En 1967, una aventurera alemana llamada Ingeborg Van Erp decidió volver a Uruguay, país donde había residido por 15 años, con la misión de encontrar a un elusivo cetáceo. Este deseo le había sido inspirado por un pariente del mamífero marino en cuestión, un delfín amazónico (Inia geoffrensis) con el que tuvo un encuentro cercano en el acuario Steinhart de California.
Gracias a él, Van Erp pudo enterarse de la existencia del delfín franciscana (Pontoporia blainvillei) y quiso rastrearlo para ver si se topaba con un “ser igualmente delicioso” que el del acuario (no en términos gastronómicos, aclaremos). Lo que a Van Erp le parecía raro era que en todo su tiempo viviendo en el país, “en el propio umbral” de la casa de la franciscana, no hubiera escuchado hablar de él, a tal punto que dudaba de su existencia en la época.
Ya en Montevideo fue consciente de que toparse con un delfín franciscana era como encontrar una aguja en “un enorme pajar náutico”, y resolvió hacer algunas averiguaciones. Escuchó que algunos pescadores de Rocha alimentaban a los cerdos con restos de franciscanas, situación que le pareció tan incongruente con la naturaleza esquiva de este cetáceo que decidió viajar a Rocha para comprobarlo.
Van Erp encontró lo que buscaba en Punta del Diablo y en La Coronilla, aunque la escena distaba de su soñado encuentro con el animal. No vio a las franciscanas nadando, como en un acuario, sino efectivamente como alimento de cerdos, entre otras cosas. Por ejemplo, convertidas en grasa usada para las tablas de los botes. Tal cual retrató en un artículo que publicó en 1969, encontró montones de franciscanas acumuladas en las playas, producto de la captura incidental de los pescadores artesanales. Los mamíferos quedaban atrapados en las redes destinadas a otros animales y se ahogaban al no poder salir a respirar.
El artículo de Van Erp despertó la curiosidad científica por saber más de la franciscana e hizo que investigadores de Japón, Suiza, Francia, Estados Unidos y también Uruguay viajaran a Rocha a estudiar al casi desconocido animal, cuenta la bióloga marina Paula Laporta, especialista en cetáceos de la asociación civil Yaqu Pacha y del Centro Universitario Regional del Este de la Universidad de la República. El interés fue tal que investigadores japoneses incluso tuvieron la mala idea de capturar vivas algunas franciscanas y trasladarlas en avión, un procedimiento al que no sobrevivieron.
Quien contaba esta última anécdota era uno de los interesados locales: el ingeniero agrónomo Ricardo Praderi, un aficionado a los cetáceos que comenzó un trabajo pionero de monitoreo de la captura incidental de franciscanas, centrado en cinco pesquerías de la costa de Rocha. Fue Praderi, aclara Laporta, quien mostró al mundo que el solapamiento de hábitat de este animal con la pesquería artesanal se estaba volviendo un grave problema de conservación para la especie.
Gracias a su trabajo sabemos que entre 1974 y 1994, el período durante el que llevó a cabo un monitoreo sistemático, 3.617 ejemplares fueron capturados en redes de pesca artesanales sólo en Uruguay. Una revisión de 2006 hecha por la propia Laporta, junto a sus colegas Carolina Abud, Caterina Dimitriadis y Marila Lázaro, recordaba que la captura mínima anual de franciscanas en las pesquerías de Buenos Aires estaba entre 450 y 500 ejemplares anuales, y que en los años 90, en Rio Grande do Sul (Brasil), la cifra oscilaba entre 496 y 1.300 al año.
Desde 1994 el monitoreo de las muertes de la franciscana en Uruguay ha sido fragmentario. El Proyecto Franciscana, creado por las biólogas (por entonces estudiantes) Paula Costa, Mariana Piedra, Valentina Franco-Trecu, Carolina Abud, Caterina Dimitriadis, Paula Laporta, Cecilia Passadore y María Szephegyi trabajó en el tema a partir de 2004. El último estimativo que hicieron es de 2006, en el que calcularon casi 300 muertes sólo en Uruguay.
Una cosa es clara, sin embargo. Basándose en las estimaciones de abundancia de la especie en todo su rango de distribución, que varía de unos pocos cientos de ejemplares a 15.000 en total, sabemos que a la franciscana no le dan las cuentas para la supervivencia a largo plazo. De no producirse un cambio en esta tendencia, sus años están contados.
