Hace 190 años, Charles Darwin se asomó por la cubierta del Beagle en los mares de Tierra del Fuego y vio con asombro que había franjas de agua de un color rojo brillante. “Este color es producido por un gran número de crustáceos que se parecen algo a gruesos langostinos. Los balleneros dan a esos crustáceos el nombre de alimento de las ballenas. No puedo decir si las ballenas se alimentan de ellos, pero los cormoranes, las golondrinas árticas e inmensos rebaños de focas se alimentan principalmente de estos crustáceos”, escribió en su diario de viaje.

Los balleneros a los que aludía el siempre atento Darwin tenían razón. La fama de estos pequeños animales ha quedado asociada invariablemente a las ballenas, aunque el gran naturalista intuía entonces que tenían una importancia mucho mayor en la cadena alimenticia. Y si hay algo que aprendimos en los dos últimos siglos, es que conviene abrir los ojos ante las observaciones de Darwin.

En épocas del naturalista británico ni siquiera se le llamaba como lo conocemos hoy: kril, palabra que proviene del noruego, que significa “pez pequeño” y que comenzó a usarse a comienzos del siglo XX. La idea de que los animales más grandes del planeta se alimenten de organismos tan pequeños tranquilizó nuestras inquietudes en la niñez, azuzadas por los cuentos y mitos en que los humanos terminaban en el interior de las ballenas, pero ayudó también a arraigar algunos preconceptos en buena parte de la población. El kril pasó a ser considerado una masa difusa de organismos casi microscópicos que flota en el agua, con el casi exclusivo objetivo de ser devorado por los cetáceos. Como en tantos animales pequeños o poco atractivos, sin embargo, hay mucho más en ellos de lo que muestra el ojo.

El kril que supuestamente vio Darwin en 1832, por ejemplo, distaría de ser diminuto. Era probablemente kril antártico, cuyo nombre científico (Euphausia superba) incluye la palabra “soberbio” con buenas razones. Es la mayor de las 80 especies descritas. Mide unos seis centímetros de largo, un tamaño apreciable aunque no suficiente para adquirir el carisma de otros habitantes de la Antártida. No hay grandes historias bíblicas protagonizadas por el kril ni mitologías en las que tenga un papel central, ni cuentos infantiles tremendamente populares en los que sea importante (con las honrosas excepciones de la serie animada uruguaya Billy the Krill y los personajes Will y Bill de Happy Feet 2). Sin embargo, sin él esas historias no existirían. Al contrario del viejo adagio, no hay aquí enanos parados sobre los hombros de gigantes, sino gigantes sostenidos sobre los hombros de enanos.

La vida secreta del kril

El biólogo marino Rodolfo Werner impulsa desde hace dos décadas una campaña tenaz con el objetivo de reivindicar el rol del kril antártico en la vida oceánica y advertir sobre el grave peligro ecológico que puede derivar de su sobreexplotación. Es gracias a su esfuerzo y el de varios colegas que este jueves 11 de agosto se celebra por primera vez el Día Internacional del Kril, un honor para nada exagerado una vez que uno se mete a bucear en el mundo casi desconocido de este crustáceo. Inspirado por los documentales de Jacques Cousteau, al igual que tantos enamorados del mar, Werner se deslumbró primero por los grandes animales marinos pero terminó prendado de este pequeño habitante de las profundidades.

“Lo más importante que hay que saber del kril es que es la base del ecosistema antártico. Todas las especies de la Antártida comen kril o algo que come kril. Por lo tanto, si uno quiere trabajar para proteger las ballenas, focas, lobos marinos, pingüinos, aves marinas e incluso peces antárticos, tiene que conservar el kril”, dice Werner desde Bariloche, a más de 1.500 kilómetros de su Buenos Aires natal. En este sentido, estos crustáceos son como las abejas de la Antártida, animales muy pequeños pero esenciales para una vastísima cadena que depende de su buena salud.

