La música y la ciencia tienen una larga y fructífera relación que lleva siglos. De hecho, data de cuando a la ciencia no le decíamos así y a los griegos se les daba por andar pensando cosas que luego impactarían a lo largo de los siglos en nuestras formas de entender el mundo. La música, claro, ya estaba en el planeta desde mucho, muchísimo antes. Hay una flauta que tiene más de 60.000 años de antigüedad y no fue construida por nosotros, sino por los Homo neanderthalensis, nuestros queridos neandertales con los que los Homo sapiens tenemos una larga y sexual relación.
Uno de los casos más entrañables en esto de amalgamar música y ciencia llevó al astrónomo Johannes Kepler, en su obra Harmonia mundo de 1619, a proponer no sólo leyes matemáticas que regían el movimiento de los planetas en órbitas elípticas en torno al Sol, sino también a postular que los planetas de nuestro sistema solar entonaban una especie de coro celeste. Mercurio, el planeta más cercano y por tanto con un período más corto, sería el de la voz más alta, por lo que para Kepler era el soprano de este armonioso sistema (una cuerda corta fijada en dos puntos emitirá un sonido más agudo que una de igual grosor pero más larga). Venus y la Tierra eran las voces altas, Marte era el tenor, y como entonces sólo se conocían seis planetas, los más distantes, gigantes y lentos, Júpiter y Saturno, eran los bajos. Todo aquello no era así –en el espacio sin aire para propagar las ondas no hay ni sopranos ni altos ni tenores– pero sin embargo sí hay una armonía que las leyes de la ciencia intentan describir en una partitura que nos maraville y resulte útil.
De hecho, la física y la matemática tienen muchísimo que ver en casi cualquier instrumento musical. Lo que la música provoca en nosotros y las maneras en que lo logra se volvieron también temas de estudio para la ciencia, aun cuando una de las cosas que nos maravillan de la música es justamente su cualidad de no necesitar ser explicada para lograr conmovernos. Y de movernos, que de eso trata esta nota.
Como decía el físico biomecánico y divulgador Ernesto Blanco en su serie Superhéroes de la física, la música “es capaz de generar emociones de un modo muy directo; incluso la música logra, entre otras cosas, que empecemos a movernos de formas que en otro contexto nos resultarían extremadamente vergonzosas”. La música nos mueve. O al menos muchos humanos, y algunos animales, nos movemos con ella, sin importar si somos una figura del ballet nacional o unas ridículas criaturas que, aun en la pista de baile, nos moveremos de forma “extremadamente vergonzosa”.
Precisamente, estudiar algunos aspectos relacionados con esa capacidad de la música de hacernos mover era lo que tenía en mente un grupo de investigadores nucleados en la canadiense Universidad McMaster. Liderados por el neurocientista Daniel Cameron, quien, según dice, es baterista y por tanto ha dirigido sus investigaciones hacia “los aspectos rítmicos de la música y de cómo nos hace mover”, el colectivo sacó a fines de 2022 un interesantísimo trabajo que, ahora que hay raves y fiestas mononas por toda la costa, vale la pena desempolvar.
El trabajo se llama “Sonidos indetectables de muy baja frecuencia aumentan el baile en un concierto en vivo” y fue llevado adelante en el LIVLab, una sala en Toronto de poco más de 106 butacas que fue diseñada y concebida por la Universidad McMaster para realizar experimentos científicos sobre la música, la danza, las presentaciones multimedia y la interacción humana. Veamos de qué se trata entonces.
Moviendo el groove
“¿El sonido de baja frecuencia (bajos) hace que la gente baile más?”, comienzan preguntándose Cameron y sus colegas. “La música que hace que la gente quiera moverse tiende a tener un sonido de baja frecuencia, y los instrumentos bajos suelen proporcionar el pulso musical con el que la gente baila”, afirman a continuación ayudando a que los bajistas recuperen un poco de autoestima (en el mundo de la música los chistes sobre bajitas y bateristas son el equivalente a los de gallegos).
