Hace unos 200.000 años, o quizá 300.000, una nueva especie hace su aparición en África oriental. Aunque sus integrantes no son especialmente fuertes ni numerosos, comienzan a expandirse a nuevos territorios y adaptarse a todo tipo de climas. Es su singular ingenio el que les permite superar las barreras geográficas y, poco a poco, cruzar cordilleras, ríos, regiones heladas y, finalmente, amplios mares que superan su pobre capacidad de nado. Mientras lo hacen, se dedican a cazar y recolectar plantas para sobrevivir. Lo hacen especialmente bien, porque su gran habilidad para la cooperación les permite obtener recursos del mar y también matar animales mucho más grandes y fuertes que ellos.
Varias especies con las que se cruzan en su recorrido por el planeta, incluso algunas muy parecidas y muy habilidosas, terminan desapareciendo. Se vuelven numerosos y el ritmo al que avanzan se acelera. Comienzan a cambiar visiblemente el mundo que los rodea para adaptarlo a sus necesidades y conseguir suficiente alimento que los sustente. A veces, los animales que transportan con ellos –voluntaria o involuntariamente– colaboran en la alteración de los ambientes.
La transformación se vuelve más radical cuando los miembros de esta especie descubren que pueden controlar la reproducción de ciertas plantas y animales. Como resultado, modifican extensivamente el uso del suelo en varias partes del planeta para su cultivo o cría. Se establecen en sitios permanentes, a los que alteran dramáticamente, y gracias a la disponibilidad de alimentos aumentan en forma impresionante su ritmo de reproducción.
Es un proceso drástico que ocurre en un tiempo muy corto. Cuando llegamos a 3.000 años atrás, la mayor parte de la Tierra ya ha sido transformada por el Homo sapiens, como esta especie ha decidido llamarse a sí misma.
En los últimos siglos, estos cambios de uso del suelo se vuelven más intensos y también más intrincados. Los Homo sapiens comienzan a forestar grandes extensiones de tierras con unas pocas especies de árboles para extraer recursos. Las ciudades, la ganadería, la agricultura y la forestación, entre otras modificaciones del uso del suelo, impactan severamente en la diversidad de plantas y animales.
Algunos de los miembros de esta nueva especie –aunque ya no sea tan nueva– usan también su ingenio para estudiar este impacto e intentar mitigarlo. La tarea no es sencilla, porque a esta altura de la historia la humanidad se ha expandido tanto que sus actividades se superponen y generan efectos combinados. Comprenden que no se las puede analizar por separado y que es necesario estudiarlas con una mirada global, que ayude a comprender mejor cómo están afectando el mundo que los rodea.
Eso es exactamente lo que acaba de hacer un grupo de Homo sapiens de Brasil, Uruguay, Estados Unidos, España y Finlandia, liderado por investigadores del Centro de Ciencias Biológicas de la Universidad de Maringá (Brasil), el Departamento de Ecología y Gestión Ambiental del Centro Universitario Regional Este (CURE) de la Universidad de la República de Uruguay y la Universidad de Campinas (Brasil). Para ello, recopilaron datos de los ensambles de peces, artrópodos y macrófitas (plantas acuáticas de tamaño suficiente para ser distinguidas a simple vista) en 61 ecosistemas de cursos de agua de la selva amazónica y los pastizales uruguayos.
¿Su objetivo? Entender cómo estas especies están siendo afectadas por la acción conjunta de la agricultura, la forestación, la urbanización y la ganadería, actividades comunes en los dos biomas. Lo que descubrieron revela que si queremos entender qué pasa con la biodiversidad de nuestros cursos de agua dulce y hacer planes para protegerla, necesitamos dejar de ver el árbol y empezar a ver el bosque.
Ganó Uruguay, ganó Brasil
“Nosotros venimos trabajando mucho con la idea de que las presiones humanas sobre los ambientes naturales no son únicas y direccionadas, sino muy diversas. Es común ver en un ambiente varios tipos de actividades distintas, algo evidente en el río Uruguay, donde hay plantas de celulosa y muchas plantaciones; es decir, un emprendimiento industrial y al mismo tiempo una intensidad muy grande de actividades agrícolas”, cuenta desde Brasil el biólogo Dieison Moi.
