En 2022 se cumplieron 100 años del que suele considerarse el primer documental de naturaleza de la historia, Nanook del norte, que sigue las peripecias de un inuk (antes llamado esquimal) y su familia mientras cazan animales e intentan sobrevivir en el Ártico. Ya existían algunas filmaciones de animales en zoológicos o en ambientes naturales, pero en Nanook del norte se narra por primera vez una historia que intenta mostrar la vida en la naturaleza, aunque se trate de una película muda que por momentos tiene más de ficción que de documental.
Esta tendencia a priorizar la ficción sobre la información fue bastante común en las primeras décadas de los documentales de naturaleza, pensados para el cine. Basta mirar el ejemplo de la empresa Disney, responsable de haber alimentado el mito de los lemmings suicidas en el documental White wilderness (1958), en el que lanzó a la fuerza (y probablemente a su muerte) a decenas de estos roedores por un acantilado que ni siquiera estaba en la zona donde vivían.
Hubo que esperar a la televisión para que los documentales de naturaleza adquirieran verdadera popularidad y se enfocaran en la divulgación científica con el estilo más personalista y serio que predomina hoy, aunque hay una tendencia creciente al sensacionalismo y el uso de celebridades. La BBC, pionera en este campo, le dio respetabilidad al rubro al convertir a biólogos y naturalistas en la cara visible de sus primeros documentales de fauna, en los que guiaban de forma amena los contenidos, se dirigían con sencillez a la teleaudiencia e interactuaban en forma experimentada con los animales.
Así fue como se convirtieron en referencias del género el biólogo David Attenborough y el ornitólogo Peter Scott, entre otros, a partir de las primeras experiencias piloto de 1953. Fue especialmente Attenborough, cuya popularidad y actividad no disminuyen pese a que se acerca a los 97 años, quien sentó un modelo a seguir por casi todos los presentadores de documentales televisivos que aparecieron desde entonces: suelen ser carismáticos, apasionados por los temas que tratan, usan un lenguaje accesible y tienen un amplio conocimiento del mundo natural.
Estas características también definen al joven guardaparques uruguayo Antonio Ripoll, de 23 años, que estrenó hace pocas semanas la serie Bichero en National Geographic Latinoamérica. Cada episodio de Bichero muestra el viaje de Antonio en busca de animales de su interés en distintos paisajes de Uruguay, Argentina y Costa Rica.
La serie es promocionada como el primer contenido inclusivo para audiencias con Trastornos del Espectro Autista (TEA), una realidad que Ripoll conoce bien por haber sido diagnosticado con síndrome de Asperger en su niñez. Para lograr que sea un contenido apto para estas audiencias se contó con el asesoramiento de diversos profesionales que establecieron criterios específicos de tratamiento y lenguajes para “garantizar una experiencia segura” para ese público.
Curiosamente, esta adaptación no es una limitación para los demás públicos sino probablemente un beneficio. Las historias de Bichero están narradas en orden y con mucha claridad, conceptos bien expresados y una sencillez que sin embargo no retacea información. Prescinde por suerte de los efectos de sonidos que casi todos los documentales usan en forma engañosa para llamar la atención –equivalente a sonorizar los golpes de puño en las películas de acción– y de las ediciones bruscas de imágenes, que en otras producciones buscan más espectacularidad que fidelidad a la hora de mostrar los movimientos de los animales. El ritmo de Bichero depende más de la música y de las emociones que sugiere al espectador que de este tipo de trucos.
Misión posible
La premisa de todos los capítulos es sencilla y efectiva: Ripoll sale en busca de un animal para fotografiarlo, pero tal cual ocurre en ciertos procesos de selecciones nacionales de fútbol, las recompensas suelen estar en el camino. Tiene una misión que cumplir y que lo motiva, es cierto, pero se detiene en el periplo para observar otras especies, contarnos sus características o sorprenderse (y sorprendernos) con las maravillas del mundo natural. Lo hace con gracia, soltura, un conocimiento muy amplio y un entusiasmo genuino por la fauna, que contagia al televidente. Su risa es casi siempre un buen augurio; cuando surge espontáneamente es porque algún animal interesante aparecerá pronto frente a las cámaras.
Algunas de las escenas más espectaculares de la serie llegaron gracias a estos desvíos en su camino. Mientras buscaba a los pingüinos de Magallanes, se detuvo a fotografiar una colonia de elefantes marinos australes en la península Valdés en Argentina. Al acostarse en la playa pedregosa para fotografiar a uno de los cachorros –cuando Ripoll se acerca a los animales imita a menudo sus vocalizaciones y sus movimientos– vio por el rabillo del ojo cómo se aproximaba un grupo de depredadores formidables: orcas. A sólo diez metros de donde estaba Ripoll, las orcas se llevaron a un cachorro de elefante marino mediante una técnica de caza muy arriesgada y que prácticamente se ve únicamente en esa zona en el mundo (ver recuadro), para incredulidad del conductor y del equipo.
