Un trabajo recientemente publicado indaga el origen de la percepción del gusto agrio y de cómo gorilas, orangutanes, gibones, chimpancés y humanos desarrollamos evolutivamente nuestra afición por los alimentos ácidos.

Son pocas las personas a las que no les gusta el pan. O la limonada o el jugo de naranja. Podemos agregar a la lista el vino y la cerveza, o el yogur y el queso (aunque aquí las aguas seguro están más divididas). Cierta acidez en los alimentos nos resulta atractiva, al punto de que podemos llegar a perder de vista que formamos parte de un pequeño y selecto grupo de animales que, lejos de tener aversión por ellos, los prefieren. Bueno, tampoco es tan así: en realidad, es poco lo que sabemos de la percepción del sabor agrio -que se dispara ante alimentos ácidos- en el reino animal. De las casi 5.400 especies de mamíferos que hay en el planeta, apenas hay datos científicos sobre la capacidad de detección de ácidos en una treintena. Capaz que el grupo de los animales que nos comeríamos un caramelo ácido con placer es más grande.

Un reciente artículo, titulado “The evolution of sour taste”, algo así como “La evolución del sabor agrio”, no solamente hace importantes aportes para entender más sobre el origen y otros aspectos relevantes de la capacidad de detectar sabores ácidos y la predilección o aversión que eso genera, sino que justamente llama la atención sobre lo poco que se ha estudiado este asunto. ¿Por qué la percepción de lo dulce, lo salado, lo amargo y lo umami acaparan más la atención? En este caso, podemos aventurar que se trata de una cuestión de gusto.

Fuera de chanzas, el artículo publicado en la revista Proceedings of the Royal Society B por investigadores de diferentes áreas, que van desde la ecología hasta la microbiología, pasando por la primatología, la neurobiología y la biología evolutiva, nos da un pantallazo sobre lo que la ciencia sabe acerca de la percepción de lo ácido y la evolución de las papilas gustativas que detectan lo agrio, al tiempo de que deja en evidencia todo lo que no sabemos sobre algo tan básico -chiste ñoño sobre el pH: ¿cómo básico, no estamos hablando de ácidos?- como uno de los cinco gustos que podemos saborear en el paladar.

Una ciencia con resultados agrios

En el artículo, que tiene como primera autora a Hannah Frank, del Departamento de Ecología Aplicada de la Universidad de Carolina del Norte (Estados Unidos) y como autor correspondiente a Robert Dunn, del mismo departamento y además del Centro de Hologenómica Evolutiva de la Universidad de Copenhague (Dinamarca), los investigadores dan cuenta de lo poco que conocemos sobre la capacidad de percibir lo agrio. “No sabemos por qué evolucionó la percepción del sabor agrio, ni cómo ha cambiado evolutivamente entre especies y linajes. Ni siquiera sabemos, por ejemplo, si la percepción del sabor agrio ha evolucionado sólo una vez entre los vertebrados o varias veces”, reconocen.

Y la ausencia de este conocimiento llama un poco la atención, sobre todo porque somos una especie que sólo percibe cinco tipos de gustos en su paladar, el agrio uno de ellos. Además, porque “casi todas (o quizás todas) las culturas humanas modernas emplean microbios para hacer que los alimentos que no son ácidos se vuelvan más ácidos, y la preparación de tales fermentos ácidos es anterior a los orígenes de la agricultura”.

Efectivamente, recurrimos a levaduras como la Saccharomyces cerevisiae para fermentar nuestros panes, vinos y cervezas. En la fermentación las levaduras generan ácidos que, entre otras cosas, influyen no sólo en el sabor de esos alimentos y bebidas, generando alcohol en algunos casos, sino que además ayudan a su conservación, ya que muchas bacterias y hongos no proliferan en medios con determinados niveles de acidez (el pH es la medida del nivel de acidez o alcalinidad; en una escala del 1 al 14, un pH menor a 7 se considera ácido).

Además de las levaduras, que son hongos, también hay bacterias que producen ácidos. Las más famosas tal vez sean las Lactobacillus, responsables del proceso de fermentación que lleva de la leche a muchos tipos de yogures y quesos. Una vez más, gracias a esos ácidos que se generan, los quesos y los yogures se conservan por más tiempo, dado que no permiten que otras bacterias y hongos se adueñen de ellos antes que nosotros. En el camino, alteran el sabor. Y eso nos gusta. Pero a pesar de todo, los autores señalan que “la historia va de la percepción del gusto agrio ha sido poco estudiada”.

Reconocen que sabemos qué compuestos provocan la sensación de agrio en los receptores de los vertebrados, nosotros incluidos. “El sabor agrio lo provocan tanto los ácidos orgánicos, incluidos el ácido láctico, el ácido cítrico, el ácido málico y el ácido acético, como los ácidos inorgánicos, como el ácido clorhídrico, el ácido nítrico y el ácido sulfúrico”, reportan en su trabajo. El asunto es que el qué hacemos los vertebrados con esa información sobre el gusto agrio varía entre géneros y especies. Dependiendo del contexto y la concentración, alimentos con gusto ácido serán considerados placenteros o no por los animales, es decir que se prefieren en experimentos en los que eligen el alimento libremente o, en caso de humanos, hasta lo expresan con palabras (y en las ferias y góndolas de comercios). Además, cuentan que si bien la predilección por los estímulos ácidos está influida por los receptores del gusto agrio, su aversión no sólo está determinada por esos receptores sino también por señales de irritación.