Eso es muy claro visualmente, pero hay pocos trabajos que tengan este abordaje múltiple debido a la falta de datos de monitoreo a larga escala, esenciales para ayudar a desenredar todas las variables que entran en juego en un ecosistema sometido a varias presiones. Dieison, sin embargo, tenía acceso a datos de ese tipo de monitoreo que se realizan en arroyos de las cuencas amazónicas de Brasil con distintos grados de intervención humana. Casualmente, el biólogo uruguayo Franco Teixeira de Mello venía realizando también, junto con otros investigadores del CURE como Magenny Barrios, Giancarlo Tesitore y Maite Burwood, monitoreos muy similares en arroyos ubicados en el bioma pampa de nuestro país.
En el contexto del doctorado de Dieison, decidieron entonces sumar fuerzas, analizar en detalle los datos disponibles de ambas regiones –aunque tomándolos por separado– y comprobar si surgían patrones consistentes en estos dos biomas.
Como los ensambles de especies en estos ambientes no son iguales ni los datos fueron obtenidos con el mismo diseño de muestreo, resolvieron estudiar cómo los cambios de uso del suelo afectaban rasgos característicos de las especies más que las especies en sí (por ejemplo, su tamaño, historia de vida, uso de hábitat) y su diversidad funcional (es decir, cómo afectaba a especies que cumplen funciones importantes de esos ecosistemas y que son necesarias para que mantenga sus capacidades).
En total, usaron datos de 31 arroyos de la selva tropical amazónica y 30 arroyos de los pastizales uruguayos, con base en 122 muestreos realizados entre 2017 y 2019. Analizaron esta información siguiendo un gradiente de intensificación del uso del suelo (desde los muy poco intervenidos a los más intervenidos), calculando además el porcentaje de cobertura de cada una de las actividades humanas elegidas (forestación, agricultura, urbanización y ganadería) en cada una de las cuencas estudiadas.
Para descifrar cuál era la incidencia de estos cuatro usos del suelo por separado y también cómo actuaban en forma conjunta sobre la diversidad de peces, artrópodos y plantas acuáticas, echaron mano a modelos estadísticos que les permitieron medir cómo influían estas variables (a las que sumaron, además, un análisis de la incidencia del clima, la calidad del agua y las características ambientales de cada lugar).
Esta titánica y minuciosa tarea de los 16 científicos que participaron en el trabajo muestra algo esperable, pero no por ello menos impactante: aunque tenemos clarísima la importancia y los beneficios de la diversidad, estamos homogeneizando el mundo que nos rodea y comprometiendo así el funcionamiento de los ecosistemas.
Viva la diferencia
Tanto los arroyos de la selva tropical como los de los pastizales estaban dominados por usos de la tierra intensivos, especialmente agricultura y ganadería, que en ocasiones ocupaban 90% de la cuenca estudiada. Algunos estaban muy cerca de ciudades y otros tenían cobertura de hasta 60% de forestación.
Tal cual anticipaban Franco y Dieison, detectaron patrones consistentes en ambos biomas. Una primera conclusión general que permite el trabajo es que la riqueza taxonómica y la diversidad funcional de los peces, artrópodos y macrófitas decrecen progresivamente a medida que se incrementa el área dedicada a la agricultura, ganadería y urbanización.
La riqueza de los peces y de las macrófitas se ve afectada particularmente por la agricultura y la urbanización, y la de los artrópodos, por la ganadería y la urbanización. “Esto significa que estamos perdiendo especies y también trazos funcionales, es decir, el papel que cumplen algunas especies en los ecosistemas, algo que está ocurriendo en forma consistente en el Amazonas y también en Uruguay”, explica Dieison.
La forestación (técnicamente aforestación, que es el cambio de pradera por árboles) no mostró un efecto tan negativo en la diversidad como los otros cambios de uso del suelo, pero esto se debe a que “su efecto es más complejo que solamente una reducción de especies”, asegura Dieison, algo que los investigadores están estudiando con más profundidad. Sin embargo, en conjunto con las demás actividades humanas, la forestación sí provoca una disminución en la capacidad de estos ecosistemas para generar biomasa (la masa total de los organismos vivos en el área). En otras palabras, hace que los ecosistemas sean menos productivos, una mala noticia para los animales que viven allí, pero también para los humanos que pretenden extraer recursos de ellos.
