Hubo una época en la que creímos que podíamos preservar la naturaleza encerrándola, manteniéndola a salvo de la mano humana que iba transformando el mundo. 150 años atrás, mucho antes de que se acuñara el término “Antropoceno” para definir la época que vivimos, marcada por el impacto humano sobre el clima y los ecosistemas, una creencia de este tipo impulsó en Estados Unidos el nacimiento de Yellowstone, el primer parque nacional del mundo.

El geólogo Ferdinand Hayden, el principal motor de aquella idea, consideraba que era necesario proteger ese pedazo de tierra lleno de maravillas naturales, “un tesoro invaluable que se volvería más raro con el tiempo”. Como área protegida, Yellowstone era una isla. Lo que estaba adentro debía quedar intocado, a salvo, y permanecería así siempre y cuando se cumpliera con la ley, sin importar lo que ocurriera afuera. Este concepto de área protegida primó durante cerca de 100 años, pero la biodiversidad del mundo, sin embargo, continuó en un declive que se hizo cada vez más pronunciado.

Pese al impacto provocado por los cazadores europeos ya desde el siglo XIX, África tuvo sus primeras áreas protegidas oficiales recién 50 años después que los norteamericanos. Aquella solución, surgida de la preocupación de las potencias coloniales ante el declive de algunas especies, no evitó que con el tiempo estos parques naturales fueran quedando progresivamente aislados, condenando a muchas de sus especies a un proceso gradual de extinción y generando conflictos sociales debido a la exclusión de las poblaciones locales.

Aunque para comienzos de los años 90 del siglo pasado el paradigma ya había cambiado, al reconocerse la necesidad de crear corredores ecológicos y redes de conservación, entre otros factores, esta desconexión continúa siendo un problema grave para la biodiversidad. Un estudio de 2020, publicado por la revista Nature, reveló que 90% de las áreas protegidas del mundo “están aisladas, en un mar de actividades humanas”.

Dicho en otras palabras, es claro que la biodiversidad del planeta no se salva gracias a lo que ocurre dentro de las áreas protegidas, una máxima a la que Uruguay no escapa.

El último de la clase

La superficie terrestre bajo protección del Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP), con 17 áreas designadas, supera apenas el 1% del territorio nacional, lo que ubica a Uruguay en el último lugar de Sudamérica y entre los últimos 30 del mundo. Si consideramos las “zonas adyacentes” (que estrictamente hablando no son parte de las áreas protegidas), este porcentaje araña el 3,5 %, según datos del Banco Mundial a 2018.

Pese a ello, hay algunos aspectos positivos. A diferencia de los comienzos mencionados en Estados Unidos y África, Uruguay capitalizó las experiencias de otras regiones y ya desde el comienzo del SNAP buscó compatibilizar la conservación con la producción sustentable, integrando a los productores que viven dentro de las áreas protegidas.

Sin embargo, el porcentaje de áreas protegidas está lejísimos de las Metas Aichi de la Convención sobre Diversidad Biológica 2011-2020, que Uruguay firmó como Estado parte. La meta 11 establece que los países deberían tener al menos 17% de las áreas terrestres y aguas continentales bajo alguna clase de protección.

En un país pequeño cuya economía depende tanto de la agricultura como de la ganadería, parece poco probable llegar a ese número, sobre todo si recordamos las resistencias recientes que generaron los intentos por ampliar algunas áreas, como la de la Quebrada de los Cuervos o los vaivenes en el Paso Centurión. Por eso es especialmente importante actuar además por fuera de estas zonas, sin renunciar por ello a nuevos ingresos al SNAP. La cantidad de tierra protegida hoy en día no es ni siquiera suficiente para garantizar la supervivencia a largo plazo de algunos de nuestros animales más emblemáticos, como los felinos de mayor distribución, tal cual demostró un trabajo de 2019 de la bióloga Nadia Bou.

La matemática es simple: si queremos conservar la biodiversidad en nuestro territorio, cuya principal amenaza es la modificación del uso del suelo, necesitamos del esfuerzo voluntario de los dueños de las tierras que están por fuera de las zonas protegidas. Y para eso es necesario repensar la forma en que concebimos la conservación e interactuamos con la naturaleza.

