Todos los premios son arbitrarios y antojadizos. Es cierto. Los Nobel no son una excepción, y alcanza un rápido repaso por su lista de premiados –masculinizada, caucásica, de investigadores del hemisferio norte, etcétera– para darse cuenta de que de objetivos estos galardones no tienen absolutamente nada. Más aún, su forma de premiar individualidades en una disciplina que es esencialmente colaborativa, no sólo los lleva a ser injustos, sino que contribuye a impulsar una forma de concebir la ciencia que es extremadamente criticable. Aun así, año a año los Nobel logran que todos los años, al inicio de octubre, se hable de ciencia –aunque sea superficialmente– y de quienes la hacen –aunque sea siempre un grupo reducido de personas extremadamente similares entre sí–. Un poco como ver un debate presidencial –como el que hace horas tuvo lugar en Argentina– siempre queda la sensación de que eso es mejor que nada. Se pueden sacar cosas positivas de un debate presidencial pobre como de una premiación sesgada de los Nobel. Y justamente eso es lo que sucede con el primer premio a la ciencia de esta tanda 2023.
Otorgado a la húngara Katalin Karikó y al estadounidense Drew Weissman por partes iguales “por sus descubrimientos sobre modificaciones de bases de nucleósidos que permitieron el desarrollo de vacunas de ARNm eficaces contra la covid-19”, el Premio Nobel de Fisiología o Medicina 2023 tiene un profundo valor simbólico que viene bien para volver a poner sobre la mesa cómo funciona la ciencia.
Veamos entonces un poco por qué Karikó y Weissman se llevaron el galardón, y luego abordemos lo importante que esto nos deja.
Sorteadores de obstáculos
A grandes rasgos, la idea de las vacunas es engañosamente sencilla: se le presenta a nuestro sistema inmunológico al patógeno que queremos combatir, el sistema inmunológico lo reconoce como agente a controlar, lo ataca, destruye, y guarda en su memoria que la próxima vez que ese virus o uno muy similar se presente, deberá dársela con todo lo que tenga a mano. Aquí hay varios trucos para lograr que ese primer encuentro no sea perjudicial, desde exponer al sistema inmune a virus alterados o en condiciones tales que sean incapaces de desatar la enfermedad, o a presentarle al sistema inmune una parte del patógeno que sea suficientemente característica –como quien dice mostrarle sólo las huellas digitales del presunto delincuente– pero que no sea el patógeno en sí. Las huellas digitales en el mundo celular suelen ser las proteínas.
Ya a fines del siglo pasado, las posibilidades de trabajar con los genes –que son quienes expresan proteínas– abrieron puertas nuevas para pensar las vacunas. Varios investigadores comenzaron a trabajar en una nueva posibilidad: dado que para expresar las proteínas los genes se valen del ARN mensajero, que lleva la información correspondiente al ribosoma, donde la proteína se monta de acuerdo a esas instrucciones, ¿qué tal si pudieran enviarse las instrucciones –el ARN mensajero– de forma que las propias células del organismo generen la proteína del patógeno y, de esa manera, se desate la respuesta inmune y así, en el caso de que ese patógeno ingrese al cuerpo, tenerlo ya en la base de datos de invasores a controlar y así tener inmunidad? Algo así permitiría tener lo que hoy conocemos como vacunas ARN, como la Pfizer-BioNTech que nos dimos acá o como la de Moderna en otras partes, por sólo mencionar a las más famosas para combatir a la covid-19.
El asunto es que en las pruebas in vitro esto de andar mandando ARN mensajero no sólo tenía algunas complicaciones sobre cómo hacerlo llegar y demás problemas logísticos, sino que además estos ARN mensajeros provocaban reacciones inflamatorias (la inflamación es una forma que tiene nuestro sistema inmune de reaccionar contra agentes extraños).