El club de los caramelos ácidos

Para su trabajo, que busca determinar cuándo surge la detección de los ácidos y cómo podría haber evolucionado nuestro sentido del gusto agrio, Hannah Frank y sus colegas recurrieron a compilar toda la literatura científica sobre vertebrados en los que se hicieron pruebas sobre su habilidad para detectar la acidez en la comida. “Descubrimos que se ha estudiado un número notablemente pequeño de especies respecto de su capacidad para detectar ácidos”, señalan.

Como adelantamos, de las cerca de 5.400 especies de mamíferos, encontraron datos sólo de 33. En el caso de las aves, el panorama es aún más escaso: hay datos de sólo seis de las cerca de 9.900 especies conocidas. Aún así, viendo los datos que lograron recopilar, queda claro que el club de los que pueden saborear con placer un caramelo ácido parece bastante reducido.

Entre los mamíferos, los hominoideos no sólo detectan los ácidos en la comida, sino que tienen una preferencia por alimentos ácidos. Es el caso de los orangutanes, los chimpancés, los gorilas, los gibones y nosotros, los humanos. Cuando salimos de ese club restringido de monos, las cosas comienzan a cambiar. Hay monos del viejo mundo, como el langur de Thomas, o del nuevo mundo, como los tití Saimiri sciureus y Callithrix jacchus, a los que no les gustan alimentos de sabor agrio. Otros, como los macaos y algunos papiones del viejo mundo y los monos araña y el markiná del nuevo mundo, sí gustan de frutos ácidos.

Del resto de los mamíferos estudiados, sólo la rata noruega (Rattus norvegicus), el jabalí (Sus scrofa) y la cabra (Capra hircus), todos animales que tienen fama de no hacerle asco a nada, optan por alimentos agrios. En reptiles, aves y anfibios no se conocen -por ahora, hay pocas especies estudiadas- animales que gusten de alimentos ácidos. Los otros ejemplos de animales que, como nosotros, tienen predilección por lo agrio, son peces, entre ellos, la carpa europea, algunas especies de trucha del género Salvelinus, el salmónido Salmo trutta, y la tilapia Oreochromis niloticus.

Aún así, la presencia de receptores del sabor ácido en todos los grupos de vertebrados, más allá de la predilección o la aversión, les mostraba algo sobre el origen de la percepción de ese gusto. Peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos compartimos un ancestro común. Y entonces los investigadores especularon sobre el origen y la razón por la que nuestros ancestros marinos desarrollaron esta capacidad de detectar los ácidos en su boca.

El origen del gusto ácido

Hannah Frank y sus colegas se lanzan al agua a pesar de tener datos incompletos. “No encontramos ejemplos de especies incapaces de detectar la acidez en los alimentos”, reportan, por lo que todo los lleva a pensar que la habilidad “tuvo un único origen”, y que “no se perdió” a medida que la evolución hacía sus trucos en los vertebrados.

También señalan que los genes “asociados a los receptores del gusto agrio”, como el OTOP1, “están presentes tanto en vertebrados como en invertebrados y estuvieron entonces con seguridad presentes en las primeras especies de vertebrados con papilas gustativas”. Es más, aportando más datos afirman que “la percepción de sustancias ácidas (y probablemente de otros sabores) es al menos tan antigua como los vertebrados”. Ahora, dado que ese rasgo se mantuvo, los autores señalan que alguna razón evolutiva habría llevado a que detectar la acidez en los alimentos se conservara tan ampliamente en los animales vertebrados.

“Sólo podemos especular sobre las condiciones que llevaron a los vertebrados ancestrales (peces ancestrales), o a sus progenitores, a desarrollar receptores para el sabor ácido; sin embargo, los peces vivos brindan pistas”, dicen con honestidad en su trabajo. Dado que el balance entre acidez-base “es un aspecto fundamental de la homeostasis fisiológica en todos los vertebrados, porque la acidez de la sangre y los tejidos puede tener efectos graves o letales en el funcionamiento del organismo”. También señalan que los organismos acuáticos son especialmente vulnerables a estos cambios, debido a que la concentración del dióxido de carbono (CO2) disuelto en el agua es muy cambiante y que un alto nivel de CO2 disuelto lleva a altos niveles de ácido carbónico -algo que estamos viendo ahora que, debido a los altos niveles de CO2, los océanos se están acidificando.

Por todo eso, los autores infieren que “la capacidad de detectar ambientes ácidos” podría haber sido “fuertemente seleccionada en los peces ancestrales” y dicen que “la evolución de papilas gustativas sensibles a los ácidos en la orofaringe, donde están bien posicionadas para evaluar el pH local mediante el control de la corriente de agua respiratoria, podría explicarse en este contexto”.

