En un artículo reciente publicado en la diaria, María Paz Queraltó reseña algunos aspectos relacionados con los mercados de carbono. El caso de los mercados de carbono es un ejemplo más de los “instrumentos económicos basados en mercados para la conservación” (IEBMC) de la naturaleza. Estas son herramientas orientadas a proveer incentivos para reducir la degradación ambiental. A diferencia de otras políticas, tales como las normativas o las leyes regulatorias, en este caso, hay opciones por las que el agente puede decidir degradar el ambiente y pagar un precio por ello (principio de “contaminador paga”), o no hacerlo y ser compensado económicamente (principio de “proveedor obtiene”). Detrás de la promoción de este tipo de instrumentos, está la preocupación que generan el cambio climático, y la pérdida de servicios ecosistémicos y de biodiversidad a distintos niveles (genético, específico y ecosistémico). La contaminación, la emisión de gases con efecto invernadero (GEI) y los cambios en la cobertura y uso del suelo aparecen como los principales factores responsables de estos cambios.
Los mercados de carbono concitan atención, fundamentalmente, por el papel que estos instrumentos pueden tener en la mitigación de los efectos del aumento de los GEI sobre el calentamiento global. La monetización del carbono es, obviamente, un aspecto central del desarrollo de estos mercados. El artículo mencionado se focaliza en dos mecanismos a través de los cuales se pone precio al carbono: los sistemas de comercio de emisiones y los impuestos al carbono. En el caso del comercio de emisiones, se reseñan los mecanismos denominados “de cumplimiento”, en los que los participantes están obligados a cumplir con las metas y quienes las “sobrecumplen” pueden vender sus cuotas de emisión a quienes emitieron más de lo fijado.
Un conjunto adicional de instrumentos son los denominados “voluntarios”. En estos casos, se busca generar mecanismos en los que se “compensan” emisiones de otros actores o sectores con proyectos que tienen emisiones netas de carbono negativas (“secuestran” carbono). Estas emisiones negativas son adquiridas por un tercero y tienen el potencial de convertirse en un activo negociable. Algunos de los proyectos que comúnmente se asocian a estos instrumentos voluntarios incluyen la reforestación o la plantación de especies arbóreas exóticas. En estos casos, organizaciones privadas emiten Unidades Verificadas de Carbono (VCU por su sigla en inglés) que pasan a ser negociables. Esta “verificación” está en manos privadas, y las bases científico-técnicas, por lo menos en aquellos casos en los que hemos tenido acceso a informes, son cuestionables.
Poniéndole precio
La preocupación por monetizar trasciende el caso de las emisiones de carbono u otros gases de efecto invernadero. Existen muchos ejemplos en lo que se ha buscado internalizar los costos asociados a la pérdida de servicios ecosistémicos o de biodiversidad tratando de ponerles un precio.
En 1996 un grupo de ecólogos, del cual formé parte, llevó adelante un ejercicio novedoso: asignarle un valor monetario a una serie de servicios ecosistémicos (regulación hídrica, polinización, provisión de agua, mantenimiento de la biodiversidad, control de la erosión, regulación de la composición atmosférica, etc.) para los principales biomas del planeta. Los resultados de esa investigación fueron comunicados en el artículo “El valor de los servicios ecosistémicos y el capital natural del mundo”, publicado en la revista Nature. El objetivo del trabajo era advertir y visibilizar la magnitud de la contribución de la naturaleza a la economía y al bienestar humano. La capacidad de emitir o secuestrar carbono fue uno de los aspectos considerados en el ejercicio mencionado y los “precios” del carbono usados en los cálculos surgieron de algunos de los instrumentos reseñados por Queraltó.