Uno con el mundo

“Con el tiempo, se entendió que el concepto de áreas protegidas como islas con poca intervención humana no era viable a nivel de conservación. Se pensó entonces en corredores ecológicos, en conectividad y en escala de paisaje hasta llegar al día de hoy, en el que se trabaja con la mirada de un sistema socio-ecológico”, dice el investigador en ciencias de la sustentabilidad Gonzalo Cortés Capano, de la Universidad de Helsinki, Finlandia, e integrante de la ONG Vida Silvestre Uruguay.

Este enfoque socio-ecológico implica una “mirada que nos pone como parte de la naturaleza”, en la que los territorios deben satisfacer diferentes demandas y necesidades de animales (humanos y no humanos). “En esa mirada, lo que pasa fuera del área entra a tener un papel importante. No es que se ponen cercas en las reservas para preservar lo de adentro; tenemos que pensar en las áreas de conservación como laboratorios de sustentabilidad, que nos permitan aprender cómo gestionar el territorio integrando el bienestar humano, dentro y fuera de las áreas protegidas”, explica.

¿Está Uruguay en condiciones de tener esa mirada, de contar con la colaboración voluntaria de propietarios de tierra para garantizar la preservación de los ambientes naturales? Eso es lo que Cortés Capano se propuso averiguar al realizar su doctorado en ciencias ambientales interdisciplinarias en la Universidad de Helsinki.

Su objetivo fue “identificar oportunidades para el desarrollo de políticas apropiadas que apoyen la conservación voluntaria de la naturaleza en tierras privadas en Uruguay”, una herramienta que en inglés se conoce con las siglas PLC (Private Land Conservation). Para ello, debió comprender primero las preferencias, las motivaciones y las necesidades de los propietarios rurales, un trabajo en el que fue fundamental su experiencia a nivel regional en uno de los paisajes naturales más hermosos del país

El caso de Laureles

La zona de Laureles-Cañas, en Tacuarembó, es una tierra llena de secretos. Allí pueden encontrarse praderas de campo natural, pero también algunos de los mejores ejemplos de nuestras quebradas del norte, que permiten que el visitante se sumerja en un mundo oculto y subtropical, caracterizado por las cascadas, los bosques nativos espesos y una gran diversidad de flora y fauna. Aunque fue propuesto para ingresar al SNAP hace ya varios años, donde sí se encuentra su vecino Lunarejo (paisaje con el que está interconectado), sigue a la espera de que se decida su inclusión.

Allí viven y trabajan productores que desarrollan una ganadería pastoril tradicional sobre campo natural, los famosos pastizales nativos, desde hace generaciones. El objetivo de la primera parte del estudio de Cortés Capano y sus colegas fue comprender su relación con la naturaleza, conocer sus percepciones sobre los problemas que afectan el área, sus necesidades y también su visión de futuro. Entender, sobre todo, los beneficios y los conflictos en su vínculo con el medio natural, algo que no siempre coincide con la visión romántica de la vida en la naturaleza que solemos tener los bichos urbanos.

Los productores de Laureles “concebían la conservación desde una mirada socio-ecológica”, cuenta Cortés Capano. Lejos de pensar en sus tierras como islas intocadas, “se ven a sí mismos como custodios del ambiente y la cultura, jugando un rol en el paisaje”.

Entre las amenazas que percibían para el entorno varios mencionaron el éxodo rural, algo que muchas veces no se tiene en carpeta cuando se piensa en conservación. Familias que llevaban generaciones de vínculo con la tierra estaban abandonando la zona para irse a la ciudad, con el riesgo de que sus propiedades se vendieran a forestales, se destinaran a monocultivos o se abandonaran, quedando a merced de las especies exóticas o de una arbustización excesiva. En este marco, los productores se veían a sí mismos comprometidos con un manejo responsable del ambiente, cumpliendo incluso un papel de protección frente a la caza.