El desafío más grande para convencer al mundo de este hecho simple tiene poco que ver con el sustento científico de estas aseveraciones. Está más vinculado al carisma y por ende a nuestra subjetividad respecto de los animales. “El gran problema es ‘vender’ esta idea con un pequeño crustáceo, en vez de un oso panda o una ballena”, respalda Werner.

Las ballenas tienen su propia historia de horror para contar en la Antártida. En la Bahía de Balleneros, ubicada en la isla Decepción, aún pueden verse los restos fantasmagóricos de una vieja planta procesadora de cetáceos. Esa fábrica noruega, que funcionó durante 25 años al comienzo del siglo XX, colaboró con llevar a las ballenas jorobadas y las ballenas azules (los animales más grandes de los que haya registro) al borde de la extinción. Los vaivenes de los precios del aceite de ballena y luego la prohibición de su caza comercial permitieron que las poblaciones de ambas especies comenzaran a recuperarse, pero para Werner esta es una historia con moraleja, que debe ayudarnos a no repetir los errores del pasado.

Rodolfo Werner.
Foto: gentileza de Rodolfo Werner

Rodolfo Werner. Foto: gentileza de Rodolfo Werner

En el caso del kril antártico, que también se pesca en forma masiva, como vimos no está en juego una sola especie, sino toda una cadena que depende de ella. Euphausia superba forma una de las biomasas más grandes del planeta, según algunas estimaciones, mayor que cualquier otra especie de ser vivo salvo la de los seres humanos o el ganado. Aunque los cálculos son difíciles de hacer y muy variables, se estima que hay entre 300 y 500 millones de toneladas de kril antártico moviéndose a nivel circumpolar.

Esta abundancia nos puede llevar a creer que se trata de un recurso inagotable, pero la historia de la conservación nos ha enseñado una y otra vez que impresiones de este tipo resultan a menudo muy engañosas y pueden provocar resultados catastróficos en muy poco tiempo.

Werner, fascinado por este pequeño crustáceo que conecta toda la vida animal en la Antártida, dedicó sus últimos veinte años a advertir sobre los dos peligros principales que enfrenta el kril. Uno es la pesca, ya que hay evidencias suficientes para preocuparse por los efectos ecológicos y la posible disminución de poblaciones locales que puede generar la sobrepesca en algunas zonas. El otro es el calentamiento global. Pese a que las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero son mínimas en la Antártida, allí sus efectos son muy evidentes.

El calentamiento global está reduciendo el hielo marino que se forma todos los años en la Antártida, lo que afecta al kril de dos formas. Por un lado, disminuyendo la fuente de su alimentación. Antes de que comience el invierno, los huevos que ponen las hembras caen a profundidades de 2.000 a 3.000 metros en el mar. A medida que pasan por 11 estadíos larvarios, van ascendiendo en la columna de agua hasta que, ya siendo juveniles o adultos, comienzan a “pastorear” las algas diatomeas pegadas a la parte inferior del hielo marino. A menor cantidad de hielo, menor cantidad de algas disponibles.

Por otro lado, la disminución del hielo marino permite que los barcos pesqueros lleguen hoy a lugares antes inaccesibles. “Esta era una pesquería de verano, pero hoy la actividad sucede todo el año”, advierte Werner. Esta pesca industrial que cosecha miles de toneladas de kril por año parece incongruente con el escaso conocimiento que tiene buena parte de la población sobre la especie, pero la respuesta a esta aparente paradoja está mucho más cerca de nuestras casas de lo que creemos.

No se coma la pastilla

Aunque la gente no suele comer paella de kril o kril a la plancha, muchísimas personas lo han incorporado a su dieta. En cualquier farmacia del Uruguay pueden encontrarse hoy cápsulas de Omega 3, que se venden por sus beneficios para la salud humana o como complementos dietéticos no medicinales. Muchos de estos productos se hacen con base en aceite de kril, que es muy rico en ácidos grasos Omega 3, necesarios para el cuerpo pero que sólo pueden obtenerse a través de alimentos y bebidas.