El número que resultó de ese ejercicio fue muy impresionante: ¡el valor monetario de esos servicios resultó tres veces superior al Producto Interno Bruto del planeta! Hubo quienes contaron la historia diciendo que esto implicaba que si la naturaleza no proveyera estos servicios (la regulación climática, la depuración de fuentes de agua, la polinización de cultivos...), el costo de reemplazarlos implicaría multiplicar por tres el volumen de la economía. Si bien es una afirmación gráfica y efectista (creo haberla usado en alguna ocasión), es absurda, ya que es biofísicamente imposible reemplazar la gran mayoría de esos servicios. Ese artículo ha sido y sigue siendo muy citado en la literatura. Sin embargo, el uso que se hace de él y las conclusiones que se extraen son, en muchos casos, equivocadas (y a veces peligrosas). Una de ellas es que los números que allí figuran pueden ser usados para decir que un determinado ecosistema “vale” más que otro.
La valoración monetaria de los servicios ecosistémicos (para simplificar, me referiré a las emisiones de carbono, los servicios ecosistémicos y la biodiversidad como SE, algo aceptado en las ciencias ambientales) tiene enorme atractivo: expresar en una “unidad común” los costos del sistema económico que no estaban siendo considerados y que generan problemas ambientales. Esa línea de razonamiento incluye, de manera implícita, un supuesto clave: los SE pueden ser considerados mercancías (commodities) y, por lo tanto, pueden ser apropiados de manera privada y comercializados en un mercado que fija su precio. Asociado a esos mercados (como los del carbono ya mencionados) aparecen oportunidades de ganancias muy atractivas para los sectores financieros. Sin embargo, presentan riesgos, por ejemplo, aumentos desproporcionados del valor de la tierra, que concentren aún más su propiedad y desplacen a productores o comunidades campesinas del campo, como se sugiere en el trabajo “El futuro de los mercados de la naturaleza”, de abril de este año. En general, estas cuestiones no son tomadas en consideración al evaluar la conveniencia de los IEBMC.
Mercantilizar o no mercantilizar
Hay más de una razón para cuestionar los supuestos que subyacen a la mercantilización de los SE. Estas razones son de distinta índole: conceptual, práctica, político-ideológica y ética.
Desde un punto de vista conceptual, los SE no son mercancías como la soja o el petróleo, no pueden meterse dentro de un contenedor y enviarse a cualquier lugar. Adquieren, en ocasión, valor global, pero su capacidad de generar beneficios es, fundamentalmente, local. La pérdida de biodiversidad impacta globalmente, pero su efecto tiene lugar en el ecosistema en donde una determinada especie se extingue. No es lo mismo, en términos culturales o de biodiversidad, que una tonelada de carbono sea fijada por un eucaliptus que por la comunidad de leñosas de un bosque de la Mata Atlántica. Todo esto hace difícil asimilar los SE al concepto de mercancía. Es cierto, no obstante, que ha habido casos en los que los SE se han mercantilizado, por ejemplo, la provisión de agua. Obviamente, este proceso no estuvo exento de conflictos, injusticias e, incluso, violencia.
Desde un punto de vista práctico, la monetización de los SE es particularmente compleja. En primera instancia, porque las cantidades físicas son difíciles, caras o, en algunos casos, imposibles de cuantificar. Consideremos el caso de las emisiones de carbono. Para saber si un suelo emite o secuestra, necesitamos cuantificar su contenido de carbono mediante análisis en el laboratorio de muestras tomadas a campo. La variabilidad en el espacio debido a la profundidad del suelo, su contenido de arcilla o el uso previo hace que la intensidad de muestreo deba ser especialmente alta. El carbono acumulado en el suelo es un componente muy importante del balance global de este elemento (¡de un orden de magnitud mayor que las reservas de hidrocarburos!) y las estimaciones más ajustadas que la comunidad científica ha generado varían por un factor de dos, como reportan Friedlingstein et al..