Aunque no igual de impactantes, hay otros episodios que tienen hallazgos tan o más disfrutables que la especie objetivo. Sin ánimo de spoilers, vale la pena prestar atención al recorrido en busca de las ballenas francas australes y sus crías –“gigantes gentiles”, como aclara el conductor– o sus incursiones nocturnas en busca de los ojos brillantes de los cocodrilos americanos.
Las fotos funcionan como mojones que marcan el hilo narrativo de cada capítulo, pero para dar un poco más de emoción a cada travesía Antonio agrega un grado de dificultad a su misión. Por ejemplo, no busca fotografiar solamente al pingüino de Magallanes, sino a un pingüino de Magallanes dando de comer a un pichón; no busca cualquier cocodrilo americano en Costa Rica, sino a uno que mida más de cuatro metros; no se conforma con cualquier ballena franca austral, sino con una que interactúe con su cría, y así sucesivamente en los ocho episodios de la serie (hay otros dos que están dedicados al detrás de escenas y a la historia de vida de Antonio). Los camarógrafos, invisibles para la narración, logran muy buenas tomas de casi todos los animales desde la perspectiva del conductor o mediante el uso de tecnología, como drones o cámaras submarinas, que se integra y se explica bien en las historias.
En el camino Ripoll conoce también a otros animales importantísimos, que ayudan a hilar los episodios y le dan información valiosa para llegar hasta las especies: biólogos e investigadores que estudian a cada una de las especies que busca. Al visibilizarlos y darles un papel trascendente en cada historia –vaya un reconocimiento a los talentos histriónicos de todos estos especialistas, que se amoldan bien a la narración– la serie divulga no sólo la fauna de nuestro continente sino también las personas que se dedican a su conservación.
Para acentuar más el sentido de la aventura en sus búsquedas, el conductor suma desafíos que funcionan a modo de pruebas personales pero que también se insertan dentro de la narrativa para lograr sus objetivos: sobrevuela un lago en avioneta, atraviesa un río en canoa, pasa la noche en la selva, hace tirolesa para llegar a una quebrada en el norte uruguayo o se mete en las aguas frías de la Patagonia para hacer snorkel. El trabajo de fotografía lo muestra integrado a la naturaleza, a veces como una pequeña figura que se pierde en la inmensidad de los paisajes –una especie más entre todas las que lo habitan–, y en otras a escala más íntima, retratando su vínculo e interacción con los animales que encuentra.
Especies protagonistas
- Episodio 1: Tortugas marinas (Chelonia mydas y Lepidochelys olivacea)
- Episodio 2: Pingüino de Magallanes (Spheniscus magellanicus)
- Episodio 3: Yara (Bothrops pubescens)
- Episodio 4: Mono aullador (Alouatta caraya)
- Episodio 5: Cocodrilo americano (Crocodylus acutus)
- Episodio 6: Flamencos (flamenco austral Phoenicopterus chilensis, flamenco andino Phoenicoparrus andinus y flamenco de James Phoenicoparrus jamesi)
- Episodio 7: Cóndor andino (Vultur gryphus)
- Episodio 8: Ballena franca austral (Eubalaena australis)
- Episodios 9 y 10: Homo sapiens (varios ejemplares, incluyendo al presentador y equipo de producción)
En bichero yo me convertí
Bichero hace un esfuerzo consciente por balancear la divulgación sobre fauna con el costado más emotivo o personal de estas aventuras. En los cierres de los episodios se busca expresamente relacionar los atributos de cada especie con la historia de superación de Ripoll, y si bien algunas de estas reflexiones entran más con calzador que otras, son funcionales al arco narrativo general de la serie, que intenta inspirar a otras personas que han experimentado dificultades en su vida y mostrar también que la relación de los humanos con otros animales puede ser transformadora y un motor importante para la conservación. Aunque se meten en el terreno resbaladizo de la antropomorfización, lo transitan bien al mostrar estos atributos generalmente desde la mirada que suelen darles los humanos y no como valores intrínsecos de las especies.
En el debe en este equilibrio buscado faltó quizá haber proporcionado algo más de información científica en los gráficos. No figuran los nombres –ni comunes ni científicos– de las especies que aparecen a lo largo de los ocho primeros episodios, datos que podían resultar muy útiles para aquellos aficionados a la naturaleza que quieren saber o indagar más sobre estos animales.
En un rubro tan difícil como el de las series documentales de fauna, que implica costos y tiempos muy alejados de nuestra realidad, Bichero se sostiene por méritos propios. Su ingreso a una de las cadenas de divulgación más famosas del mundo no necesita explicarse o justificarse por el carácter inclusivo del contenido o como una concesión de ningún tipo al conductor. La dimensión humana de la historia es sin dudas inspiradora y el trabajo de adaptación a todos los públicos es valiosísimo, pero es lo que Antonio Ripoll hace frente a las cámaras y la forma en que nos cuenta las vidas de los animales lo que vuelve a la serie atrayente e ilustrativa para adultos y niños.