“Los tonos bajos confieren ventajas en la percepción y la sincronización del movimiento y provocan respuestas neuronales más fuertes para la sincronización en comparación con los tonos altos, lo que sugiere una comunicación sensoriomotora superior”, afirman luego, mostrando que a nivel teórico la relación entre sonidos de baja frecuencia y ganas de moverse no es un terreno yermo. Luego agregan que, además de por el sentido del oído, los sonidos de baja frecuencia se procesan también “a través de las vías vibrotáctil y vestibular”, algo que cualquiera habrá experimentado al sentir que alguien le está dando una paliza en el pecho cada vez que pasa un auto tuneado con subwoofers haciendo sonar la canción del momento. Y como dicen en el trabajo, “la estimulación de estas modalidades no auditivas en el contexto de la música puede aumentar las calificaciones de groove y modular la percepción del ritmo musical”. ¿Qué es eso del groove?
Bien, como muchas cosas de la música, a veces las palabras nos fallan al intentar abordarlas. Groove, que en inglés viene de “surco”, fue una expresión que parece venir del ámbito del swing, un estilo de jazz muy rítmico de principios del siglo pasado (swing, a su vez, se convirtió en una expresión para intentar poner en palabras cosas difíciles de definir, como la onda de un músico tocando o una persona).
“El groove musical se reconoce como una característica de las canciones que abarcan géneros como el jazz, el pop, el rock, el hip hop, el R&B, el soul y el funk, popularizadas por artistas como Stevie Wonder, Michael Jackson y James Brown”, dice el trabajo “Elementos de sofisticación musical y de la danza predicen la percepción del groove musical” publicado por Samantha O’Connell y otros en Frontiers in Psychology, también en noviembre de 2022. Allí, siguiendo la evolución del término, también reportan que “a medida que la música evolucionó, el groove se convirtió en un término paraguas para describir un fenómeno por el cual los ritmos musicales invocan movimiento”. Ya en los años 2000, el groove fue centro de múltiples estudios en neurociencias, como por ejemplo para ver la relación entre las zonas motoras y de audición del cerebro, el groove como una forma de mejorar el desempeño al realizar diversas tareas, como por ejemplo promover “zancadas más largas y pasos más rápidos al caminar”, o al correr o remar. Incluso citan trabajos que dicen que “incluso sin que haya movimiento acompañante, sólo escuchar música con groove puede tener el poder de excitar neuronas en el sistema motor”.
Con tanto furor y posibilidades de estudio, O’Connell y sus colegas dicen que “para comprender este fenómeno musical, los investigadores han estudiado los componentes auditivos específicos que pueden contribuir a la sensación de groove”. Entonces señalan que “la evidencia empírica convergente indica que las propiedades auditivas basadas en el tiempo, como un notorio ritmo de tono bajo, una complejidad rítmica moderada y un tempo medio de aproximadamente 120 beats por minuto, se han descrito como características definitorias del groove musical”. Para hacernos una idea, una canción como “El hombre de la calle”, de Jaime Roos, anda por los 100 beats por minuto (BPM), mientras que “Get back” de los Beatles ronda los 120.
En el trabajo que nos convoca, sin embargo, no se hablará del groove ni de Jaime Roos ni de los cuatro de Liverpool, sino de la música electrónica. De hecho, el experimento principal se llevará a cabo en la ya mencionada sala del LiveLab mientras el dúo Orphx realizaba un show de 55 minutos. Ya veremos más detalles, pero a los efectos de su trabajo Cameron y colegas definen al groove como “la necesidad placentera de moverse al ritmo de la música”. No hace falta contar BPM ni nada: si la música te mueve, hay groove involucrado.
¿Por qué realizaron su trabajo con música electrónica? La respuesta sería otra pregunta: ¿por qué no? Pero, además, tienen otras razones: “Relatos anecdóticos describen los efectos físicos y psicológicos intensos de las bajas frecuencias, especialmente en la música electrónica, lo que posiblemente refleje los efectos sobre la excitación fisiológica”, señalan.
