Allá por el 2250 antes del presente el rey Hierón encarga a un distinguido orfebre de Siracusa la confección de una corona de oro macizo. La obra resulta del agrado de su portador, pero como buen tirano que se precie Hierón es desconfiado. ¿No habría acaso reemplazado el orfebre parte del oro que le había sido entregado, por un material de menor valor? El exterior de la corona era a todas luces de oro. ¿Pero su interior? Para resolver el enigma Hierón convoca a Arquímedes, el más curioso de sus súbditos. La única condición era no perforar ni dañar de ningún modo la corona.
Arquímedes encuentra la solución al problema, observando el desplazamiento del agua en la bañera, al ingresar a ella. Grita “Eureka” y sale corriendo a la calle, desnudo, para comunicar su hallazgo. Si en lugar de eso se hubiera secado con su toalla y vestido antes de salir, quizás hubiera notado que la toalla se encontraba seca (o apenas húmeda), cuando él mismo la había dejado mojada el día anterior, al salir de la bañera. ¿Cómo es que se secó? Arquímedes no reparó en este otro misterio. La emoción le hizo perder, junto con el pudor, la oportunidad de resolver otro enigma. Tuvimos que esperar más de 2.000 años, hasta una época en que el poder no se ostentaba con oro sobre la cabeza sino con máquinas a vapor.
Debemos a Rudolf Clausius (1822-1888), la primera formulación de la segunda ley de la termodinámica y del concepto de entropía asociado a ella, que permitió develar el segundo misterio. Con ese descubrimiento, y con otros de similares consecuencias que repasamos en una nota anterior accedimos a uno de los mayores secretos del universo: su carácter probabilístico. Gracias a que las cosas funcionan de ese modo es que puedes refrescar el agua que bebes al echar en el vaso unos cubos de hielo. Y respirar antes y después de beberlo, que no es poca cosa. Es el motivo por el que necesitas comer para mantenerte con vida y justifica una de las hipótesis más plausibles acerca del final del Universo (el Big Freeze).
Entropía
Gracias a este secreto puedes también lavar la ropa y -pasadas algunas horas- recogerla seca. ¿Cómo es eso posible? Los estudiantes a los que he realizado esta pregunta suelen responder que se debe a los rayos del sol o al viento, que por alguna razón consiguen quitar la humedad de la ropa. Eso es cierto y tiene consecuencias importantes respecto al tema que nos ocupa. Pero una segunda pregunta se impone tras aquella respuesta: y si dejas ropa (por ejemplo, una toalla) en una habitación cerrada, en la que no entran los rayos del sol ni el viento, ¿se mantiene siempre mojada? No. Con baja humedad ambiente (escenario difícil de obtener en Uruguay) al cabo de algún tiempo también se seca. Y si la humedad ambiente es alta, no se seca completamente, pero sí bastante.
La solución al enigma es que las partículas se encuentran en constante movimiento (energía cinética), que varía con la temperatura (energía térmica). Ese movimiento es más lento cuando hace más frío y mayor con el calor. Pero sucede siempre que no se alcance, teóricamente, el cero absoluto (-273,15 grados Celsius). Al moverse, colisionan entre sí cambiando su posición en el espacio. El movimiento constante, con los cambios de posición asociados, determina que al cabo de un tiempo las moléculas de agua se distribuyan de manera relativamente uniforme (aleatoria) dentro de la habitación cerrada, sin importar que se encuentren al inicio en el aire, en la toalla, o en la superficie de un espejo. Por eso también puedes verte en el espejo del baño que dejaste empañado luego de la ducha, sin necesidad de limpiarlo, si dejas un tiempo a las moléculas de agua (como de muchas otras sustancias, afortunadamente no las que conforman las paredes de tu baño) continuar con su eterno pogo. A esto se refiere la segunda ley de la termodinámica y el llamado principio de entropía.
La ley establece que en cualquier proceso natural en un sistema cerrado, la entropía total tiende a aumentar, alcanzando finalmente un máximo en el llamado equilibrio térmico.
La entropía es una medida de desorden o aleatoriedad en un sistema.
