Corría 1833. Un joven naturalista, a bordo de un barco británico que navegaba las costas de América en una misión cartográfica, volvía a atracar en el puerto de Montevideo. Con una curiosidad sin fin por todo bicho que caminara, por los fósiles y por las rocas, el muchacho aprovechó que el barco debía quedarse amarrado por reparaciones para realizar una breve excursión. El año anterior había partido hacía Minas y Maldonado, por lo que en esta ocasión decidió ir hacia el oeste, enfilando entonces el 14 de noviembre hacia Colonia y llegando hasta el Río Negro, en Mercedes.
El 26 de noviembre, habiendo realizado múltiples colectas y pasado un tiempo observando con similar extrañeza a los gauchos, decidió emprender el regreso hasta Montevideo. Había pasado las últimas noches en la estancia de un inglés, al que llama Mr. Keane, cercana al arroyo Bequeló. Estando allí había escuchado que unos lugareños tenían en su poder unos “huesos gigantes”, así que antes de emprender el regreso decidió pasar por allí para ver si los rumores eran ciertos.
Lo que vio le llamó la atención. Era “la cabeza de un animal que igualaba en tamaño a la de un hipopótamo”, anotaría en su diario. También consignó que los vecinos habían encontrado el cráneo fósil cuando una inundación lo había dejado expuesto en un barranco. El material estaba casi completo salvo por un detalle: “Los niños le habían quitado con piedras los dientes, y luego habían usado la cabeza como blanco para practicar puntería”, anotó. De todas formas, ni corto ni perezoso, sacó su bolsa de monedas y pagó 18 peniques por el fósil. Como muchos otros materiales, lo empacó cuidadosamente y lo despachó desde el puerto de Montevideo al Museo Británico de Londres.
Aquel joven, de unos veintipocos años, resultó ser Charles Darwin, el naturalista que junto a Alfred Russel Wallace, cambiaría la forma en que entendemos la vida sobre el planeta tierra. Lo que vio durante su viaje, y dentro de ello los fósiles de animales extintos que guardaban cierta relación con los animales actuales, lo llevó a postular que las especies se originan mediante la evolución. El cráneo de 18 peniques, por su parte, terminó en manos del talentoso anatomista Richard Owen, quien lo identificó como una nueva especie de “animales muy extraordinarios”. Dado que tenía dientes curvos y que lo habían encontrado en el Río de la Plata, la bautizó Toxodon platensis.
Nacidos como especie en Uruguay, los fósiles de toxodontes fueron apareciendo luego en otros países de Sudamérica. De hecho, el propio Darwin colectaría en Bahía Blanca, Argentina, más fósiles de estos animales, incluidos dientes que “calzaron perfectamente” en el cráneo uruguayo. Con un aspecto que es mezcla de rinoceronte con hipopótamo, con más de 1.000 kilos de peso, los toxodontes fueron unos herbívoros gigantescos que se extinguieron hace unos 10.000 años.
Si la historia quedara por allí ya sería suficiente para satisfacer las ansias de uruguayez de cualquiera que se fascine por la naturaleza, por los fósiles o de ver cómo este rinconcito del planeta se destaca en un mundo ancho y competitivo. Sin embargo, un artículo de reciente publicación lleva a la familia de los toxodontes, los toxodóntidos, a un pico de uruguayismo sin precedentes. Hay una nueva especie extinta cuyo holotipo, es decir, el material con el que se describe para la ciencia, proviene de Uruguay. Es un toxodóntido apenas menor que el encontrado por Darwin. Y fue bautizado Charruatoxodon uruguayensis. Así que pletóricos de chauvinismo salimos a conversar con la zoóloga María Inés Pérez y el paleontólogo Daniel Perea, que nos esperan, junto al cráneo del animal, para contarnos algunos de sus secretos.
Un fósil maestro
El artículo que me ha tenido en vilo por unos días se llama “Un nuevo toxodóntido del Plioceno superior-Pleistoceno inferior del Uruguay”. Está firmado por Brenda Ferrero y Gabriela Schmidt, del Laboratorio de Paleontología de Vertebrados del Conicet, Argentina, Ana Ribeiro del Museo de Ciencias Naturales de Porto Alegre, Brasil, y por los ya mencionados María Inés Pérez, del Instituto de Formación Docente de Treinta y Tres, zoóloga que está haciendo su doctorado en biología por medio de Pedeciba, y Daniel Perea, del Instituto de Ciencias Geológicas de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República.