La odisea de los delfines de río
La franciscana es actualmente el cetáceo más amenazado del Atlántico suroccidental (junto a nuestra subespecie de tonina, Tursiops truncatus gephyreus) y tiene serios riesgos de seguir los pasos de otros delfines, como el extinto baiji de China (Lipotes vexillifer) o la amenazadísima vaquita marina (Phocoena sinus) del golfo de California.
Al igual que el baiji pertenece al grupo de delfines de río, cuyos integrantes no tienen necesariamente un parentesco cercano pero sí algunas características compartidas; por ejemplo, ser difíciles de observar y orientarse principalmente por la ecolocalización debido a que viven en aguas turbias.
La franciscana es un delfín pequeño y que pasa poco tiempo en la superficie, de ahí que las ilusiones de Van Erp por toparse con uno en el agua fueran de compleja realización. “Sale a respirar menos de un segundo, no tiene comportamiento acrobático como ocurre con otros delfines, es muy críptica porque su color es similar al del agua del río y tiene un comportamiento escurridizo frente a las embarcaciones. Eso hace que sea difícil estudiarla en la naturaleza”, aclara Laporta.
Justamente por eso, la existencia de tal cantidad de ejemplares muertos en las costas uruguayas en los años 60 provocó el interés de investigadores de todas partes del mundo. Eso no significa que hasta entonces se desconociera la existencia de la franciscana en nuestras aguas. La especie fue descrita para la ciencia en 1844 por un viejo conocido de Uruguay, el naturalista y viajero francés Alcide d’Orbigny, junto a su colega François Gervais.
A pesar de sus años de aventura por el Río de la Plata, no fue D’Orbigny quien encontró el ejemplar con el que se describió la especie (aunque pudo ver uno varado en la Patagonia y dibujarlo), sino el curiosísimo navegante y naturalista francés Cristophe La Poix de Fréminville, que anduvo en la década de 1820 por Sudamérica comandando el barco Adour. Actualmente se lo recuerda menos por ello o por sus contribuciones a la arqueología y la historia que por haber sido “pionero del travestismo”, como se lo definió por ser un valiente personaje transgénero en su época (se hacía llamar tanto Cristophe como Pauline), pero para no desviarnos de nuestra historia, aquí nos ceñiremos a repasar cómo sus aportes sacudieron el conocimiento de otra clase de géneros: los de los delfines.
Fréminville se llevó de Montevideo un cráneo de franciscana que le provocó curiosidad y que entregó al Museo de Historia Natural de París. En 1844 este fue examinado por D’Orbigny y Gervais, que se percataron de que se trataba de una especie “hasta ahora ignorada por los zoólogos” y que tenía algunas similitudes con otros delfines de río conocidos por entonces en Asia y América (en algunos casos, conocidos gracias al mismo D’Orbigny, que describió más de una especie). El que lo “avivó” sobre la existencia del cráneo, por así decirlo, fue otro experto en delfines, el naturalista francés Henri Marie Ducrotay de Blainville, que se ganó así el homenaje en el nombre científico. Lamentablemente, no está claro si aquel ejemplar original –el holotipo de la especie– se conserva aún o se ha perdido, ya que una revisión realizada en 1989 en el museo no pudo dar con su paradero.
Claro que la franciscana estaba en nuestro planeta desde mucho antes de que unos señores franceses se preocuparan por describirlo para la ciencia. De eso se trata justamente un nuevo artículo que rastrea el origen de este amenazado animal y nos da al menos algunos motivos chovinistas para conservarlo, por si los demás no fueran suficientes.
Hace mucho mucho tiempo, en un mar muy muy cercano
Nuestra historia nos obliga ahora a saltar mucho más atrás en el tiempo. Los responsables de permitirnos este salto son un grupo de expertos de la región entre los que se encuentra la uruguaya Paula Costa, autores de un trabajo que explora el origen y la evolución de la franciscana. Costa, hoy alejada del estudio de los cetáceos, cedió la palabra en este caso a su colega Laporta, que sigue dedicada con pasión a la franciscana.
Lo que hizo este equipo de investigadores fue realizar un análisis de ADN mitocondrial (que se transmite por línea materna) de 391 ejemplares de franciscanas de todo el rango de distribución, acompañado de un análisis filogeográfico para “evaluar la estructura de la población de la franciscana y la influencia de los eventos paleo-oceanográficos en su historia”. Es decir, usaron la genética y la reconstrucción histórica de los ríos y mares para mostrarnos el viaje en el tiempo y el espacio que hizo la franciscana para llegar donde está hoy.