Para continuar y profundizar su rol en la conservación de la naturaleza, también requerían de apoyos que variaban mucho según sus necesidades. Algunos, por ejemplo, manifestaron la necesidad de acceder a programas de educación remota para disminuir el impacto del éxodo rural; otros buscaban apoyo técnico o monetario para llevar a cabo acciones de conservación; otros querían acceder a más conocimiento sobre cómo enfrentar algunos problemas ambientales que también amenazaban su producción, contar con apoyo para iniciativas de ecoturismo o acceder a certificaciones de producción o turismo sustentable.

Gonzalo Cortés Capano en Laureles.
Foto: SNA

Gonzalo Cortés Capano en Laureles. Foto: SNA

Este estudio, publicado en 2020 en People and Nature, dio a los investigadores herramientas para pensar en posibles incentivos para fomentar la conservación voluntaria en tierras privadas en nuestro territorio, con la salvedad de que lo que ocurre en una región particular no necesariamente es extrapolable al resto del país. ¿Es posible tener en todo el territorio uruguayo una red de iniciativas privadas de conservación, que complementen lo que se hace dentro de las áreas protegidas? Para averiguarlo, Cortés Capano y sus colegas diseñaron un trabajo inédito en la región, que brinda algunas esperanzas para detener el declive de nuestro bioma, uno de los más amenazados y menos protegidos del mundo.

Aproximándose al terreno

Con base en la experiencia de Laureles y sus encuentros con productores, los investigadores diseñaron una serie de propuestas hipotéticas de apoyo para estimular la conservación voluntaria en tierras privadas.

“Hicimos una aproximación mixta que involucra métodos cuantitativos con cualitativos, es decir, combinando lo numérico y estadístico con métodos de la antropología y las ciencias sociales. Diseñamos una encuesta con esta metodología, con un desarrollo cuidadoso que fue siempre colaborativo. Esto involucraba entender distintas dimensiones: por ejemplo, ver qué tipo de incentivos se podía ofrecer a los propietarios, cuán largos debían ser los contratos de los acuerdos, qué tipo de opciones tenía sentido dar a elegir”, señala Cortés Capano.

Ofrecer incentivos económicos por cuidar la naturaleza no es una herramienta nueva, pero es más común en países con mayores recursos económicos que el nuestro. El problema de este tipo de propuestas es que suelen invisibilizar las motivaciones ambientales que hay detrás, al estar basadas más que nada en un flujo de caja que se puede acabar en cualquier momento y no necesariamente en la comprensión del rol de las acciones en la conservación. Lo novedoso del trabajo hecho por Cortés Capano y sus colegas es que abrió la cancha a las opciones con apoyos no monetarios, primera evaluación de este tipo que se hace en la región de pastizales del Cono Sur.

El siguiente paso fue realizar una gran encuesta nacional con la muestra más representativa posible de propietarios de tierras. En el sondeo participaron finalmente 222 productores de todos los departamentos del país, exceptuando a Montevideo, aunque sólo 182 respuestas se finalizaron correctamente y fueron usadas en el análisis estadístico. En promedio, estos productores eran dueños de 540 hectáreas de tierra (en una gama que iba desde las tres hectáreas a las 5.300), con 74 % de campos naturales (con ejemplos que iban desde 2% a 100%).

Como suele hacerse en las iniciativas de conservación en tierras privadas, a los productores se les ofrecieron incentivos por un lado y condiciones a cumplir por el otro.

Dentro de los incentivos se les dio a elegir paquetes de opciones que combinaban apoyos monetarios con ayudas no económicas. Por ejemplo, podían elegir recibir hasta 40 dólares por hectárea por año (la renta media básica que obtendría un productor ganadero trabajando normalmente) sin obtener ningún otro apoyo, o cantidades menores de dinero (hasta llegar a cero dólar) combinadas con una serie de incentivos no monetarios. Por ejemplo, apoyo técnico, asesoramiento para mejorar la producción y su aporte a la conservación de la naturaleza, apoyo a procesos de certificación para turismo sustentable o producción, acceso a cursos y talleres acordes a sus necesidades y preferencias, entre otras propuestas variadas.