Una vez más, el nuevo animal es una flor nueva de un romance viejo: el cráneo del Charruatoxodon, casi completo, y con una de sus mandíbulas, estaba en la colección de Paleontología de Vertebrados de la Facultad de Ciencias. Con el número de catálogo FC-DPV-514, había sido asignado hace un tiempo a otra especie de toxodóntido, Dinotoxodon paranensis. Sin embargo, no llegó allí por arte de magia.
“En la década de 1990, en una salida en la que estábamos trabajando en el balneario Arazatí, en San José, se nos acercaron dos muchachos que iban en moto y nos dijeron que eran colectores aficionados de fósiles y que con gusto nos donaban ese fósil que habían encontrado allí”, recuerda Perea. “Uno de ellos era Orlando Díaz, con quien seguimos teniendo una excelente relación y nos sigue donando materiales, y el otro se llamaba Ernesto Pérez. Los dos son maestros de escuela”, prosigue. “¡Qué maestros!”, piensa uno. Seguro me hubiera encantado ser alumno de ellos.
“Enseguida vimos que se trataba de un material de calidad. Un cráneo casi completo de toxodonte no es cosa de todos los días”, dice Perea, al que los ojitos le deben haber brillado igual que a Darwin cuando los vecinos del Bequeló le mostraron el fósil de toxodonte. Pero a diferencia del naturalista británico, Perea no debió hacer desembolso ninguno. Aquí primó la generosidad y el desprendimiento, guiados por la curiosidad de Orlando y Ernesto.
Cuando no lavarse las orejas paga
El fósil que habían encontrado los dos maestros presentaba cierto desafío para develar su antigüedad. Resulta que no lo habían sacado del barranco, sino que lo encontraron en un bloque que se había desprendido de las alturas. En paleontología, por lo general, lo que está más abajo es más antiguo que lo que está más arriba, y gracias a ello y junto con otra información, se puede saber la edad de los fósiles. Eso se dificulta cuando a los fósiles les da por andarse moviendo gracias a bloques que se desprenden por la erosión del barranco expuesto.
Pero Perea y sus colegas recurrieron a un viejo truco: ver si el fósil no había sido muy pulcro sacándose la tierra de las orejas. O mejor dicho, de los varios recovecos del cráneo. “Cuando describimos este fósil en 1994 todavía no teníamos muy clara la distinción entre la formación Raigón y Camacho, que es más antigua y está por debajo. La litoestratigrafía allí estaba más complicada. A medida que fuimos avanzando en ese conocimiento, vimos que en realidad esto que los maestros habían encontrado en la base de la formación en realidad se había desbarrancado”, dice ahora. “Al analizar los sedimentos que estaban adheridos al fósil, y también al ver cómo se había fosilizado, nos dimos cuenta de que pertenecía a la Formación Raigón, que está por encima de la Formación Camacho, que es la que en Arazatí está a nivel del suelo.
Saber la formación en la que estaba el fósil es útil para conocer el momento en que el animal habría vivido. Bueno, no tan rápido. “La Formación Raigón es todo un tema, es un exabrupto en el espacio-tiempo. Es una formación rara que tiene una fauna rara, muchas especies únicas y endémicas”, sostiene Perea.
El exabrupto en el tiempo viene dado porque en esta formación conviven sedimentos de una antigüedad de cinco millones de años, lo que implica el Plioceno medio o tardío, y un límite más moderno de unos 150.000 años, es decir, que no llega al Pleistoceno tardío. “Abarca un espectro temporal muy grande”, resume Perea. Con un tiempo posible tan largo, no podemos saber bien en qué momento habría aparecido el Charruatoxodon y en cuál habría dejado de existir. Pero las curiosidades no son sólo temporales.
Además del exabrupto temporal, hay uno espacial. “En Raigón también hay fauna rara, que es endémica y no se ha encontrado en otras partes, como el pequeño perezoso Pronothrotherium figueirasi, el roedor Josephoartigasia, o el proterotérido Uruguayodon”, sostiene Perea. “En su momento tal vez era una parte de América que estaba aislada, que recibió una fauna inmigrante, como hay fauna inmigrante de Norteamérica que sólo hay acá pero no encontrás en otras partes, como un tigre dientes de sable rarísimo, muy similar a Xenosmilus, que sólo está acá y en el sur de Norteamérica. Esas son las cosas raras que tiene la Formación Raigón también en el espacio”, conjetura.
Recalculando
Como vimos, el cráneo había sido asignado a otra especie. “En 1994 salió publicado un primer artículo en la revista regional Acta Geológica Leopoldensia, de la Universidad de São Leopoldo, en Brasil, donde se había asignado a Dinotoxodon paranensis. Era una primera aproximación con los datos que había hasta el momento dentro de un trabajo faunístico que abarca una cantidad de materiales”, hace memoria Perea.
