénicas desde el período preindustrial ha alterado los balances naturales. Por ejemplo, la tasa de crecimiento de las emisiones de dióxido de carbono en los últimos 60 años ha sido 100 veces más alta que la tasa de aumento de los últimos 12.000 años. Este incremento en la tasa de emisión hace que la concentración de CO2 en la atmósfera hoy sea la más alta de los últimos tres millones de años.

La concentración del metano en la atmósfera también ha aumentado mucho desde la época preindustrial. Hoy hay 2,5 veces más metano en la atmósfera que en 1800 y la concentración es la más alta de los últimos 800.000 años.

Una diferencia entre estos dos gases es su capacidad de absorber –y luego emitir– energía radiante y, por ende, su potencial de calentamiento. El metano tiene una capacidad bastante mayor que el dióxido de carbono como gas de efecto invernadero. Se estima que en un período de 100 años el metano tiene un poder de calentamiento casi 30 veces mayor que el dióxido de carbono. Sin embargo, el potencial de calentamiento se debe referir a un cierto período de tiempo, ya que la duración de los gases en la atmósfera es muy disímil.

En efecto, otra diferencia muy importante entre estos dos gases es lo que se denomina “tiempo de residencia”, que es el período medio de permanencia del gas en la atmósfera una vez emitido. El tiempo de residencia del CO2 es mayor a los 1.000 años. Es decir, cada molécula de CO2 que se emite permanecerá en promedio en la atmósfera por 1.000 años absorbiendo e irradiando energía. El metano, en cambio, tiene un tiempo de residencia de unos diez a 13 años. 95% del metano que se emite cada año reacciona con otros componentes de la atmósfera (radicales OH) y se transforma en CO2, de tal manera que a los diez años la cantidad remanente es muy pequeña.

La enorme diferencia en el tiempo de residencia en la atmósfera del metano y el dióxido de carbono tiene fuertes implicancias que hacen que algunos grupos de la comunidad científica se estén replanteando cómo considerar su contribución al efecto invernadero. Uno de estos grupos es dirigido por Frank Mitloehner, profesor de la Universidad de California en Davis, donde dirige el Centro Clear (Clarity and Leadership for Environmental Awareness and Research, algo así como Claridad y Liderazgo para la Investigación y la Conciencia Ambiental).

El profesor Mitloehner propone que es necesario considerar al dióxido de carbono como un “gas de stock”: el tiempo de residencia del CO2 en la atmósfera es tan largo que esencialmente todas las emisiones –que desbalancean los ciclos naturales– se van acumulando en ella (y en el océano) desde la era preindustrial pero también permaneciendo en ella por muchos siglos por delante. En cambio, al metano lo califica como un “gas de flujo”: una molécula de metano que se emite en un año será convertida en CO2 en los siguientes 10-13 años y como tal ingresa en el ciclo biológico del carbono (ver figura 1).

Foto del artículo '¿Huele tan mal? Metano, vacas y cambio climático'

En resumen, emisiones de CO2 constantes implican concentraciones crecientes en la atmósfera. Emisiones crecientes implican, a su vez, concentraciones atmosféricas con crecimiento exponencial, como se muestra en la figura 2. Como consecuencia de esto, se requieren emisiones netas nulas –ni siquiera alcanza con reducciones– para llegar a concentraciones atmosféricas constantes. Es como una pileta sin desagüe: para que no suba el nivel hay que cerrar totalmente la canilla. Por el contrario, alcanza con llegar a emisiones de CH4 constantes para que, en una década aproximadamente, se equilibren las concentraciones atmosféricas. Una reducción de las emisiones, aunque no sean nulas, podrá permitir que bajen las concentraciones atmosféricas. Es como una pileta con desagüe: alcanzará un nivel de equilibrio aun con la canilla abierta, siempre y cuando no se la abra cada vez más.

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Emisiones y reducciones

Si bien tanto el metano como el dióxido de carbono son gases de efecto invernadero, esta diferencia fundamental en el tiempo de residencia de cada uno en la atmósfera hace que tengamos que repensar la contribución de cada uno al calentamiento global. No deberíamos considerar de igual manera a un “gas de stock” que se va acumulando con el transcurso de los años, que a un “gas de flujo” que cada 10-13 años se convierte en CO2.

Esto también debería llevarnos a pensar en oportunidades para contribuir a reducir el calentamiento global. El balance de metano global (ver figura 3) estimado por el Proyecto Global de Carbono (socio de investigación del Programa Mundial de Investigación en Clima, WCRP por su sigla en inglés), indica que cada año se emiten unos 590 millones de toneladas de metano. Al mismo tiempo, cada año hay unos 570 millones de toneladas de metano que se convierten en CO2 o se absorben en los suelos (ver figura 3). Es decir, el 95% del metano que se emite no contribuye a un aumento de su concentración en la atmósfera.

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El balance global de metano indica que de los 590 millones de toneladas emitidos de CH4 por año, unos 110 vienen de combustibles fósiles y unos 230 provienen del sector agropecuario y del manejo de residuos. Los otros 240 millones de toneladas de metano provienen de procesos naturales. Por lo tanto, reduciendo las emisiones que provienen del uso de combustibles fósiles en 17% resultaría en una emisión neta de metano de cero. De forma similar, reduciendo las emisiones del sector agropecuario y del manejo de residuos en 7%, también resultaría en una emisión neta de metano igual a cero. Más aún, logrando reducciones mayores en estos dos sectores, algo que es factible, resultaría en una remoción neta de gases de efecto invernadero y contribuiría a mitigar el cambio climático.

La vaca antropogénica

El balance global de metano de la figura 3 muestra las emisiones asociadas a la actividad agropecuaria dentro de los flujos antropogénicos, entre ellas las emisiones entéricas del ganado vacuno (principal contribución a las emisiones de metano en Uruguay).

Considerar estas emisiones de metano como antropogénicas tiene sentido en el caso de sistemas de producción que utilizan insumos no naturales y que operan sobre un ecosistema fuertemente modificado o enteramente artificial. Pero cabe preguntarse cómo se deberían considerar las emisiones de metano en una producción respetuosa de la dinámica del ecosistema natural que lo sustenta. Dichas emisiones, preexisten a la actividad económica y por ende forman parte del ciclo natural balanceado.

Los ecosistemas de pastizales como las pampas del Río de la Plata han evolucionado por decenas de miles de años coexistiendo con herbívoros silvestres, muchos de ellos rumiantes. Estos herbívoros no sólo han preexistido a la explotación económica, sino que su rol fue y continúa siendo decisivo para mantener el equilibrio del ecosistema y del stock de carbono asociado. Varios trabajos han mostrado que en ausencia de herbivoría, los pastizales ven comprometida su biodiversidad.

Tal es el caso de los rumiantes en el ecosistema pampa que es sustento de gran parte de la ganadería en Uruguay, por lo que cabe preguntarse: ¿qué convierte a una vaca en antropogénica?

Walter E Baethgen es director del programa Investigación Regional y Sectorial del Instituto de Investigación para el Clima y la Sociedad (IRI) de la Universidad de Columbia, Estados Unidos. Desde mayo de 2020 es también vicepresidente de la Junta Directiva del Instituto Nacional de Investigaciones Agropecuarias. Rafael Terra es profesor del Instituto de Mecánica de Fluidos e Ingeniería Ambiental de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de la República.