Como señalan en el artículo, hasta ahora no se había hecho un análisis profundo para entender cómo y cuándo se produjo la colonización de la costa atlántica de esta especie y cómo su dispersión y fragmentación dio forma a sus actuales poblaciones. Recordemos que si bien la franciscana es un delfín de río estuarino, tolera bien las aguas salobres y se lo puede encontrar incluso a 30 kilómetros de la costa en el océano.
Una primera parte de la historia puede contarse sin miedo a spoilers. Entre 20 y 15 millones de años atrás, en el Mioceno medio, una vasta superficie de Sudamérica estaba bajo agua. Las transgresiones marinas provocadas por el movimiento de placas tectónicas formaron el mar Paranaense, que ocupó parte de lo que es hoy Paraguay, Argentina, Bolivia y el sur de Uruguay, y el mar Amazónico o Pebasiano (en buena parte de la cuenca amazónica de hoy).
En estos mares vivía entonces un odontoceto (cetáceo dentado) ancestral. Cuando el agua comenzó a retirarse, dejando en su lugar las cuencas de los ríos que conocemos hoy (Amazonas, Orinoco, Paraná, Uruguay), los ejemplares de aquel animal quedaron separados geográficamente y siguieron durante unos 17 millones de años dos trayectorias evolutivas distintas. Unos darían nacimiento a los delfines amazónicos y otros a la franciscana, una historia respaldada por el registro fósil y la genética. El delfín amazónico es el pariente vivo más cercano de la franciscana, que es además la única especie sobreviviente de su género. Se las ha ingeniado para permanecer en el planeta desde entonces, aunque su supervivencia esté ahora en entredicho.
Parte de esta historia y de lo que ocurrió después la cuentan tanto los análisis genéticos de los ejemplares como la reconstrucción de los “paleodrenajes”, término que parece referirse al saneamiento de la familia Picapiedra pero no es otra cosa que la reconstrucción de los ríos y cauces de la región en la época del Pleistoceno, que va desde hace 2,59 millones de años hasta unos 11.700 años atrás.
“Las desembocaduras de los ríos a la costa eran distintas, y es la reconstrucción de esas condiciones las que usan para explicar la distribución y uso de hábitat de la franciscana por entonces”, cuenta Laporta. Antes de llegar a este punto, que revela cómo la geografía fue influyendo en la diferenciación genética de las franciscanas, hay una primera conclusión que nos obliga a considerarlas habitantes con más derechos que nosotros en esta región.
Mate, tango, dulce de leche y franciscana
Los análisis de los haplogrupos (un mismo conjunto de variaciones en el ADN) indicaron que todos los linajes actuales de las franciscanas comparten un ancestro común que vivía muy probablemente en el área estuarina del Río de la Plata hace 2,7 millones de años, completando así el viaje que llevó al ancestro de la especie desde el mar Paranaense a nuestras aguas.
“Las poblaciones cercanas al estuario del Río de la Plata parecen haberse mantenido más estables, con mayor número y con una migración más alta que las de otras poblaciones. La alta diversidad genética encontrada respalda la hipótesis de que Pontoporia blainvillei estuvo en la región del Río de la Plata más tiempo que en ningún otro lugar y que la colonización del hábitat se produjo hacia el sur y hacia el norte desde allí”, apunta el trabajo.
En pocas palabras, la franciscana se originó en nuestro Río de la Plata, una teoría que si bien no es nueva, es “corroborada con más fuerza por este estudio porque analiza muestras de toda la distribución”, dice Laporta.
Avancemos en el tiempo de la mano de la genética. La expansión de la franciscana desde el Río de la Plata al resto de su rango de distribución se inició hace 2,5 millones de años, y hace 1,8 millones de años se produjo una división entre las poblaciones del norte y el sur, hoy consideradas “unidades evolutivamente significativas” por tener características propias genéticas que ameritan medidas de conservación.
A partir de entonces las poblaciones de norte y sur también se fueron aislando y fragmentando, incluso hasta épocas relativamente recientes. Los últimos eventos de este tipo que muestra el análisis genético ocurrieron entre un millón y 100.000 años atrás.
En el trabajo se postula que las glaciaciones del Pleistoceno –hubo al menos siete– influyeron en estos cambios al afectar a las corrientes, la temperatura y provocar fluctuaciones en el nivel del mar. El análisis genético de las poblaciones muestra una correlación con estos cambios paleogeográficos.