“Más adelante, este material lo toma María Inés Pérez para su tesis de maestría, que la dirigió Richard Madden, un querido amigo y paleontólogo estadounidense. Madden es especialista en notungulados, venía trabajando por muchos años en América del Sur, y tenía un vasto conocimiento sobre estos animales. Allí, con los mismos datos que había hasta ese entonces, llegan a las mismas conclusiones”, agrega Perea mostrando que no estaban solos en su apreciación. Pero las cosas cambian.
María Inés, que hasta ahora se había mantenido en silencio, entra en escena. “Un animal nunca se interpreta solo, en forma independiente de otros, sino que hay una teoría filogenética detrás”, agrega. “Cuando se hicieron los primeros estudios de este material, teniendo en cuenta los análisis de los caracteres y los análisis filogenéticos realizados por los programas de computación con las matrices de datos disponibles en ese tiempo, la extensión de la mandíbula parecía un carácter muy relevante. Según lo que se tenía entonces, esta forma de la mandíbula, en esta región, sólo se daba en Dinotoxodon. Por eso, se lo asignó a ese animal”, dice Pérez. Los fósiles no cambian, nosotros sí.
Luego cuentan que Brenda Ferrero, la investigadora argentina que encabeza el artículo sobre nuestro nuevo toxodóntido, y su colega Gabriela Schmidt estudiaron el cráneo para un trabajo que estaban haciendo sobre los notungulados de la región, abarcando materiales de Argentina, Brasil y Uruguay. “Ellas llegan a la conclusión de que, con los datos nuevos que hay, se disponía de evidencia para considerar que este fósil no es un Dinotoxodon paranensis, sino que había una cantidad de caracteres nuevos a tener en cuenta que hacían válida la consideración de un nuevo género y una nueva especie”, señala Daniel. Entre los cuatro, con la colaboración de la brasileña Ana María Ribeiro, también especialista en notungulados, le dieron forma al trabajo que se publicó.
“La revisión actual de caracteres y el uso de nuevas herramientas de la cladística y demás va cambiando, pero los taxones como tales siguen estando ahí. Los nuevos taxones descubiertos y los nuevos arreglos y agrupamientos taxonómicos son los que nos están dando la prueba y la evidencia”, señala Pérez.
En el trabajo reportan entonces que la extensión ventral del ramus de la mandíbula, que previamente se consideraba propia de Dinotoxodon para notungulados de esta región en realidad estaba presente en otras especies de toxodóntidos y “habría evolucionado independientemente en diferentes linajes de acuerdo a la filogenia” que presentan en su artículo. Ese mismo análisis filogenético, además, les permite decir que el género y especie nueva, Charruatoxodon uruguayensis, “está relacionado con Dinotoxodon paranensis y con Toxodon platensis, compartiendo con ellos una distribución geográfica similar en el sudeste de Sudamérica”.
Uruguayísimo
¿De dónde sale el nombre tan pero tan oriental? “Se manejó la posibilidad de bautizarlo Charruatherium, pero finalmente fuimos por Charruatoxodon, porque me pareció que quedaba más aproximado al grupo que pertenecía”, confiesa Perea. Si era algo-therium podía ser cualquier mamífero. El uruguayensis le dio el broche final. “Más uruguayo imposible”, dice tentado.
Sin embargo, hay una buena razón para enfatizar la procedencia uruguaya del ejemplar tipo con el que se describe la especie. “Cuando estábamos explicando el nombre para el artículo, decían que los Charrúas era una nación que había vivido en Uruguay. Pero los Charrúas no estaban sólo acá, sino también en la provincia de Buenos Aires, en el sur de Brasil, habitaban un territorio mucho más extenso que el de Uruguay”, defiende Daniel. Su moción fue recogida en el artículo: al explicar la etimología del nombre, puede leerse “Charrua en referencia al pueblo indígena Charrúa, que habitó Uruguay y áreas adyacentes en Argentina y Brasil, y toxodon, terminación común para los taxones de toxodóntidos”. El uruguayensis casi no precisa explicación. Pero en un trabajo científico debe constar por qué se llama a un organismo como se llama, así que ponen que “refiere al país del que procede el espécimen”. Owen le puso platensis al toxodonte, en este caso, el geolocalizador fue más preciso. Los toxodóntidos y el Uruguay seguían con su estrecho romance.