“La pesca aumentó mucho en los últimos 20 años por estas cápsulas, que son comercializadas especialmente en los mercados del hemisferio norte pero también en Australia y Japón, una actividad que deja muchas ganancias”, cuenta Werner (en Uruguay, un blíster de 30 cápsulas cuesta unos 1.000 pesos). Además, con la pesca se elabora también harina de kril, que se usa como complemento en la dieta en acuicultura, especialmente en la salmonicultura. Esa harina es la que le da el atractivo color rosado al salmón que se cría en cautiverio.

El kril no siempre fue tan codiciado. Su pesca comenzó lentamente en la década de los 60, tan sólo unos años después de que 12 países firmaran el Tratado Antártico para asegurar el uso pacífico de esta región remota (Uruguay se sumó a los firmantes en 1980). En esa época, cuenta Werner, a nadie se le hubiera podido ocurrir que la pesca prosperaría en una zona tan inhóspita. Sin embargo, el subsidio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas a su flota de arrastreros permitió que esta industria avanzara de manera importante, con la harina de pescado como producto principal. “Sin los subsidios no hubiera sido posible esta pesquería, dado el alto costo de operar en la zona. Cuando se disolvió la Unión Soviética, y los subsidios fueron eliminados, la pesquería disminuyó considerablemente. La generación de nuevos mercados, con el aceite de kril como el producto estrella, es lo que ha permitido el importante aumento de las capturas en los últimos años”, explica Werner.

Las importantes capturas de kril por parte de la flota de la Unión Soviética generaron una gran preocupación, que motivó que en 1982 se creara la Convención sobre la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos (CCCRVMA), firmada por 26 miembros incluyendo a Uruguay. Es aquí donde esta historia da un giro inesperado y une las madejas del destino del propio kril, el de Werner y el de algunos intereses comerciales internacionales que representan un desafío en el uso sustentable de esta especie y el equilibrio del ecosistema del que dependen.

Kril.
Foto: Rodolfo Werner

Kril. Foto: Rodolfo Werner

Como golero en el área chica

Esta Convención regula la pesquería del kril en la Antártida y tiene la responsabilidad de establecer áreas marinas protegidas e identificar ecosistemas marinos vulnerables. Un comité científico es el encargado de elaborar y evaluar estas propuestas de acuerdo “a la mejor ciencia disponible” y elevarlas a la Comisión de la Convención, momento a partir del cual la discusión pasa de ser científica a ser política. Las propuestas deben contar con el apoyo unánime de los 26 miembros (25 países más la Unión Europea) que integran la CCRVMA.

Hasta 2007, la Convención no había avanzado mucho en la protección del kril y las especies dependientes de él, pero desde entonces hubo algunos logros que dieron un aire fresco –nunca mejor dicho– a estos objetivos. Rodolfo Werner lo sabe bien porque integra el comité como representante científico de la ASOC (Antarctic and Southern Ocean Coalition), la asociación de organizaciones ambientalistas que vela por la protección de esta región.

“Cuando nos metimos en estos temas empezamos a entender que si bien el manejo de esta pesquería tenía algunas regulaciones, eran muy básicas y resultaba necesario avanzar más”, cuenta Werner. En 2009 el comité logró la aprobación del área marina protegida de las islas Orcadas del Sur (la pesca comercial está prohibida allí desde entonces), momento en que los delegados de algunos países “se despertaron” y comenzaron a poner trabas ante lo que consideraron una amenaza a sus intereses comerciales.

Aun así, tras un intenso trabajo, el comité logró que se aprobara en 2016 el área protegida del mar de Ross, que también prohíbe la pesca en casi toda esta región con unas pocas excepciones. Estas parecen –y de hecho lo son– buenas noticias para el kril y todo el ecosistema antártico, pero se necesitan más que estas dos victorias para garantizar su futuro.