De hecho, la “calidad” de un crédito ambiental (de carbono o biodiversidad) es una preocupación de quienes están tratando de desarrollar estos mercados, como dice el reporte final del Grupo de Trabajo sobre la ampliación de los Mercados Voluntarios de Carbono de noviembre de 2021. Los cálculos de UVC pueden hacer estimaciones razonables del carbono capturado por una plantación de eucaliptos, pero realizan supuestos erróneos acerca de los cambios en los reservorios en el suelo u obvian los efectos del proyecto a implementar sobre otras dimensiones ambientales (por ejemplo, la biodiversidad). En el caso de Uruguay, resulta sorprendente la invisibilización del pastizal natural o su subvaloración en términos ambientales para promover su reemplazo por plantaciones forestales. Es crítico señalar que, más allá de las dificultades para su monetización, hay limitantes físicas a las posibilidades de mitigar daños ambientales generados en otros sectores (por ejemplo, las emisiones asociadas a la quema de combustibles), mediante las llamadas “soluciones basadas en naturaleza”.
Más aún, dada la importancia que tiene el cambio en la oferta de un SE, es imprescindible contar con una situación y un valor de referencia. ¿Cuál sería este? ¿El de hace uno o cinco años? ¿El de suelos de 1830 o cuando Hernandarias desembarcó ganado vacuno en el Río de la Plata? Supongamos que nos ponemos de acuerdo en el momento de referencia, ¿cómo lo estimamos? Los problemas prácticos asociados a estimar las cantidades físicas pueden ser serios pero solucionables... con recursos adecuados, el sistema de ciencia y tecnología puede desarrollar metodologías de estimación, y llegar a cuantificar la oferta de SE y sus cambios de manera más confiable y precisa. Sin embargo, persiste el problema práctico de asignarle precio a un servicio o bien que no es una mercancía con un mercado global (como la soja o el petróleo). Esto no es un problema exclusivo de los SE. La “paradoja de la molleja” muestra cómo el precio de un bien puede ser muy alto (en el caso de la molleja en Uruguay y Argentina) o nulo (en Estados Unidos).
¿Un valor instrumental?
La tercera objeción para cuestionar los supuestos que subyacen a la mercantilización de los SE es político-ideológica. La asignación de un valor monetario y la generación de un mercado lleva a lo que se conoce como la “mercantilización de la naturaleza”, por la que a esta se le asigna un valor de cambio que se independiza de su concepción como tal y supone un avance de una visión instrumental sobre dominios tradicionalmente gobernados por otro tipo de normas e instituciones. Los aportes monetarios pueden ser una forma de cambiar la percepción de la naturaleza que tienen ciertas culturas o actores, al pasar de una postura de valoración intrínseca a una de tipo instrumental. Esto puede ser perjudicial para sociedades o actores en los que la lógica utilitarista está ausente y la participación en mercados es reducida.
Finalmente, hay cuestiones éticas asociadas al uso de IEBMC. Michael Sandel, en su libro Lo que el dinero no puede comprar: los límites morales de los mercados, y Debra Satz, en Por qué algunas cosas no deberían estar a la venta, señalan que los mercados pueden no ser neutros en cuanto a las consecuencias que tienen sobre quienes participan en las transacciones y/o sobre la naturaleza del bien o servicio en cuestión.
Los ejemplos abundan, pero uno muy ilustrativo es el de un hipotético “mercado de la amistad”, al cual alguien puede recurrir y alquilar “un/a amigo/a” para ir al estadio o al cine, planteado en el texto “La decadencia de la amistad”, del libro Crónicas del Ángel Gris, de Alejando Dolina. El concepto de amistad se desvanece en el instante mismo que se mercantiliza. ¿Qué pasa con el concepto de naturaleza que nos legó Alexander von Humboldt cuando se la mercantiliza?
Sandel, profesor de Filosofía Política en Harvard, advierte acerca del riesgo de expandir la idea de economía de mercado a la de sociedad de mercado que lo mercantiliza todo. Satz, de la Universidad de Stanford, habla de “mercados nocivos”, cuando la transacción ocurre en condiciones de distribución asimétrica de información o poder. Algunas de las consecuencias de implementar “mercados nocivos” pueden analizarse en torno a las diferentes dimensiones de la equidad, ya que suele existir una enorme asimetría entre compradores (por ejemplo, ONG, grandes compañías) y proveedores (comunidades campesinas, pueblos originarios, pequeños o medianos productores rurales) respecto de recursos, información y posibilidades de participación. En el plano internacional, estas asimetrías se pueden reflejar en las relaciones centro-periferia en las que los IEBMC podrían ser una forma más de mantenerlas.