De modo que la segunda ley podría reformularse de un modo más sencillo: sin la intervención de energía externa, cualquier sistema natural evolucionará hacia un estado de mayor aleatoriedad o desorden en la distribución de sus componentes.
Orden y probabilidad
¿Y quién está detrás de eso? ¿Qué Dios o demonio decide invertir su tiempo en desordenarlo todo? La idea es que, como con la evolución, no hay a quién agradecer o recriminar. Quizás sí lo hubo en el origen del Universo fijando las reglas del juego, como sugirió Frank Wilczek, Nobel de Física en 2004, al proponer que “si un enérgico y poderoso Creador hizo el mundo, es posible que lo que lo movió a Él -o a Ella, o a Ellos o a Eso- a crear, fuera precisamente un impulso por hacer algo hermoso”. Pero luego de comenzar la partida, ya no es necesaria su intervención.
Veamos cómo sucede.
Tomemos un bolillero con 38 bolillas, 19 de las cuales son negras y 19 rojas. Para hacerlo más sencillo, supongamos un mundo en dos dimensiones. Hacemos girar y girar el bolillero. Cuando se detiene obtenemos uno de los dos resultados que se presentan en la figura 1.
¿Cuál de los dos resultados luce más ordenado? ¿Y cuál arreglo de bolillas crees que sería más probable obtener, luego de dar varias vueltas a la manija de nuestro bolillero bi dimensional?
Apuesto a que todos responderán “el primero” a la primera pregunta y “el segundo” a la segunda. La primera respuesta es correcta, siempre que acordemos una definición de “orden”. La segunda es incorrecta.
¿Qué significa que algo está “ordenado”? Debemos encontrar una definición que prescinda de las preferencias estéticas. ¿Se diferencian en algo el arreglo 1 del arreglo 2, más allá de la sensación subjetiva que el primero nos produce de estar “ordenado”? Un sinónimo de orden en este contexto es “información”. Así, podemos definir al desorden como pérdida de información. En el caso del arreglo 1, conociendo el color de cualquier bolilla, podemos inferir con bastante precisión el color de las bolillas que tiene a izquierda y derecha: a los lados de cualquier bolilla negra, encontraremos generalmente otras negras, del mismo modo que a los lados de cualquier roja encontraremos, la mayoría de las veces, bolillas rojas. Mientras tanto, en arreglos aleatorios (como es el caso del segundo) poco o nada podemos saber de las bolillas vecinas, conociendo el color de una en particular. De modo que si acordamos en vincular orden a información, efectivamente el primer arreglo está más “ordenado” que el segundo.
En cuanto a la segunda pregunta, el arreglo 1 y el arreglo 2 tienen exactamente la misma probabilidad de producirse luego de unas cuantas giradas a la manija de nuestro bolillero. Concretamente la probabilidad de una u otra configuración es de 1 en 35.345.263.800. Así como lo lees. Ese es el número total de arreglos de 38 bolas, 19 de las cuales son de un tipo y 19 de otro.
Para comprenderlo, conviene volver a las representaciones gráficas. Observa los arreglos 2 y 3 en la figura 2. ¿Cuál de estos dos (olvidemos el primero) crees que tiene más probabilidad de producirse luego de girar varias veces la manija del bolillero? Hemos marcado, arriba, la diferencia entre el arreglo 2 y 3, para identificarla más fácilmente. Simplemente cambiamos de lugar una bolilla negra. En lugar de negra - roja - negra en la primera fila (arreglo 2) pasamos a roja - negra - negra (arreglo 3).
A que la probabilidad de obtener por resultado cualquiera de los dos últimos arreglos es la misma. Efectivamente lo es. Y así con los demás 35.345.263.798 arreglos. Incluido el primero en ambas figuras.
La confusión se produce porque percibimos como “ordenados” solo a unas pocas de las configuraciones posibles: todas las negras abajo y las rojas arriba; todas las rojas abajo y las negra arriba; filas de rojas y negras intercaladas; las bolas negras y las rojas formando “líneas” a 45 grados; y unas cuantas configuraciones más. Y percibimos como “desordenadas” a las miles de millones de configuraciones restantes. Siendo así, la probabilidad de obtener un arreglo de entre estos últimos miles de millones es ciertamente mucho más alta que la de obtener uno de entre el puñado de “ordenados”.