Los resultados mostraron que en Uruguay, por ejemplo, los cambios de uso de suelo que impactan más en el funcionamiento de los ecosistemas son la urbanización y la agricultura, mientras que la ganadería extensiva es la menos perjudicial (algo bastante lógico porque, a diferencia de lo que pasa en el Amazonas, acá el pastizal ya está, y allá se tala el bosque para sembrar pasturas).
“Acá lo que es un poco más complejo es que con algunos usos del suelo no hay directamente una pérdida de especies, pero al combinarse con otros sí están afectando esa productividad, probablemente porque perdemos especies clave para esos ambientes”, acota Franco.
Es ese efecto combinado, tan negativo, el que hizo abrir los ojos a los especialistas. Solían analizar en forma individual cada tipo de actividad, pero se percataron de que necesitaban unirlo en una sola variable, que llamaron “uso del suelo compuesto”. “Y vimos que el efecto que provoca es muy negativo y muy fuerte en todos los tipos de organismos y en su productividad”, dice Dieison.
Estos efectos, además, son directos e indirectos. Directos, porque eliminan especies clave para el ambiente (como los grandes peces piscívoros, predadores tope de las redes alimenticias acuáticas), pero también indirectos, porque tanto los efectos del cambio de uso del suelo como las especies que habitan los ecosistemas están conectadas. Por ejemplo, al reducir la riqueza de las macrófitas se disminuye la biomasa de los artrópodos, y al alterarse la diversidad funcional de artrópodos y plantas acuáticas se reduce la biomasa de los peces. Los resultados resaltan “el importante rol de las macrófitas en promover la diversidad y la producción de biomasa de los ensambles de peces y artrópodos”, indica el trabajo.
“Solemos pensar que algunos sistemas son más frágiles que otros, o más resistentes, o más resilientes, pero en realidad estamos encontrando el mismo tipo y dirección de efectos en todos”, señala Franco. Sean arroyos amazónicos o de los pastizales, la acción combinada de las actividades humanas está produciendo resultados igualmente negativos y de características similares.
Igualar para abajo
Se ha dicho muchas veces que la región neotropical, que abarca toda América del Sur, contiene una espectacular biodiversidad. Y es cierto. “En ella viven muchas especies de características de vida muy distintas, que vuelven únicos los ambientes neotropicales”, apunta Dieison. Pero esa singularidad es la que está en juego ante la presión conjunta de los cambios de uso del suelo.
“De hecho, tanto en Uruguay como en el Amazonas hay una alta diversidad de especies de peces, vertebrados y plantas con características funcionales distintas. Pero la acción conjunta de los usos del suelo está reduciendo la abundancia y diversidad de las especies con rasgos únicos”, agrega.
Esto causa lo que los autores del trabajo llaman una “homogeneización funcional”. “Está homogeneizando estos ambientes, porque elimina las especies que son únicas y deja aquellas que consiguen resistir a los disturbios, que son más comunes (y así pasan a serlo aún más). Entonces perdemos la historia de vida y las características funcionales de muchas especies que son altamente productivas”, dice Dieison. En este panorama, los generalistas prosperan y los especialistas quedan afuera.
En estos ecosistemas, apuntan ambos biólogos, no es tan importante la cantidad de animales como la función que cumplen. Si tienen muchísimos peces que se alimentan de detritos, por ejemplo, pero pocos que se dediquen a consumir ítems distintos, o no poseen casi ningún depredador tope, serán más pobres y menos productivos. “Si el sistema pierde una especie que se alimenta de detrito, pero hay diez especies más que hacen lo mismo, seguramente el impacto no va a ser igual que si se pierde una especie que se alimenta de otros peces, por ejemplo, y resulta ser la única”, ilustra Franco.
Eso es lo que está ocurriendo en los arroyos de nuestros pastizales y del Amazonas. El efecto combinado de las presiones de la actividad humana los vuelve menos diversos y amenaza de esta forma el mantenimiento de los servicios ecosistémicos. Al igual que una máquina, si algunas piezas importantes comienzan a faltar, a la larga tendrá desperfectos y finalmente dejará de funcionar bien.