El principal mérito de la serie es, entonces, mostrar a Antonio Ripoll como lo que es: un bichero con una enorme curiosidad y pasión por los animales, que sabe perfectamente cómo transmitir ese conocimiento y entusiasmo a todo tipo de público.
Serie: Bichero (10 episodios de 30 minutos)
Plataforma: NatGeo Latinoamérica (domingos a las 21 horas)
Dirección: Pablo Banchero y Guillermo Kloetzer
“La suerte que tuvimos fue surreal”
Con Antonio Ripoll, conductor de Bichero
¿Cómo seleccionaron los animales a buscar?
Hicimos hincapié en muchas cosas. Por ejemplo, qué valor tienen para mí, qué atributos humanos se pueden encontrar en sus comportamientos instintivos –aunque no conviene antropomorfizar, incluso en los animales que se comportan de forma más instintiva se pueden encontrar patrones de comportamiento– y hasta dónde podíamos llegar con el presupuesto, entre otras cosas. Obviamente se tuvieron todas en cuenta en una balanza que se equilibró con el fin de escoger las especies más apropiadas para cada episodio.
¿Hubo algún animal que te interesara especialmente y no haya entrado en esta temporada?
Definitivamente hay más especies dentro de mi lista de deseos, pero una especie de la que me hubiese encantado hacer un episodio es el jaguar. Otra pudo haber sido el guacamayo jacinto, que es el loro más grande del nuevo mundo y el más fuerte de todos los loros. O también el lobo de río, por nombrar sólo algunos. Si quisiera decir la lista completa estaríamos charlando demasiado tiempo, pero mejor forma para empezar no pudimos haber deseado.
¿Tenés un conductor o programa de fauna de referencia?
Sin dudas David Attenborough es mi mayor inspiración. Sin él no existiría mi pasión por los animales de la forma en la que se desarrolló, porque los primeros documentales de vida silvestre serios que vi fueron de él, como La vida de las aves (de 1999). Tiene una manera sencilla de expresarse sobre temas tan complejos que por lo general a muchísimos científicos les cuesta, y admiro la pasión y sentimiento que pone detrás de cada palabra al mismo tiempo que la razón, siempre equilibradas. Él ha influido más que nadie en mi forma de ser. Otros que me inspiraron son Steve Backshall, Nigel Marven y Steve Irwin.
¿Hubo algún momento inesperado en la serie que te haya impactado especialmente?
Sería criminal no citar el momento del ataque de las orcas en el episodio del pingüino de Magallanes. Ese estilo de caza se conoce por el término de stranding, que significa en inglés varamiento. Pueden hacerlo gracias al ángulo de la playa en la que están los cachorros de elefantes y leones marinos, y por el tipo de pedregullo, que son piedras bien pequeñas y bien redondas, así que todas las estrellas se alinean para que un animal que puede llegar a pesar hasta siete toneladas y que está muy adaptado a vivir en un medio líquido durante toda su vida pueda hacer algo tan riesgoso. Es un momento único que puede pasar en cualquier lugar de toda la bendita península Valdés y que sólo ocurre alrededor de dos veces por semana. Por lo general los equipos que buscan eso pasan semanas recorriendo la costa para filmarlo, y nosotros llegamos y lo registramos en dos horas, a 10 metros de mí. No lo podíamos creer; la suerte que tuvimos fue surreal y ni la palabra surreal le hace justicia.
¿Y hubo alguna especie difícil de encontrar o de filmar como querían?
Definitivamente el cóndor andino, que no nos dejaba acercarnos al primer lugar donde fuimos a filmar. Tuvimos que cambiar la ubicación y pasar de la provincia de Río Negro en Argentina a la de Córdoba, pero no quiero dar demasiados datos porque es un episodio que aún no se estrenó.
¿Cuál te parece el mensaje más importante que deja la serie sobre la conservación o sobre la fauna en general?
No prejuzgar cosas, personas o animales por cómo lucen o cómo aparentan a simple vista. Tratar siempre de abrir tanto el corazón como la mente y acercarnos más, tanto a la cara más silvestre de la naturaleza como a la más silvestre y más diversa de nuestra propia especie.
Tenemos que evolucionar en nuestra forma de ser, a la hora de conservar y a la hora de educar, para asegurar un derecho igualitario y alcanzar un mejor futuro, estemos dentro del espectro autista o no, y seamos humanos o seamos otros animales. Y tenemos que dejar a un lado las diferencias de opinión sobre pequeñeces que no importan realmente, cuando lo correcto es tener una mente abierta y utilizar todas las herramientas de las que podamos disponer para tener un mejor futuro. Si hemos puesto robots en Marte, si hemos mandado sondas a Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, no hay obstáculos que no podamos superar si les ponemos empeño y voluntad.
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