Llamamos ordenados a los arreglos que muestran algún tipo de patrón. Un patrón no es más que información, tal como lo definimos más arriba. Y en sucesos aleatorios la aparición de patrones es excepcional.
Pensemos ahora en un sistema que no requiere de alguien girando una manija para que sus componentes colisionen entre sí y cambien de posición. Ese bolillero se llama Universo. En él, no importa el esfuerzo (trabajo) que destinemos inicialmente a ordenar un conjunto de sus componentes de modo que describan algún patrón, con el solo paso del tiempo (vaya tema, el tiempo) siempre que nos abstengamos de intervenir para mantener el orden inicial, la probabilidad de concluir con una distribución “desordenada” es muchísimo más alta que la de obtener una ordenada. No hay nadie moviendo ningún hilo. Son solo probabilidades.
Más allá de la ducha
Gracias a Dios que así sucede. El aire que respiramos está compuesto por algo así como 21% de oxígeno, 78% de nitrógeno y el resto por otros gases y aerosoles. Si estas sustancias se organizaran de manera “ordenada” (el oxígeno todo junto aquí, el nitrógeno todo por allá, etc.) moriríamos asfixiados. Si las moléculas de agua moviéndose muy lentamente (hielo) se quedaran en su sitio al colocarlas en un vaso de agua con limón templada, no podríamos beber esa rica limonada fresca.
En tales casos, como en muchos otros, nos conviene que el universo continúe mezclándose. En otros debemos intervenir. Al alimentarnos convertimos objetos en energía, la cual nuestros organismos utilizan para mantener el orden interno (realizar trabajo, en el sentido termodinámico). Las células pulmonares, allí, en los pulmones; las hepáticas allá, en el hígado. De este modo los sistemas biológicos consiguen mantenerse lejos del equilibrio termodinámico (máximo desorden). Están constantemente intercambiando energía y materia con su entorno para mantener un estado de baja entropía interna. Con la muerte, cesa el trabajo y los organismos comienzan a descomponerse, es decir a aumentar su entropía hasta desaparecer. En realidad no desaparecen, claro está: lo hacen en tanto estructura ordenada a la que llamamos cuerpo. Pero todo lo que componía aquél cuerpo permanece, solo que mezclado con todo lo que se encontraba en su entorno cercano al momento de terminar el trabajo de mantener ese orden.
Como mencionamos al inicio, una de las hipótesis sobre el fin del universo involucra a la segunda ley de la termodinámica: la energía seguirá dispersándose y las partículas continuarán mezclándose hasta alcanzar un estado de máxima entropía, consistente en una nube uniforme y dispersa de partículas en equilibrio térmico. Este estado final, conocido como la muerte térmica del universo, implicaría el cese de todos los procesos termodinámicos diferenciados y, con ello, el fin de todo fenómeno observable.
Entropía y Sociedad
Qué impertinencia el subtítulo. La mayor obra de uno de los más grandes sociólogos se tituló Economía y Sociedad. Y aquí estamos cambiando unas pocas letras de la primera palabra, para intentar vincular un concepto que proviene de la física y la química, a los fenómenos sociales. Espero que Weber (donde quiera que esté) no lo tome a mal. Pero especialmente espero que lo que sigue no se interprete como un nuevo intento por tomar prestados términos de las ciencias naturales para decir disparates acerca del mundo social (y de paso, del natural). Esa fue una moda, con tristes consecuencias, a finales del siglo pasado en Francia, que llegó a niveles de pandemia en varios departamentos universitarios de occidente.
Hecha la salvedad, regresemos al pogo. Tengo en una de mis rodillas una leve molestia que me gané en el último del que formé parte, hace ya una década. Sé que no puedo volver a hacerlo y por eso la conservo a salvo de los médicos, como un souvenir. El pogo se asemeja a las partículas colisionando. Todos comienzan a chocar entre sí, sin llevar cuenta de quién está enfrente, sin intención de ir para aquí o para allá: simplemente cada uno entra en la masa de personas y se deja llevar por el movimiento. Sabes en qué parte de la ronda ingresaste, pero no puedes predecir dónde terminarás. Si entraste junto con amigos, seguro todos acabarán repartidos en distintas posiciones de este gran bolillero sin manija. Aumento de la entropía.