Van más lejos aún: “Extendiendo el argumento aún más, es probable que el sabor ácido fuera el primer sentido gustativo en evolucionar”. ¡El primero! Luego hipotetizan que cuando los vertebrados “desarollaron la selección predatoria”, distinguir lo dulce, lo salado y lo umami “podría haber tenido un rol en la palatabilidad de la comida”.

Ácido un gusto

Detectar la acidez comenzó siendo una forma de alertar cambios en el ambiente. Luego, dio información a los animales sobre lo que estaban metiendo en sus bocas. Pero en un momento en la evolución de la vida en este planeta, para algunos bichos comer cosas ácidas comenzó a resultar atractivo. Y como nosotros somos uno de esos bichos, la curiosidad nos asalta. En esto también el artículo nos plantea grandes ideas.

“Hipotetizamos que los alimentos relativamente ácidos se volvieron agradables para las especies (la función preferencia-aversión se desplazó a la derecha) cuando el consumo de alimentos ácidos fue adaptativo”, dicen con lógica evolutiva los autores. Y entonces ponen de ejemplo cuatro casos en los que esto podría haber tenido sentido. Por una razón de espacio, aquí reseñaremos aquellas que pegan más cerca de nosotros, los monos.

Dado que muchos monos, y en especial aquellos con los que estamos más emparentados, presentan cierta predilección por alimentos con distintos grados de acidez, los autores nos cuentan acerca de un dato maravilloso. “El ancestro común de los primates y hominodieos perdió la capacidad de producir vitamina C, aproximadamente hace 61-74 millones de años, después de la divergencia de los estrepsirrinos (entre ellos, varios parecen mostrar aversión a los ácidos, o al menos a las altas concentraciones de ácido cítrico)”.

Los primates tomamos diferentes caminos: los de nariz húmeda (esrepsirrinos) comprenden lemures y loris, mientras que los haplorrinos serían más prolíficos y comprenderían a monos, tarserosy los hominoideos, entre ellos, chimpancés y los Homo sapiens que hacen alimentos con levaduras y bacterias. Y ambos perdimos la habilidad de producir nuestra propia vitamina C, cosa que hacen casi todo el resto de los mamíferos. Según se piensa, eso podría haber ocurrido porque “el ancestro común consumía suficiente vitamina C en su dieta, rica en frutas” como para no necesitar producirla. Pero claro, bajamos de los árboles, los ambientes cambiaron... y ahora tenemos o bien que consumir alimentos que la contengan o bien recurrir a suplementos. Eso nos habría llevado a desarrollar la predilección por el gusto ácido, ya que la única forma de detectar la vitamina C es justamente por la acidez en el gusto de los alimentos que la contienen (el ácido ascórbico, la vitamina C, no estimula el olfato).

¿Estamos podridos?

“Independientemente de si las frutas podridas desempeñaron un papel en el cambio de la curva de preferencia ácida en los hominoideos, planteamos la hipótesis de que la existencia de una preferencia por el sabor ácido puede haber influido fuertemente en la relación posterior entre los hominoideos y las frutas y otros alimentos podridos”, sostienen. Epa, ¿y eso a qué viene?

Es que citando estudios de laboratorio tres grupos de microorganismos se disputan las frutas al pudrirse: las levaduras unicelulares, como la Saccharomyces de las que hablamos, hongos filamentosos como la penicilina, y bacterias del ácido láctico. “Las frutas podridas dominadas por hongos filamentosos pueden ser peligrosas”, señalan en el trabajo. Pero las otras dos son pura ganancia: las frutas fermentadas con ellas “a menudo son ‘mejoradas’ desde la perspectiva de los consumidores. La podredumbre debido a las bacterias del ácido láctico y las levaduras a menudo aumenta el contenido de calorías, aminoácidos libres y vitaminas de los alimentos y, por lo tanto, mejora la digestibilidad al descomponer la fibra y las toxinas de las plantas” apuntan.

“La afición por los alimentos ácidos, particularmente cuando se combina con preferencias por los gustos umami, puede haber predispuesto a los humanos ancestrales a un eventual control intencional de la descomposición para producir resultados más favorables, es decir, la fermentación”, agregan en el artículo.

Como sapiens, vimos lo bueno de la fermentación y nos hicimos bastante buenos. Hoy un mundo sin pan, pizza, vino, cerveza, quesos y yogur nos parecería extraño. Una vez más, lo que somos se construye sobre lo que hemos sido. Y una vez fuimos un pez que aumentaba sus chances de sobrevivir gracias a unos receptores en la boca para detectar la acidez. El truco funcionó y acá estamos, todos los vertebrados agradecidos.

Artículo: “The evolution of sour taste”
Publicación: Proceedings of the Royal Society B (febrero 2022)
Autores: Hannah Frank, Katie Amato, Michelle Trautwein, Paula Maia, Emily Liman, Lauren Nichols, Kurt Schwenk, Paul Breslin y Robert Dunn.