Del lado de las condiciones, los productores debían comprometerse a no modificar el uso del suelo de determinado porcentaje de su campo natural (33%, 66%, 90%) o a recuperar el campo natural hasta alcanzar ese porcentaje si el ambiente ya estaba modificado.

En todos estos escenarios se permitía el pastoreo dentro del área de conservación, un pedido que surgió con fuerza en los encuentros cara a cara con los propietarios. “Esto ya se hace en Uruguay dentro de las áreas protegidas, aunque obviamente se puede hacer bien o mal y el desafío es mejorarlo”, explica el investigador.

En total se ofrecieron ocho paquetes de opciones con distintas combinaciones. Por ejemplo, una daba 40 dólares por hectárea, pero pedía 90% de la tierra sin modificación del suelo y no otorgaba incentivos no monetarios. Otra no brindaba dinero, pero pedía 33% de protección de la tierra y daba apoyo técnico, y así sucesivamente, con distintos matices. Otra variable incluida en las opciones era la duración del acuerdo de los apoyos y compromiso de conservación entre las partes (cinco, 20 y 50 años).

Luego de que los productores optaron por el paquete de su preferencia, se les preguntó cuál era la probabilidad de que firmaran un acuerdo de este tipo, en una escala del 1 al 4. Finalmente, se incluyeron datos socioeconómicos de cada participante, para ver si eso permitía observar alguna tendencia.

Una vez obtenidas las respuestas, los modelos estadísticos hicieron su magia para sacar conclusiones en esa abundancia de variables a considerar.

El dinero no es todo

Del análisis estadístico de las preferencias, surgió una primera sorpresa: los apoyos monetarios no fueron el principal factor para alentar a los propietarios a participar en políticas de conservación voluntaria en tierras privadas. Los apoyos no monetarios, como el apoyo técnico y el acceso a capacitaciones, fueron preferidos en términos generales. Estos resultados están en sintonía con el estudio hecho por los investigadores en el paisaje Laureles-Cañas. Además, se comprobó una alta disposición a participar en estas iniciativas de conservación voluntarias, siempre y cuando se alinearan con los valores y las necesidades de los dueños de las tierras, que eran variadas.

Por supuesto que el dinero jugó su parte e incluso fue el factor más importante para algunos productores, pero en las estimaciones estadísticas se comprobó que no incidía tanto como otro tipo de apoyos, lo que para un país de billetera chica como el nuestro da algunas esperanzas para el futuro.

Aunque los propietarios prefirieron políticas con acuerdos de duración corta (por ejemplo, cinco en lugar de 50 años), los que ya se encontraban participando en grupos de productores, grupos de producción sustentable o grupos de conservación voluntaria tuvieron más interés en involucrarse en acuerdos de más larga duración y en destinar un porcentaje mayor de sus campos a la conservación y la producción sustentables.

Con respecto a los datos socio-económicos, el análisis reveló que los propietarios con bajos niveles de educación formal preferían mayormente acceso a apoyo técnico y capacitación, mientras que aquellos con niveles educativos más altos se inclinaban por los incentivos monetarios más altos.

“El tema de la preferencia por los incentivos no económicos tiene un potencial grande. En primer lugar, por el lado pragmático, porque en Uruguay es difícil disponer recursos, pero además porque tenemos una historia muy fuerte de extensión institucional en el campo. Eso permite aprovechar las capacidades existentes y que los extensionistas rurales puedan colaborar con los productores y buscar soluciones a los problemas de producción y conservación en conjunto. No es necesario desarrollar este tema desde cero, aunque haya que hacer ajustes para incorporar mejor la dimensión de conservación de la naturaleza”, valora Cortés Capano.

El investigador también destaca entre las conclusiones que hay una preferencia de los productores por la autonomía y el desarrollo de capacidades, porque eso “habla de un compromiso a largo plazo”, ya que en otros países se ha visto que los incentivos económicos están asociados a experiencias breves, que duran siempre y cuando haya plata sobre la mesa.