Estos instrumentos han sido aplicados, fundamentalmente a escala local, en muchas regiones del planeta. Las experiencias no están en todos los casos debidamente documentadas y menos aún evaluadas de manera rigurosa. Hace unos años, junto con Sebastián Aguilar y Gonzalo Camba Sans, analizamos la efectividad y la equidad social de una serie de casos en Latinoamérica y la relación de estos con diversas características económicas, políticas e institucionales de los proyectos. Los resultados del análisis de esas 60 experiencias no muestran evidencias suficientes de que los IEBMC sean ventajosos para conservar la biodiversidad y los SE de forma efectiva y socialmente equitativa en Latinoamérica.
¿Los instrumentos económicos no tienen nada que hacer en cuestiones ambientales? En mi opinión, hay espacio para los incentivos económicos a la hora de diseñar políticas ambientales. Estos, sin embargo, deberían aplicarse en el marco de regulaciones y normas claras, con una gobernanza basada en estados soberanos y sin caer en la mercantilización de la naturaleza. Es distinto “vender” o especular en un mercado en el que la mercancía es el carbono o la biodiversidad que incorporar un valor ambiental a un producto o generar una “marca país” con base en indicadores objetivos y auditables de desempeño ambiental.
El valor ambiental de un producto (por ejemplo, el que deriva de producir carne sobre pastizales naturales o huevos de gallinas no confinadas en jaulas) puede traducirse en precios diferenciales o mejor acceso a mercados de alimentos. Sin duda, hay que moderar las expectativas que el uso de estos instrumentos puede representar para la conservación de la naturaleza. La Convención sobre Diversidad Biológica señala que las iniciativas basadas en mercados privados nunca serán suficientes para alcanzar los objetivos de mantener y/o restaurar la biodiversidad. La inversión pública es indispensable. Dempsey y colaboradores señalan alguno de los factores que impiden la inversión pública en temas ambientales: los servicios de la deuda, los condicionamientos de “austeridad” derivados de las deudas o déficits fiscales, las bajas tasas impositivas que pagan las corporaciones y la evasión impositiva. A estos factores se suman otros obstáculos: la influencia política (lobby) de actores poderosos que obstruyen las regulaciones y el exceso de confianza en medidas voluntarias.
El artículo de Queraltó hace un valioso aporte a la compresión de los bonos de carbono como herramientas para el desarrollo de políticas ambientales. Este texto busca poner en contexto algunas cuestiones vinculadas con la conveniencia de su aplicación y las expectativas que generan. Un aspecto a enfatizar es que necesitamos más ciencia para entender y cuantificar los cambios en emisiones de gases de efecto invernadero, biodiversidad y servicios ecosistémicos. Eso es imprescindible, independientemente de los instrumentos que se diseñen para conservarlos/restaurarlos. En tal sentido, la definición de la Huella Ambiental de la Ganadería que se desarrolla en Uruguay es una muy interesante iniciativa para integrar al sector de ciencia y tecnología en la definición de políticas públicas.
El otro aspecto a resaltar es que instrumentos como los bonos de carbono o el pago por servicios ecosistémicos no son neutros en sus efectos. En esto no soy original, las mismas agencias financieras que trabajan en el diseño de estos mercados reconocen sus riesgos sociales, políticos, económicos y ambientales. La pregunta, en última instancia, es si la manera de salvar la naturaleza es vendiéndola.
José Paruelo es investigador del Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria, profesor Grado 5 del Instituto de Ecología y Ciencias Ambientales de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, profesor titular de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires/Conicet (Argentina) y miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel III.
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