Los seres humanos tendemos a pensar en las playas exclusivamente como espacios recreativos, cuya única función es proporcionarnos servicios y placer en nuestro tiempo de ocio. Mantenemos con ellas una relación de tipo abusivo, en la que damos por sentado que estarán siempre allí sin importar cuál sea nuestra conducta. Las adoramos –a veces en forma obsesiva–, pero nos comportamos en forma confusa y contradictoria.

Las pruebas del maltrato son muchas y evidentes. Construimos viviendas y estacionamientos a pocos metros del agua. Amputamos las dunas –el corazón de las playas– con ramblas kilométricas. Arrojamos cigarrillos y basura. Sacamos toneladas de arena para construcción. Las pisoteamos con vehículos o entrando a ellas por donde no corresponde. Las usamos para deshacernos de contaminantes y aguas servidas. Las sometemos a la presión indirecta del cambio climático, que provoca un aumento en el nivel del mar y modificaciones en la dinámica e intensidad de los vientos. Pese a ello, las playas siguen brindándonos múltiples recursos como alimentos, protección contra eventos extremos y remoción de CO2, entre otros servicios ecosistémicos.

Si un juez estuviera encargado de este caso, hace mucho que tendríamos prohibido acercarnos a ellas. Y, sin embargo, la presión a la que las sometemos sólo aumenta. Como consecuencia, cerca de un cuarto de las playas del mundo se están erosionando con rapidez, una realidad que expone cuán obtusa viene resultando nuestra estrategia.

Creemos además que es una relación exclusiva, que lo que ocurre en las playas nos perjudica o influye únicamente a nosotros, los usufructuarios de ese espacio. Pero las arenas de las playas tienen muchos otros habitantes, ocultos o casi invisibles. Algunos dedican mucha energía y recursos para construir allí sus hogares, que no están preparados para resistir el pisoteo continuo de miles de primates que fácilmente llegan a los 80 o 90 kilos, equivalente al raid destructivo de King Kong en la ciudad de Nueva York.

A veces, nuestras acciones provocan directamente la desaparición de parte o toda la zona supralitoral de las playas (que incluye la arena seca y las dunas). Así ocurre, por ejemplo, con buena parte de la costa montevideana, cuya rambla se construyó sobre la primera línea de dunas. Allí residen otros habitantes que un ojo atento o interesado puede observar durante el día, como anfípodos o pulgas saltadoras. Para otros, hay que esperar a que llegue la noche.

Hay una luz que nunca se apaga

Para detectar a estos habitantes nocturnos en nuestras playas sólo hace falta una linterna (además de probar suerte en una playa no muy intervenida, donde estos animales todavía estén presentes en buen número). Si prueban salir con una luz a alguna de estas playas luego del atardecer, notarán el reflejo verdoso de muchos ojos que acechan en la arena.

Son muy probablemente ojos de arañas lobo, que tras haber permanecido en sus cuevas durante todo el día salen a cazar y reproducirse en las noches de verano. Es fácil distinguir sus ojos con ayuda de la linterna, ya que la luz se refleja en una membrana con un nombre digno de un hechizo de Harry Potter: tapetum lucidum, que las ayuda a captar más luz en la noche.

Si pasean su linterna cerca de la costa, es más factible que encuentren arañas lobo de la especie Allocosa senex. Si lo hacen detrás de la primera duna, se toparán seguramente con Allocosa marindia, un poco más pequeñas y acostumbradas a vivir en ambientes con más vegetación.

Estas dos especies son una rareza, porque constituyen los únicos casos reportados de inversión en los patrones sexuales tradicionales en arañas: la hembra es más grande y sale a buscar al macho, que cumple el papel de “amo de casa”. Este macho no sólo es bueno para “deconstruir” roles sino también para construir cuevas, en las que aguarda a que lleguen las visitas. Es la hembra, entonces, la que se asoma a la boca de la cueva y comienza el cortejo. Si hay suerte, habrá cópula en la intimidad de la madriguera, luego el macho cederá su cueva a la hembra a modo de regalo de casamiento y se marchará a construir un nuevo hogar, a la espera de otro encuentro sexual.