No se oye pero se siente
Dado que lo que buscaban era probar “si la estimulación mediante bajas frecuencias inaudibles aumentaría el baile en el público” recurrieron a una de las prestaciones que les ofrecía la sala LiveLab: encendieron y apagaron parlantes que emiten muy bajas frecuencias –entre 8 y 37 herz– a intervalos de dos minutos y medio durante los 55 minutos que duró el show de Orphx. Mediante sensores y captura de movimiento, registraron cómo respondía el público durante todo el show.
La gente sabía a lo que iba: cada uno de los asistentes dio su consentimiento informado, se les suministraron “bandas para la cabeza con marcadores de movimiento”, y llenaron tanto un cuestionario antes del recital como otro después.
Lo que reportan al medir los movimientos de cabeza durante el show es que el público se movió más, en promedio 11,8%, cuando los parlantes con muy bajas frecuencias estaban encendidos que cuando estaban apagados. Orphx tal vez pensó que en esos momentos estaba haciendo mejor las cosas, pero apenas eran las frecuencias bajas haciendo de las suyas.
Dado que las frecuencias bajas que emitieron los parlantes estaban cercanas al límite de detección, los investigadores fueron un paso más allá. “Para confirmar que los sonidos de muy baja frecuencia no eran detectables conscientemente, 17 nuevos participantes (uno de los cuales participó en el experimento del concierto) completaron una tarea de elección forzada de dos alternativas utilizando los mismos altavoces en LiveLab”. A los participantes se les daba a escuchar dos pares de fragmentos de 3,5 segundos del audio del concierto y se les pedía que indicaran qué fragmentos eran diferentes. El asunto es que “todos los fragmentos eran idénticos, excepto por la presencia o ausencia de sonidos de muy baja frecuencia”. Los participantes fallaron en señalar cuándo estaban sonando los sonidos de muy baja frecuencia.
“La naturaleza indetectable de los sonidos de muy baja frecuencia empleados muestra que la relación causal entre el bajo y el baile no refleja una asociación explícita, es decir, es muy poco probable que los miembros de la audiencia identificaran cuándo se activaron esos sonidos de muy baja frecuencia y respondieran decidiendo conscientemente bailar más (a pesar de haber una asociación general de bajos, movimiento y placer)”, reportan.
Es entonces que los investigadores dicen que “estos resultados demuestran que los sonidos de muy baja frecuencia pueden aumentar la intensidad de un comportamiento social complejo, el baile, sin que los participantes se den cuenta”. Es más, señalan que estos resultados “superan las asociaciones previamente conocidas entre los sonidos bajos y el baile, demostrando un efecto grande y altamente confiable en un contexto de máxima validez ecológica”.
¿Por qué sucede?
El artículo es fabuloso entonces por mostrar qué sucede con un público real durante un show real de un dúo real mientras sonaban estos parlantes especiales capaces de emitir sonidos de muy baja frecuencia. La gente bailó prácticamente 12% más cuando estos parlantes estaban activados. Ahora, por qué sucedió esto es otro cantar (en frecuencias audibles).
“Los sistemas vibrotáctil y vestibular procesan el sonido de baja frecuencia, tienen vínculos estrechos con el sistema motor y pueden afectar las calificaciones del groove, el movimiento espontáneo y la percepción del ritmo”, proponen en el trabajo. Dadas estas conexiones, y dado también que los sonidos agregados al recital “estaban por debajo o cerca del umbral auditivo”, los autores señalan que “estas vías sensoriales no auditivas probablemente estaban involucradas en el efecto observado al bailar en un concierto en vivo al contribuir con señales intermodales sobresalientes al sistema motor”.
Es más, en el trabajo especulan que puesto que “una teoría sugiere que el sistema vestibular en particular tiene un papel fundamental en la percepción humana de las bajas frecuencias, el ritmo musical y las ganas de moverse al ritmo de la música, en parte debido a los efectos vestibulares-autonómicos”, su trabajo sería “consistente con esa teoría, aunque no fue una prueba directa de la misma”. En otras palabras: si esa es la razón, si el sistema vestibular está más involucrado en este aumento de gente bailando ante estos sonidos de muy bajas frecuencias, será otro trabajo el que lo diga. Aquí el diseño experimental no permite afirmarlo.