No nos pongamos intensos
Sigamos aferrados a la metáfora. Si la biodiversidad de los arroyos que nos rodean fuera una máquina –un auto, por ejemplo– y descubriéramos que transitar ciertas rutas está afectando la forma en que funciona y la cantidad de piezas que tiene, seguro cambiaríamos algo. Intentaríamos repararla, mejoraríamos los caminos o iríamos por otra vía. En ese contexto, el trabajo conjunto de estos investigadores viene a ser la luz de advertencia que se enciende en el tablero.
“El artículo tiene un mensaje práctico. Tenemos que encontrar una manera de reducir la intensidad de estas actividades humanas o de hacer estas actividades más sustentables. Esto es muy difícil cuando hablamos de las ciudades, pero ya hay incluso muchos trabajos que apuntan a crear corredores naturales o formas de proteger estos arroyos urbanos que están muy degradados, o de mitigar los efectos nocivos de las actividades agrícolas. Pero lo principal es que tenemos que mitigar la intensidad de estos usos del suelo. No hay nada que podamos hacer en cuanto a preservar la biodiversidad si no reducimos el impacto humano”, dice Dieison.
Esto es especialmente difícil si pensamos que las actividades humanas que perjudican la biodiversidad son las que brindan alimentación, trabajo o lugares para vivir, pero tal cual señalan los investigadores, está en juego la propia capacidad de los ecosistemas de proveernos de estos recursos.
La palabra “intensidad” no es usada ligeramente por los investigadores y tiene mucho que ver con un concepto que se promueve desde ámbitos públicos y privados en Uruguay: la “intensificación sostenible” o “sustentable”, que consiste en aumentar la productividad en las tierras agrícolas ya existentes, sin expandirlas.
“En Uruguay se habló mucho de eso, pero sin una visión de qué implica. Muchas veces, si vos usás las mismas áreas pero de forma mucho más intensiva, es igualmente perjudicial. En este trabajo en particular no analizamos la intensidad de los usos sino su superficie, pero incrementar la intensidad no es un camino muy sustentable que digamos, y queda claro cuando evaluás los efectos donde los tenés que evaluar. Si la sustentabilidad se mide simplemente con cuánto dinero se genera, es un problema”, opina Franco.
Ambos investigadores coinciden en que el trabajo es sólo una foto de un momento. Falta estudiar más para entender de dónde venimos y adónde vamos, saber dónde estamos parados. “Seguramente hacia el futuro, si no se toman medidas, la situación va a empeorar”, agrega Franco.
El artículo también deja una enseñanza evidente. Si estudiamos sólo el efecto que produce la forestación, la agricultura, la urbanización o la ganadería por separado, sin tener en cuenta su combinación con los demás usos, nos haremos una idea equivocada del impacto que generan. Eso tiene implicancias prácticas a la hora de monitorear cómo estamos afectando nuestros ambientes y de tomar medidas para protegerlos.
“Dado el incremento proyectado en la población humana y en los usos de la tierra, remarcamos la necesidad urgente de considerar manejos conjuntos de los múltiples usos de tierra a nivel de cuencas y ecorregiones”, concluye el artículo.
Luego de más de 200.000 años intensos, en los que alteramos la fisonomía del planeta e incluso su clima, hay al menos algo positivo. Estamos en condiciones de entender las dimensiones del impacto y, en caso de que nos interese, hacer algo para garantizar que la larga carrera de muchas especies, incluyendo la nuestra, pueda continuar.
Artículo: Human land-uses homogenize stream assemblages and reduce animal biomass production
Publicación: Journal of Animal Ecology (abril de 2023)
Autores: Dieison Moi, Margenny Barrios, Giancarlo Tesitore, Maite Burwood, Gustavo Romero, Roger Mormul, Pavel Kratina, Leandro Juen, Thaísa Michelan, Luciano Montag, Gabriel Cruz, Jorge García, Jani Heino, Robert Hughes, Bruno Figueiredo y Franco Teixeira de Mello.