Pese a que estas arañas muestran una gran plasticidad, que les permite vivir en ambientes costeros muy diversos, son sensibles a la intervención humana. No están presentes en todas las playas de Montevideo, por ejemplo. Un equipo de científicos del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE), que buscaba ejemplares de ambas especies para una investigación que ya reportamos, no pudo hallar individuos de Allocosa marindia en la Playa de los Ingleses. El ambiente que les resulta más propicio había desaparecido allí, pero no es el único ejemplo de este tipo. Hay otras playas, como la Ramírez, en las que la modificación humana ha vuelto prácticamente imposible encontrar ambas especies.

Por eso mismo, para estudiar otros aspectos fascinantes de estas arañas tan peculiares a veces hay que enfilar a playas menos intervenidas. Que fue exactamente lo que hizo otro equipo de aracnólogos del IIBCE, en busca de algunas respuestas y también de nuevas preguntas.

Allocosa marindia.

Allocosa marindia.

Foto: Marcelo Casacuberta

Promesas del oeste

Mientras trabajaba en su proyecto de doctorado con arañas Allocosa senex, el biólogo Rodrigo Postiglioni notó algo en esta especie que le llamó la atención. “Está muy extendida, a tal punto que te encontrás con bichos idénticos en Córdoba y en Barra del Chuy. Pero si analizás los distintos tipos de playa ves que las diferencias de tamaño son enormes. No hay intermedios. ¿Qué pasa en los ambientes que hace que los bichos sean más grandes o más chicos?”, cuenta Postiglioni.

Buscando explicaciones para estas diferencias se topó con los trabajos del biólogo marino Omar Defeo, que estudió cómo la morfodinámica de las distintas playas incide en los rasgos poblacionales (tamaño corporal, abundancia, mortandad, etcétera) de las especies que habitan en ellas. Para ilustrar este punto es útil recordar los dos tipos de playas que a grandes rasgos podemos encontrar, ya que sus características a veces condicionan incluso la fauna humana que las habita: las playas disipativas y las reflectivas.

Las playas disipativas son aquellas de pendiente suave y arena más fina, como Barra del Chuy o la Playa de los Botes de Punta del Diablo. Se les llama así porque la energía se va disipando a través de varias rompientes. Son ideales para surfistas y también para familias con niños pequeños, que buscan condiciones más “relajadas” en el agua.

Las playas reflectivas tienen arena más gruesa, pendiente más pronunciada y mucha filtración de agua (que provoca diferencias fuertes de temperatura), como Arachania o La Balconada en La Paloma. Se llaman así porque “reflejan” la energía (la ola rompe en la orilla) y generan un ambiente más desafiante para las especies que viven en la zona intermareal (o bañistas intrépidos).

A Postiglioni le interesó especialmente una hipótesis propuesta por uno de los trabajos de Defeo: la Hipótesis de Seguridad de Hábitat, que –entre otras cosas y en versión simplificada– postula que las especies que viven en la zona supralitoral encuentran condiciones más favorables en las playas reflectivas, donde la pendiente les ofrece protección de la creciente del mar.

Para investigar si este marco teórico podía explicar las diferencias de tamaño de las arañas del género Allocosa, Postiglioni se propuso testear la hipótesis por primera vez para este grupo taxonómico. Mientras él avanzaba en un estudio muy amplio de Allocosa senex para su doctorado, orientado por la aracnóloga Anita Aisenberg y el propio Omar Defeo, que incluye un análisis de la influencia de la morfodinámica de las playas y del grado de salinidad, su colega Diego Cavassa tomó la posta para realizar su trabajo de pasantía final específicamente con Allocosa marindia, habitante usual de las dunas. Lo primero que necesitaban para diseñar el experimento era un par de playas reflectivas y disipativas, con escasa distancia entre sí, con poca intervención en la línea de dunas y en lo posible no muy lejos de Montevideo. Por suerte aún tenemos el oeste.

De bichos y playas

La búsqueda frenética de Cavassa y Postiglioni para encontrar una dupla de playas adecuadas dio pronto sus frutos. Comenzó con Google Maps y siguió con un trabajo de campo que incluyó medir la pendiente de las playas, la compactación de la arena y el tamaño del grano, pero bien podría haber investigado en la discografía del rock uruguayo. Como apunta Postiglioni, la playa reflectiva que encontraron fue la de Punta Espinillo, que protagoniza la tapa del disco De bichos y flores, de La Vela Puerca. A 700 metros de distancia encontraron la playa disipativa que buscaban: la de Mailhos, cerca del hotel La Baguala.