Hay otras tres propuestas de áreas marinas protegidas que están trancadas en las discusiones de la CCRVMA, algunas desde hace varios años. Una es la del mar de la Antártida Oriental, impulsada por la Unión Europea (y de la que Uruguay es uno de los proponentes), que protegería unos 970.000 kilómetros cuadrados en los que viven varias especies de pingüinos, focas, la merluza negra y el fundamental kril. Otra es el área propuesta para el mar de Wedell, una amplia y remota bahía cubierta en gran parte por hielo que está situada al este de la Península Antártica, y que es considerada uno de los ecosistemas marinos más prístinos del mundo. Viven allí petreles antárticos, pingüinos emperadores y de Adelia, y numerosas especies de focas y ballenas. Esta propuesta también es apoyada por Uruguay.

La tercera área en consideración, más reciente, toca aún más de cerca a nuestro país, porque incluye el territorio en el que se encuentra la base Artigas: la Península Antártica, la franja de tierra que se extiende desde el continente antártico al punto más austral de Sudamérica. Los efectos del cambio climático son especialmente notorios en esta zona, que recibe además 99% del turismo antártico y concentra gran parte de la pesquería de kril. Argentina y Chile son los impulsores de esta propuesta, en la que Werner trabajó fuertemente en los últimos años. ¿Por qué ha sido tan difícil que se aprueben estas áreas marinas protegidas en uno de los rincones más prístinos del planeta? Entran en escena dos posibles villanos de esta película.

Los “chicos malos”

Si una historia tan compleja como esta tuviera la simpleza narrativa de tantas películas, sería sin dudas una superproducción de Hollywood, porque la imposibilidad de avanzar en la creación de nuevas áreas marinas protegidas se debe al bloqueo sistemático de dos países, Rusia y China, con intereses fuertes en la pesquería comercial.

La propuesta del área marina protegida de la Península Antártica está trabada debido a lo que Werner llama “la politización del Comité Científico”. Ocurre por ejemplo con China, que envía a un abogado a estas discusiones y argumenta que es necesario que haya certeza científica para tomar decisiones relacionadas con la pesca y la creación de áreas marinas protegidas. “Y el tema es que no se pueden pedir certezas, porque siempre hay incertidumbre en la ciencia, por definición es así. Acá hablamos de la mejor ciencia disponible”, explica Werner.

Tanto Rusia como China “dicen apoyar teóricamente la idea de las áreas marinas protegidas pero luego impulsan discusiones que son muy frustrantes y que han impedido avanzar en estos últimos diez años”, agrega.

Para la redacción de la propuesta del área marina protegida de la Península Antártica se recabaron 180 capas de información de procesos biológicos, oceanográficos y de procesos relacionados con distintas especies, que luego fueron analizadas con un programa matemático utilizado para estos fines. “No es que uno proponga cerrar una zona al azar, hay mucha información y los modelos integran muchas variables”, apunta Werner.

Con base en este trabajo, la propuesta de esta área marina protegida establece en la Península Antártica algunas zonas de protección total (en las que no se puede pescar), por ejemplo en áreas de cría de kril. En el resto de la región se permitiría que siga operando la pesquería igual que hoy en día, con algunas regulaciones y restricciones.

Kril antártico.
Foto: Joshua Stone (iNaturalist)

Kril antártico. Foto: Joshua Stone (iNaturalist)

Actualmente se permite pescar por año unas 620.000 toneladas de kril en la Antártida, divididas en cuatro zonas. En la Península Antártica el máximo es de 155.000 toneladas, una medida de conservación impulsada gracias al trabajo científico realizado y que ha llevado a veces a que culmine la temporada de pesca a mitad de año, al completarse el cupo. Sin embargo, esa medida temporal vence a final de este año, otro motivo más de preocupación para el equilibrio ecosistémico de la península. “Se tiene que acordar un nuevo mecanismo de manejo de la pesquería, y aquí nos enfrentamos probablemente a las trabas de estos dos países”, advierte Werner.