Pesadito
Por lo que describen en el trabajo, el nuevo toxodóntido charrúa sería un poco más chico que el toxodonte descrito con el cráneo que Darwin envió a Inglaterra desde Uruguay. “Eso lo podemos decir por las dimensiones de cráneo”, dice Perea. Sin embargo, Pérez señala que aún no se ha realizado una estimación de masa para este animal, aunque estiman que habría alcanzado cerca de una tonelada.
“Era un animal pesado, graviportal”, dice Pérez, y uno que es fanático de los fósiles pero también de la ciencia ficción pregunta al respecto, ya que graviportal lo remite más a un campo gravitatorio que nos catapulta a otra dimensión que a alguna cosa relacionada con herbívoros masivos. “Es un nombre técnico. Se llama así a aquellos animales que tienen unas modificaciones especiales en las patas por soportar su gran peso, como los rinocerontes o elefantes”, agrega. “Si nos fijamos en esos animales, los segmentos de las patas prácticamente no forman ángulos entre sí, son como columnas que soportan el peso del animal. Estos toxodóntidos habrían tenido ese tipo de construcción, similar a la del toxodonte. Fuerte, firme y capaz de soportar su peso”, recapitula Pérez.
Cerca de sus parientes
Como vimos, el trabajo filogenético que realizaron con sus colegas, si bien determina que el toxodóntido charrúa es una nueva especie, también se ubica en las ramificaciones del árbol de la vida muy cerca de Toxodon platensis y de Dinotoxodon paranensis. Todo parece indicar que el último ancestro común entre los tres habría vivido hace unos 15 millones de años, en el Mioceno. A su vez, los caminos del toxodonte y el dinotoxodonte se habrían bifurcado hace unos 13 millones de años.
Darwin dice en sus memorias que los fósiles de Sudamérica, así como las aves de Galápagos, lo llevaron a pensar en la evolución de las especies. En ese esquema, según se ha citado, anotó en 1837, en el cuaderno que entonces había llamado “Transmutación de las especies”, que ambos hechos, en especial lo de las islas, “originaron toda mi visión”, siendo su visión la de cómo los animales cambian y se generan nuevas especies. Hagamos entonces honor a Darwin. ¿Por qué en este territorio habrían surgido especies tan parecidas? ¿Convivieron entre ellas? ¿Se sucedieron?
“Los toxodóntidos y otros notungulados son autóctonos de Sudamérica. Resulta que la mayor diversidad de notungulados se ve en el Mioceno. Eso por algo es”, dice María Inés. “Allí pueden tener que ver cambios climáticos, interacciones con otros elementos de la fauna. Sobre qué pasó puede haber muchas teorías, pero el hecho es que nosotros tenemos acá estos animales, Toxodon, Dinotoxodon, Trigodon, Paratrigodon, todos tienen algo en común, son toxodóntidos con dientes de crecimiento continuo”, afirma.
“Que todos sus dientes crezcan durante toda su vida sugiere una especialización a ambientes abiertos con pastizales en los cuales los animales tienen que pastar alimentos muy abrasivos”, explica Pérez. “Como decía Daniel, aquí parece haber habido un ecosistema muy especial. Hay animales que están aquí y no están en otro lado”, agrega.
“En Raigón está Toxodon y Glyptodon, fauna claramente cuaternaria, por eso digo que la formación es un exabrupto, porque tiene cosas claramente cuaternarias, del Pleistoceno, y tiene otras cosas que son más tirando al Terciario, al Plioceno”, vuelve Perea. “Para ese lugar hay una hipótesis que viene de la paleogeografía. La fauna de la Formación Raigón no coincide con la de formaciones del mismo tiempo en otros lados”, dice.
“Antes, en el Mioceno, había aquí un gran mar interior, el mar Entrerriense, que ingresaba a gran parte de América del Sur. Cuando se empieza a formar la Formación Raigón, ese mar ya se estaba retirando, pero había un paleocauce, lo que ahora es el río Uruguay y el río Paraná, muy grande. Quizás esta parte quedó aislada y fue la que generó toda esta fauna tan particular que se registra en la Formación Raigón”, conjetura Perea. “Podría haber habido un aislamiento geográfico explicando esta fauna. Es la justificación a la que apelo para el endemismo de la fauna de la Formación Raigón”, agrega. De ser así, habría pocas chances de encontrar a Charruatoxodon en otras zonas muy alejadas. El uruguayensis entonces podría ser una marca difícil de quitarse de encima.