La confluencia de la Corriente de Malvinas y la Corriente de Brasil –que hoy está cerca del Río de la Plata pero en épocas del Pleistoceno se encontraba más al norte que en la actualidad– facilitó la dispersión hacia el norte de las poblaciones de franciscanas, que fueron detrás de esa confluencia rica en recursos alimenticios. Luego, el cabo de Santa Marta en Brasil, que “empuja” la Corriente de Malvinas hacia el océano, habría actuado como barrera geográfica entre las poblaciones.
Posteriormente, en los episodios en los que el nivel del mar bajaba pronunciadamente, “algunos grupos pudieron haber quedado aislados en hábitats costeros o estuarinos relacionados con los paleodrenajes”, dice el artículo. Estas fragmentaciones o incluso extinciones locales, provocadas por los cambios oceánicos y continentales, fueron seguidas por recolonizaciones en los períodos intercalados de temperatura más elevada y crecimiento del nivel del mar.
Nueve reinas
El estudio genético respalda la existencia de cuatro áreas de manejo propuestas para las franciscanas: una que va de Espírito Santo al norte de Río de Janeiro en Brasil; una segunda que abarca el área desde el sur de Río de Janeiro al norte de Santa Catarina; una tercera que va desde la costa central de Santa Catarina a Uruguay; y una cuarta que incluye el área desde Buenos Aires a Chubut.
Hilando más fino, identifica nueve poblaciones genéticamente diferenciadas a lo largo de todo el rango de distribución. En materia de conservación, la mayor novedad es que recomienda que las poblaciones de franciscanas de la bahía de Babitonga y del norte de Santa Catarina (ambas de Brasil) sean consideradas poblaciones únicas y por lo tanto merecedoras de medidas especiales de conservación. El trabajo prende una luz de alerta especialmente con la primera, a la que considera “posiblemente la población local más amenazada, debido a su tamaño pequeño y la intensa actividad humana, relacionada especialmente con el desarrollo de su puerto y las redes de pesca, grandes amenazas de la especie”.
El trabajo luego lanza una afirmación alarmante: “Las tasas de migración de las poblaciones son insuficientes para compensar los índices de mortalidad y, por lo tanto, la distintas poblaciones necesitan un manejo independiente”. Laporta amplía aún más este punto: “Mueren más animales de los que nacen en toda la distribución, que va desde Espírito Santo en Brasil a Chubut en Argentina. La tasa actual de remoción de animales por captura incidental no es sustentable según los modelos de viabilidad poblacional. Y eso sólo contando las muertes en la pesca”.
Para las franciscanas este es un balance contable que da rojo desde hace varios años, y que es necesario revertir para evitar que siga el mismo camino que el hoy llorado baiji.
Resumiendo, este trabajo sobre la franciscana –que se autodefine como el más exhaustivo geográficamente hasta la fecha– corrobora su origen rioplatense, reconstruye cómo fue su evolución y dispersión, identifica nueve poblaciones genéticamente distintivas y pone el ojo sobre dos poblaciones especialmente amenazadas. Esto último, sin embargo, no debe hacernos olvidar lo que ocurre en nuestras propias aguas.
La maldición de Casandra
Para Paula Laporta, lo mejor de este trabajo es que combina “lo genético con la paleogeografía para entender cómo fue que la franciscana, emparentada con el delfín amazónico, terminó en el Río de la Plata”.
A nivel de conservación, si bien entiende correcto que el artículo haga foco en las subpoblaciones que se ven más afectadas que otras, al estar restringidas y tener menor diversidad genética, sostiene que “en realidad el problema más grave de captura está en el sur de Brasil y Uruguay, que es donde mueren más animales”.
“El trabajo está demostrando que la franciscana se originó en el Río de la Plata, un mensaje que también es interesante. Deberíamos al menos sensibilizarnos con esta información. Lo menos que podemos hacer es tratar de conservarla acá”, asegura.
Sabe que eso es más fácil decirlo que hacerlo, porque requiere tomar medidas en conjunto con Brasil y Argentina; pero es, sin embargo, necesario, porque el tiempo para la franciscana se está acabando.
“Hay firmado un plan de conservación de franciscanas dentro de la Comisión Ballenera Internacional, donde hay un montón de objetivos a cumplir en los que venimos muy atrasados”, apunta Laporta. Por ejemplo, en Uruguay no tenemos estimaciones de abundancia de la especie ni estimaciones nuevas precisas de cuántas mueren por año por captura incidental.