Uno de los argumentos esgrimidos por los intereses pesqueros es que el kril es muy abundante, con estimaciones que, como dijimos, varían entre 300 y 500 millones de toneladas a nivel circumpolar. ¿Por qué afectaría en algo una industria que tiene su tope en 620.000 toneladas anuales? “El problema es que la pesca opera de forma muy localizada, con mucha intensidad en algunas zonas. No es lo mismo pescar en toda la península esa cantidad tope que en una bahía. Por eso la CCRVMA intenta llevar el manejo pesquero a unidades más pequeñas y determinar cuánto se puede sacar de tal o cual sitio. Porque además hay que tener en cuenta las necesidades de los predadores de la zona: pingüinos, ballenas, focas, otras aves marinas, peces, cuántos hay, qué consumen, cómo se distribuye esta necesidad según la época del año. Eso es complejo y por eso es tan importante el trabajo de modelación”, aclara Werner.

La preocupación, agrega, no es cuánto kril se afecta, sino cómo, cuándo y dónde. “Si pescás mucho en un lugar no vas a afectar a toda la especie del pingüino de Adelia, por ejemplo, sino a alguna de sus poblaciones locales. Y para entender eso hay que seguir un método basado en ciencia”, insiste. Por lo pronto, ya hay algunos indicadores que están avisando que como mínimo hay que tener gran precaución.

Dominó antártico

La CCRVMA lleva desde los años 80 un programa de monitoreo ecosistémico llamado CEMP, que realiza un seguimiento de las colonias de pingüinos y otras especies en la Antártida. Su objetivo es identificar los cambios que se producen en las poblaciones y distinguir las causas, una tarea compleja porque hay muchas variables que inciden.

En los últimos 30 años, las investigaciones constataron una reducción de 50% de algunas colonias de pingüinos barbijo y de Adelia, tanto en las islas Shetland como en la Península Antártica. En algunos casos, estas mermas poblacionales se registraron en los mismos sitios en que se comprobó también una reducción importante del kril en el mismo período. ¿Puede decirse con toda certeza que se deba a la sobrepesca? No, pero es razonable pensar que los cambios ambientales y la pesca intensa en esas zonas juegan su rol. “Como mínimo hay que regirse por el principio precautorio y no dejar que se pesque cualquier cosa en cualquier lado”, dice Werner.

Para el especialista, no hacer nada y dejar el asunto librado a la capacidad de resiliencia de este abundante y extraordinario crustáceo no es una opción. “Si no hacés un manejo de la pesquería, si la sostenés como esta hoy en día, quizá sólo se produzcan algunas reducciones de poblaciones”, apunta. Pero la inacción también podría derivar en que aumente la actividad pesquera en la zona. “Si dejás que eso ocurra, vas rumbo a la destrucción del ecosistema. Es como tener un hermoso parque nacional. Si no tomás medidas de protección y dejás que comience el desarrollo, la tala de árboles y otras actividades, no hace falta mucha ciencia para entender qué puede pasar”, concluye.

Lo que ocurre en la Antártida con un animalito de cinco o seis centímetros nos puede parecer muy lejano, pero el golpe, si llega, se hará sentir tarde o temprano. Por eso, Werner llama a ser conscientes de lo que está en juego y no postergar la conservación de la Antártida, que debería ser “una prioridad en la agenda política internacional”. Es ahí donde nuestro país, como miembro de la Convención e integrante del Tratado Antártico, puede jugar también su parte. “Uruguay sin dudas puede involucrarse más y asumir un liderazgo que ayude a que estas áreas marinas protegidas se concreten”, opina Werner. Para hablar nuevamente de moralejas, el kril ya nos enseñó que tamaño e importancia no siempre van de la mano.