“Como este fósil pertenece a una unidad que tiene un lapso tan grande, no podemos saber si los Charruatoxodon coexistieron con los toxodontes o con Trigodon, que era el titán de los toxodóntidos. Tenía un cuerno y apareció también en la Formación Raigón”, explica Daniel. “Capaz que no se vieron nunca, en casi cinco millones de años pueden pasar muchas cosas. Quizás no se vieron, quizá coexistieron. Por ahora no podemos saberlo. No sabemos lo que van a aportar las nuevas técnicas o el mayor conocimiento dentro de un tiempo”, afirma Pérez.
¿Los reconoceríamos diferentes?
Si uno viera al Charruatoxodon uruguayensis al lado del Toxodon platensis, ¿los distinguiría a simple vista? “Quién sabe. Quizá las pieles fueran muy diferentes, capaz uno tuviera más pelo que el otro, tal vez uno tuviera lineas o algún detalle muy notorio”, especula Pérez. “Los tapires sudamericanos son marrones, el tapir malayo es blanco y negro. Los dos son tapires y pertenecen al mismo grupo”, agrega.
Perea va por una línea similar. “El caballo no tiene rayas y la cebra sí. Los dos son del género Equus. Capaz que estos toxodóntidos eran igualitos, incluso a simple vista, salvo una leve diferencia de tamaño. O tal vez tenían rasgos externos muy característicos”, afirma.
Por lo pronto, su cráneo presenta diferencias lo suficientemente notorias para reconocer a una especie. No sabemos si convivieron en el pasado o si los separó una gran brecha temporal que también corrió para la descripción de ambas especies. En 1837 Richard Owen, en Inglaterra y a partir de un cráneo de Uruguay remitido por Charles Darwin, informaba de la presencia de un nuevo animal en la historia de la vida del planeta. Lo bautizó toxodonte. 185 años después, María Inés Pérez, Daniel Perea y sus colegas reportan de una nueva especie que vivió en estas tierras a partir de un cráneo remitido por dos maestros curiosos. Lo bautizaron Charruatoxodon uruguayensis. Para nosotros, y para el mundo de la biología, desde ahora será una animal inconfundible.
Artículo: “A new Toxodontidae (Mammalia, Notoungulata) from the upper Pliocene-lower Pleistocene of Uruguay”
Publicación: Journal of Vertebrate Paleontology (febrero 2022)
Autores: Brenda Ferrero, Gabriela Schmidt, María Inés Pérez, Daniel Perea y Ana María Ribeiro
Fósiles uruguayísimos
Charruatoxodon uruguayensis es casi insuperable en la escala de uruguayez. Pero no es el único vertebrado fósil que refiere a nuestro país o a alguna de sus regiones. Entre otras, aquí listamos algunas especies.
» Uruguayodon alius: era un proterotérido, un cuadrúpedo herbívoro que vivió hasta hace unos 150.000 años y cuyos fósiles se encontraron en Kiyú, San José. El “odon” de su nombre refiere a “diente” y alius significa “diferente”, porque justamente los dientes de esta especie son distintos a los de otros proterotéridos de su época.
» Josephoartigasia monesi: es el roedor más grande conocido de todos los tiempos. Vivió hace entre cinco y tres millones de años, parecía un carpincho gigante y sus fósiles se encontraron en Kiyú, San José. El nombre del género es un homenaje a José Artigas.
» Uruguaysuchus aznarezi: es un crocodiliforme, animales que se asemejan a los cocodrilos de nuestros días. Sus fósiles se encontraron cerca de Guichón, en Paysandú, en la Formación Guichón del Cretácico superior. Era más bien pequeño, alcanzando el metro, y aparentemente buen corredor, y coexistió con grandes dinosaurios que se reportan en las mismas rocas.
» Tacuadactylus luciae: pterosaurio que vivió hace unos 150 millones de años, y cuyos fósiles se encontraron en el Jurásico de Tacuarembó, por eso el “tacua” de su nombre.
» Neoglyptatelus uruguayensis: se trata de un armadillo de diez millones de años, parecido a una mulita de hoy en día, pero mucho más grande, que alcanzó más de un metro. Tiene una característica interesante: si bien tiene un caparazón anterior y otro posterior, no tiene bandas que articularan en el medio. Sus fósiles aparecieron en San José.
» Uruguaytherium beaulieui: era un mamífero herbívoro tan grande como un toxodonte, pero que tenía una trompa un poco más grande que la de los tapires de hoy y unos colmillos que salían amenazantes como los de un jabalí. Vivió hace unos 25 millones de años y sus fósiles se encontraron en la formación Fray Bentos en el departamento de Río Negro.