Si bien en los últimos años la Dirección Nacional de Recursos Acuáticos (Dinara) comenzó a estudiar la situación de la franciscana, impulsada en parte porque Estados Unidos está exigiendo que la pesca que compra sea libre de captura incidental (en la pesca industrial también hay captura incidental de franciscanas), Laporta cree que “hace falta enfocar más esfuerzos en reducir las muertes”.
La Dinara está experimentando con pingers en redes, aparatos que generan sonidos para ahuyentar a las franciscanas. Para Laporta, si bien es cierto que en algunas condiciones los pingers repelen a las franciscanas, aún queda el problema de la implementación. Hay que evaluar los costos para los pescadores, asegurar que efectivamente se utilicen, que se mantengan con baterías, que se compruebe el efecto que tienen, un esfuerzo que necesita de compromiso del Estado, de los pescadores y de los investigadores, y ciertamente dinero.
Para encarar el problema en serio, acota, se necesitan más estudios, más voluntad política y disposición a hacer cambios en las regulaciones de pesca que contemplen la situación de los pescadores.
Un trabajo de la bióloga María Szephegyi muestra las áreas de distribución de la franciscana donde se producen más capturas incidentales. Esta información, por ejemplo, permitiría reducir la pesca en esas zonas en algunos períodos del año, pero hacerlo requeriría subsidiar a los pescadores, que se quedarían sin su medio de sustento durante ese tiempo.
“Es difícil, pero tenemos que empezar a probar cosas. Los pescadores no quieren capturar a las franciscanas y son muy colaborativos; entonces hay que buscar la solución con ellos, ver si cambiar zonas de pesca por épocas, o quizá las artes de pesca en algunas partes, pero eso requiere estudiar más los ejemplares que hay en nuestras aguas, saber cómo se mueven, y cómo los afecta la dinámica tan cambiante de la pesca”, comenta Laporta.
“En Uruguay se subsidia al campo cuando es necesario, pero con la pesca ese parece un tema tabú. Tiene mucho menos peso, pero sin embargo también mueve dinero. Y lo que ocurra con la franciscana también puede afectarla”, dice Laporta. Se refiere a que si se extingue la franciscana no será un problema únicamente para la especie, además de una injusticia. “Hay un tema ecosistémico. ¿Qué ocurre con los peces y toda la red trófica de la que es parte? Las franciscanas son reguladores de las redes, predadores tope, y eso puede incidir en la abundancia y tipo de pesca”, remarca. Para Laporta, “la conservación de la franciscana está más fuertemente relacionada a la adopción de prácticas pesqueras más sostenibles que a medidas específicas”.
La franciscana está incluida en la lista de especies prioritarias para la conservación del Uruguay, es considerada vulnerable por la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y también es objeto focal de conservación en el Parque Nacional Cabo Polonio. Pero las áreas protegidas no tienen medidas específicas para la franciscana ni regulaciones pesqueras diferentes al resto de la costa. Las medidas actuales no parecen acompasar la gravedad reconocida de su situación.
Llegado este punto, es triste percatarse de que las notas sobre especies amenazadas corren el riesgo de volverse muy repetitivas en sus conclusiones y, por lo tanto, menos efectivas cuando brindan su mensaje de advertencia. Con más o menos matices, los conceptos sobre la importancia de la biodiversidad en un mundo interconectado y la insuficiencia de medidas que la protejan se repiten inevitablemente.
Esto es producto de que, en temas de conservación, biólogos, biólogas y naturalistas llevan años predicando en el desierto. O, en este caso, en el mar. Se han convertido en una versión moderna de Casandra, la sacerdotisa griega a la que los dioses maldijeron dándole el don de la profecía pero asegurándose de que nadie creyera en sus pronósticos. Por mucho que anunciara la caída de Troya, Casandra no lograba que nadie le hiciera caso. Que en algunas versiones de este mito la profetisa también tuviera el don de entender el lenguaje de los animales deja el mensaje servido en bandeja. El desafío es que alguien lo escuche en serio.
Artículo: “Phylogeography of the Endangered Franciscana Dolphin: Timing and Geological Setting of the Evolution of Populations”
Publicación: Journal of Mammalian Evolution (abril 2022)
Autores: Luana Nara, Marta Cremer, Ana Farro, Adriana Castaldo, Lupércio Barbosa, Carolina Bertozzi, Eduardo Secchi, Bruna Pagliani, Paula Costa, Maria Gariboldi, Cristiano Lazoski y Haydée Cunha.