¿Y ahora?

Los resultados del estudio demuestran que en Uruguay hay muchísimas oportunidades para desarrollar políticas de apoyo a la conservación voluntaria que no estén basadas mayoritariamente en el dinero, siempre y cuando se ofrezcan incentivos flexibles y que se ajusten a las distintas necesidades, concluye el trabajo. También es necesario y valioso ampliar las áreas protegidas, por supuesto, pero nuestra biodiversidad no está a salvo sólo con ellas.

Sin embargo, actualmente no hay un proyecto institucional en funcionamiento que aborde la conservación fuera de las áreas protegidas, pese a las herramientas valiosas que brindan las conclusiones de este trabajo. El artículo 163 de la Ley 19.535, aprobado en octubre de 2017, faculta al Ministerio de Medio Ambiente a declarar áreas de conservación o reservas privadas a solicitud de los propietarios, pero está aún a la espera de una reglamentación.

“Todavía no existe un proyecto así y estamos lejos en ese sentido. Hay mucha experiencia generada para aportar a una política nacional, que por ahora está vacía. Pero lo primero es asumir que es un tema complejo y que es fundamental encararlo de esa forma. Parte del problema es que hoy miramos las cosas desacopladas, cuando necesitamos una mirada integral y en el territorio. La crisis de la covid-19, de la sostenibilidad, de la biodiversidad, del cambio climático o la seguridad alimentaria son todas cosas vinculadas”, apunta Cortés Capano.

Hoy existen iniciativas de algunas organizaciones, como el Programa de Refugios de Vida Silvestre, impulsado por la ONG Vida Silvestre Uruguay, que apoya y fomenta la conservación voluntaria y la producción sustentable a nivel nacional, pero el investigador cree que la cancha está lista (o el campo, más bien) para iniciar una experiencia a nivel de políticas públicas. Para que funcione, debe cumplir algunas condiciones. Por ejemplo, contar con la participación temprana de quienes viven en el medio rural y ofrecer instrumentos, económicos y no económicos, que se ajusten a las distintas necesidades de los territorios.

“Es importante no perder de vista aspectos de justicia social, por lo que es fundamental incluir la dimensión de género y juventud y la mirada de los asalariados rurales y otros pobladores del medio rural disperso que no son productores, quienes pueden tener una visión y necesidades distintas. También hay que incluir a la sociedad civil, a distintas organizaciones que ya trabajan a nivel nacional y local con este tipo de iniciativas”, aclara Cortés Capano.

Para el investigador, hoy no se puede pensar en conservar si no se tiene en cuenta el desarrollo rural y las necesidades de las personas que viven en ese medio. “Hay que fortalecer los vínculos que ya existen, porque muchas veces los citadinos hablamos de reconectar con la naturaleza, lo que es importantísimo, pero a veces nos olvidamos de que hay gente que ya vive el vínculo con la naturaleza de forma cotidiana, consciente o inconscientemente”, explica.

Lo que debe hacerse, según su mirada, es generar oportunidades para que la gente viva en forma sustentable en el campo y lograr que la conservación no tienda a excluir a la gente, sino buscar formas en que se pueda producir y conservar a la vez.

“Una conclusión importante es que hay que incorporar mucho más una mirada integrada de los aspectos sociales y los aspectos ecológicos. Necesitamos pensar a futuro cómo hacer que la ruralidad se desarrolle y ofrezca oportunidades para vivir en armonía con la naturaleza, que es el objetivo máximo de la nueva política de conservación de la biodiversidad para 2050”, concluye Cortés Capano. Parafraseando al poeta John Donne, ningún área protegida es una isla, entera por sí misma; es una parte del todo.

Artículo: “Assessing landowners’ preferences to inform voluntary private land conservation: The role of non-monetary incentives”
Publicación: Land Use Policy (2021)
Autores: Gonzalo Cortés Capano, Nick Hanley, Oleg Sheremet, Anna Hausmann, Tuuli Toivonen, Gustavo Garibotto, Álvaro Soutullo, Enrico Di Minin.