Justamente en ese problema comenzó a trabajar en la década de 1990 Katalin Karikó, que si bien nació en Hungría entonces investigaba en la Universidad de Pennsylvania en Estados Unidos, donde conoció y trabajó con Drew Weissman en ese y otros problemas de la estrategia del ARN mensajero. ¿Por qué la fundamentación del premio Nobel dice que les dieron el galardón “por sus descubrimientos sobre modificaciones de bases de nucleósidos que permitieron el desarrollo de vacunas de ARNm eficaces contra la covid-19”? Bueno, porque un poco fue eso lo que hicieron.
Al investigar por qué el ARN mensajero provocaba la respuesta inflamatoria, hallaron que las responsables de decirle al sistema inmune que ese agente extraño debía ser atacado eran las dendritas. Y vieron que mientras el ARN mensajero transcripto in vitro generaba esa respuesta, el ARN mensajero de células de mamíferos no lo hacía. ¿Por qué? Porque en el caso de los mamíferos las bases de esos ARN –las letras que lo componen, que a diferencia del ADN no son A, T, G y C sino A, U, G y C, es decir en lugar de tiamina trabajan con uracilo– presentaban modificaciones. Karikó y Weissman –y mucha otra gente en sus laboratorios que no ganó el Nobel– se remangaron las túnicas y comenzaron a modificar las bases de su ARN mensajero de manera de evitar la respuesta inflamatoria. ¡Y lo lograron! El paper donde cuentan con elegancia sus resultados se publicó en 2005 en la revista Immunity y se llamó algo así como “Supresión del reconocimiento del ARN por receptores tipo Toll: el impacto de la modificación de nucleósidos y el origen evolutivo del ARN”.
Sorteado ese obstáculo –es algo bastante más complejo que este simple relato y, obviamente, no se solucionó todo con la publicación de un artículo– el camino para pensar efectivamente en las vacunas ARN se allanó (más aún cuando sus modificaciones además provocaban un incremento de la expresión de las proteínas, como comunicaron en 2008 y luego en 2010). De hecho, tanto se allanó el camino que en 2013 Katalin Karikó se fue a la recién fundada empresa BioNTech RNA Pharmaceuticals. Faltaban aún siete años para que la covid-19 nos cacheteara.
Sorteadores de obstáculos
Las vacunas ARN para la covid-19 no fueron las únicas que nos ayudaron a combatir la pandemia. Aquí por ejemplo recurrimos también a la Sinovac, de origen chino, que empleaba metodologías más tradicionales para provocar la respuesta inmune. Y aún al día de hoy se siguen desarrollando vacunas y otras estrategias para la covid-19, ya sea con la tecnología de ARN mensajero como con otras. Pero ante una enfermedad de atroz avance, cada una de estas vacunas permitió que hoy vivamos en un mundo sin pandemia.
Y entonces, más allá de todo lo que se pueda criticar del Nobel, este premio es útil para hablar de cómo avanza la ciencia. En 2005, cuando Katalin Karikó y Drew Weissman –junto a Michael Buckstein y Houping Ni– publicaron lo de su alteración de las bases para evitar la inflamación, la covid-19 era algo lejano en el tiempo. Mucho más aún cuando comenzaron en la década de 1990 a trabajar en ese problema. Y entonces su trabajo podría haber conducido tanto al éxito por el que ahora se los galardona, o avances no tan alentadores o incluso fracasos. No podrían saberlo de antemano. Alguien podría haber dado con una solución similar en otra parte del globo.
Cuando alguien pretende que la ciencia de resultados hoy para los problemas de hoy está abordando el problema desde una perspectiva errada. En lugar de ello sería mejor plantearse cuáles de los conocimientos científicos de los que disponemos hoy podrían auxiliarnos ante un problema presente o futuro. El abordaje del ARN estaba ya bastante maduro cuando llegó la covid-19. Con cierto paralelismo, lo mismo sucedió aquí con el desarrollo de los test diagnósticos: sólo podemos poner a trabajar por los problemas aquello que ya conocemos. Pero resulta imposible meter la mano en una galera científica y extraer la nueva solución instantánea para un asunto presente. Una ciencia con alas cortadas implica un futuro con posibilidades cortadas. Con todos sus defectos, este Nobel nos recuerda que la maravilla científica del presente sólo es posible con el esfuerzo, la inversión y el aliento sostenido de la ciencia en el tiempo.