Con la ventaja de tener dos playas cercanas, de condiciones similares (como salinidad y temperatura) pero morfodinámica muy distinta, realizaron colectas de Allocosa marindia simultáneas, iniciadas 45 minutos después de la hora exacta de la puesta de sol. Las dos playas fueron muestreadas al comienzo y al final de la época reproductiva (que va desde finales de diciembre a comienzos de marzo, coincidente casualmente con la mayor intensidad de cortejo que suele observarse en humanos en las playas).

En cada playa actuó un equipo de tres personas, cada una encargada de cubrir una parcela de 25 por 55 metros. Durante 90 minutos colectaron todos los ejemplares adultos de Allocosa marindia que pudieron encontrar, ya fuera caminando o asomando en la boca de sus cuevas. Luego hicieron moldes de las madrigueras arácnidas para ver su tamaño y forma, lo que les permitió compararlas con las cuevas de Allocosa senex estudiadas.

La descripción hace que el asunto parezca bastante rutinario, pero quedarse hasta la medianoche en una playa desértica, con el viento rugiendo en los oídos, sin distinguir si hay alguien extraño alrededor y con el agregado de llevar encima un montón de equipos valiosos, es una prueba de carácter. Que los científicos se pasan todo el día en el laboratorio es un cliché.

Eso comprobó el equipo que estaba en la playa Mailhos en la primera colecta, cuando sintió un ruido en la oscuridad y luego descubrió que entre el montón de bultos depositado en la arena faltaba una linterna, un bolso y comida. Un visitante nocturno merodeaba entre las tinieblas con sus cosas a cuestas. Para peor, cuando huían del lugar acicateados por el susto, les pareció ver un par de ojos y unas luces que se prendían y apagaban detrás de ellos, señal de que probablemente los perseguían. Con la comunicación interrumpida con el otro equipo por la falta de señal de Punta Espinillo, recorrieron 700 metros de pura adrenalina hasta reunirse con sus compañeros y pegar una retirada desordenada pero a salvo.

La experiencia hizo que para la segunda colecta pidieran asistencia a la Policía de Montevideo, que mandó a dos agentes a hacer una paciente guardia hasta la medianoche, con el objetivo de garantizar la seguridad de arañas y científicos. Mientras repetían el procedimiento encontraron cerca de unos árboles todos los materiales que habían faltado, con huellas de mordidas. “Asumimos que al final el culpable fue un perro o un zorro que buscaba comida”, cuenta Cavassa a las risas, a salvo en el seguro Departamento de Ecología y Biología Evolutiva del IIBCE. Que los científicos no tienen imaginación también es un cliché.

Ya de regreso en la seguridad de su laboratorio, donde están rodeados de arañas pero no de cánidos rapiñeros, sexaron, pesaron y midieron cuidadosamente a los ejemplares de Allocosa marindia (al hallar muchísimas más hembras que machos, decidieron realizar el estudio únicamente con las primeras). 48 horas después los liberaron nuevamente en las arenas de las dos playas, donde claramente se manejan con más comodidad que los aracnólogos.

Playa Punta Espinillo.

Playa Punta Espinillo.

Foto: Marcelo Casacuberta

Fuera de ambiente

¿Influye en el tamaño de estas arañas el tipo de playa en el que se encuentran, como sospechaban los investigadores con base en la Hipótesis de Seguridad de Hábitat? Los resultados respaldaron la teoría. “En la playa reflectiva encontramos hembras con mayor tamaño y mayor peso. Tienen más seguridad allí, porque al vivir detrás de las dunas están más protegidas, pero nuestra hipótesis es que esto se da porque disponen allí de una mayor cantidad de alimento, predan otros animales que son dependientes del ambiente”, explica Cavassa.

En resumen, como estas playas reflectivas tienen un ambiente más favorable a otros macroinvertebrados que ocupan la zona supralitoral, tal cual mostraron los trabajos de Defeo, las arañas acceden allí a una mejor alimentación. “En arañas, el tamaño corporal está muy relacionado con la alimentación. Creemos que el estrés del ambiente genera menor disponibilidad de presas en una playa y mayor disponibilidad en la otra, pero hay que seguir investigando”, agrega Postiglioni.