Dicen sí que “la naturaleza implícita de la respuesta sugiere la participación de vías subcorticales desde el sonido hasta el comportamiento, posiblemente incluyendo la modulación del sistema de recompensa, cuya actividad está asociada con el groove y el vigor del movimiento, y/o la dinámica del tiempo en el sistema motor a través de los ganglios basales”.
También señalan que “si bien la cultura y la experiencia individual pueden influir o no en la medida en que los sonidos de muy baja frecuencia influyen en el baile y el movimiento, su naturaleza indetectable sugiere un camino de nivel relativamente bajo por el cual las bajas frecuencias influyen en el movimiento y el baile, lo que a su vez sugiere un aspecto fundamental de la cognición humana de la música y el comportamiento de baile”.
No todo es movimiento
Cuando quien hace de Dj o de músico quiere que el público estalle, tiene varios trucos a los que apelar. Tocar una conocida, apelar a canciones con un ritmo fiestero –¿groovy?– y tantos otros. Sin embargo, este estudio dice que subir la perilla de volumen no es necesario. La cosa es más una cuestión de frecuencias (aunque también es cierto que al activar los parlantes de ultrasonido, aunque no se escuchara, la presión sonora aumentó en la sala).
“La música es una curiosidad biológica: no nos reproduce, no nos alimenta y no nos protege, entonces ¿por qué a los humanos les gusta y por qué les gusta moverse con ella?”, pregunta Daniel Cameron en un comunicado de cuando el trabajo se dio a conocer.
Lo que sí es evidente es que cuando los músicos y los Djs tocan, la música toca a la audiencia. El sonido es presión sonora. Y por más que los sonidos los escuchamos, no sería del todo incorrecto decir que de cierta manera sentimos que nos tocan. Como dice Ed Yong en su último libro, Un mundo inmenso, “entre los cinco sentidos tradicionales, el oído está más estrechamente relacionado con el tacto. Eso podría ser contraintuitivo, ya que el último se ocupa de las superficies, que son sólidas y tangibles, y el primero se ocupa de los sonidos, que parecen etéreos y transportados por el aire. Pero tanto el oído como el tacto son sentidos mecánicos, que detectan movimientos en el mundo exterior utilizando receptores que envían señales eléctricas cuando se doblan, presionan o desvían. En el tacto, esos movimientos ocurren cuando las yemas de los dedos (o los bigotes, las puntas de los picos y los órganos de Eimer) se presionan o acarician contra una superficie. En la audición, los movimientos se producen cuando las ondas sonoras llegan al oído y desvían las pequeñas células ciliadas de su interior”.
La música nos toca, entonces. En el trabajo, en ese groove, en esas ganas de bailar más debido a sonidos de muy baja frecuencia, los sistemas vibrotáctil y vestibular algo tendrían que ver en todo esto. Sin embargo, que la música nos toque no tiene directamente que ver con que nos haga bailar más.
Hay canciones tristes que están lejos de los 120 BPM de una muy groove, pero nos mueven y nos conmueven. Hay canciones extremadamente alegres que también están lejos de esos ritmos. Hay canciones y obras siquiera sin letra alguna que expresan ideas, sentimientos y sensaciones que nos tocan hondamente y que no provocarían una explosión en una pista de baile. Hay canciones que bailamos por dentro. Entonces, estimados y estimadas Djs, si quieren hacer que la gente se mueva un poco más, alcanza con sumar sonidos de muy baja frecuencia. Sin embargo, como los artistas hace tiempo saben, pese a que no haya artículos científicos al respecto, llegarle a la gente es otra cosa. Hacer vibrar a alguien que no estamos tocando directamente podrá parecer una truchada poco científica, como la telekinesis. Sin embargo, eso es lo que viene haciendo el arte, por lo menos desde que empezamos a embadurnar las cavernas con pinturas.
Artículo: Undetectable very-low frequency sound increases dancing at a live concert
Publicación: Current Biology (noviembre 2022)
Autores: Daniel Cameron, Dobromir Dotov, Erica Flaten, Daniel Bosnyak, Michael Hove y Laurel Trainor.