El análisis reveló también que los ejemplares colectados al comienzo del período reproductivo tenían mayor tamaño que los recogidos al final. “Asumimos que esas hembras del comienzo no estaban ya al final porque tuvieron acceso a la cópula y se encontraban en la cueva, conservando la ooteca. Al final del período reproductivo encontramos probablemente a las hembras con menor éxito en conseguir una pareja sexual”, dice Cavassa. La explicación es lógica. Un mayor tamaño al comienzo del período reproductivo es una ventaja a la hora de competir por parejas sexuales. Por lo tanto, sobre el final es más probable hallar hembras de menor peso, tamaño y condición física.

“La investigación en estos tópicos es aún incipiente y requiere urgente atención en arañas de la arena, que son bioindicadores de la salud de playas arenosas. Este aspecto es de gran importancia, ya que estos ecosistemas están en riesgo y globalmente amenazados por varias presiones humanas que actúan simultáneamente”, concluye el trabajo.

En ese contexto, las arañas que viven en nuestras dunas pueden adquirir una importancia especial, más allá de su derecho a habitar un ambiente sano y en el que prosperan desde hace cerca de un millón de años, muchísimo más tiempo que el ser humano.

Multiverso arácnido

Cavassa y Postiglioni, fascinados por las arañas desde su niñez, no necesitan excusas para estudiar a estos animales o los cambios que los distintos ambientes provocan en ellos. La réplica gigante de una araña, que vigila atenta desde el techo del Departamento de Ecología y Biología Evolutiva del IIBCE mientras hablan, es prueba del amor que ellos y sus colegas tienen por los arácnidos. Pero hay motivos para hacerlo incluso si a uno le es indiferente su suerte.

Tanto las Allocosa senex como las Allocosa marindia son promisorios bioindicadores del sistema que habitan, capaces de contarnos detalles sobre las alteraciones que este sufre. Conociendo nuestra obsesión por las playas y las presiones a las que las sometemos, parece por lo menos prudente saber más sobre estas especies y la forma en que se ven afectadas por el ambiente en el que viven.

“Los depredadores son indicadores buenos en cualquier ambiente. Pero además este trabajo muestra que las playas no son todas iguales y no funcionan de la misma manera. Un ambiente costero es la interacción entre dos medios bien distintos, que genera otras condiciones diferentes a lo que ocurre en la tierra y el agua y que tiene características propias; entender cómo funciona es todo un desafío. Este tipo de estudios son granitos de arena para comprender qué es lo que pasa en la zona supralitoral, que es donde se sabe menos”, dice Postiglioni.

Para Cavassa, es justamente paradójico que las playas sean un ambiente con un enorme atractivo turístico pero no se conozca mucho de la fauna que vive allí. Ocurre así pese a que sabemos que algunos de estos animales podrían darnos la clave para actuar a tiempo y prevenir impactos más graves en este ecosistema, tan atractivo para nosotros que somos capaces de pelear por él a brazo partido, metro a metro, cuando llega el verano. Entender el papel que juegan las playas reflectivas y disipativas en la fauna costera, en asociación con otros factores, ya demostró ser información útil para evaluar la calidad de las playas, como reveló otro trabajo de Defeo.

Por fuera de consideraciones utilitaristas, la protagonista de esta investigación es una especie declarada de conservación prioritaria para Uruguay, ya que cumple dos de los siete criterios definidos por la lista de arácnidos prioritarios del país: ser una especie con singularidad ecológica, evolutiva y/o comportamental (la inversión de roles sexuales es una prueba, pero tiene otras conductas notables), y tener presencia exclusiva en ambientes amenazados, como son los ecosistemas costeros.

“Trabajar con esta especie de la que no se conoce mucho, que tiene todas esas particularidades y que es difícil de encontrar le agrega mérito a este trabajo”, considera Postiglioni. Cavassa se muestra de acuerdo. “Tiene una distribución muy acotada. La tenemos solamente acá y en el sur de Brasil: tenemos que hacernos responsables de ello”, concluye.

Las Allocosa marindia son también potenciales centinelas de la costa. No literalmente, como los policías que custodiaron a los científicos en Punta Espinillo, pero están allí las 24 horas, si les damos espacio suficiente para que revelen sus secretos y también los de nuestras playas.

Artículo: “Relationship between beach morphodynamics and body traits in a sand-dwelling wolf spider”
Publicación: Acta Oecologica (enero 2022)
Autores: Diego Cavassa, Rodrigo Postiglioni, Anita Aisenberg y Omar Defeo.