Pero se trata de un evento social excepcional. La mayor parte de las veces -y esto marca la gran diferencia con las partículas- los humanos actuamos con intención y propósito, lo que introduce una dimensión de agencia y significado, ausente en los sistemas inanimados.
Lo anterior no impide, sin embargo, pensar en el mundo social en términos de sistemas. Existe una rica tradición en ciencias sociales, en esa línea. Talcot Parsons, por ejemplo, comienza su principal obra (El Sistema Social, 1951) anunciando que: “...la interacción de los actores individuales tiene lugar en condiciones tales que es posible considerar ese proceso (...) como un sistema (en el sentido científico) y someterlo al mismo orden de análisis teórico que ha sido aplicado con éxito a otros tipos de sistemas en otras ciencias”. Más recientemente Kenneth D. Bailey (Teoría de la Entropía Social, 1990) desarrolló explícitamente la posibilidad sugerida en este apartado.
A la naturaleza no le importa si quién observa por el ojo de la cerradura de su taller, viste túnica blanca o saco sport. Lo que observamos en todos los casos son interacciones en distintos niveles (desde partículas sub atómicas a cúmulos de galaxias, desde integrantes de una familia a bloques de países) mediadas por energía, y que transmiten esa energía entre sus componentes. La naturaleza de la energía puede variar. La temperatura no pareciera tener efectos significativos en los sistemas sociales, aunque alguno tiene (nos divertimos en primavera y en invierno nos queremos morir, sostiene Charly García). Pero los procesos pueden considerarse similares. A la probabilidad no le interesa si se trata de arreglos de células o de vecinos en un barrio. Como no le interesa (y afortunadamente eso ya lo hemos entendido) a la ley de los grandes números.
El carácter mentado de la acción (el hecho de que actuamos impulsados por motivos) incluso no nos inhibe de explorar hasta dónde los resultados de la interacción social se asemejan a los que se producen en sistemas inanimados. Un interesante ejemplo es el trabajo de físicos de la Universidad de Chile, que durante la pandemia especificaron un modelo para predecir la propagación de la Covid-19 en espacios públicos. El resultado se asemeja al que permite modelar el movimiento de las llamadas partículas brownianas activas y en general el de “materias activas (…) como los cardúmenes de peces, las bandadas de aves, los enjambres de insectos, los tejidos celulares, las suspensiones de bacterias, los nadadores artificiales y partículas de todo tipo”.
En un nivel macroscópico podemos observar el trabajo que se realiza para mantener el orden del sistema. Estoy pensando en las intervenciones de política. La acción del Estado moviliza energía. También la de organizaciones privadas y de la sociedad civil. Mientras tanto, en el nivel microscópico, la propia motivación de la acción puede ser considerada como energía. Planear un curso de acción supone trabajo mental. Llevarla adelante involucra trabajo mental y físico. Y los mecanismos orientados a reproducir motivaciones de la acción (llamamos a eso socialización) lo suponen de igual modo.
En un sentido general -y reitero la importancia de ser cuidadosos, teniendo a la vista los estragos que causó la “gripe francesa”- la cultura puede ser considerada en términos de energía orientada a mantener la baja entropía del sistema. O como un conjunto de mecanismos que reducen la entropía, promoviendo la cohesión y disminuyendo el conflicto y la incertidumbre. También la cultura produce rupturas del orden, con el objetivo de crear un nuevo orden, o simplemente de desordenar (como el pogo). Pero esto es común a cualquier tipo de energía. Un incendio aumenta dramáticamente la entropía del sistema, y de las cenizas del bosque quemado emerge, con el tiempo, una nueva configuración, ordenada de seres vivos.
Más allá del uso que del término se hace para nombrar medidas que describen la desigualdad (como la familia de índices de entropía utilizados por los economistas) el fenómeno subyacente de la tendencia al desorden y sus implicancias en la evolución de los sistemas, merece atención en las ciencias sociales.
El orden
Finalizamos el artículo Caos, orden y estigma haciendo referencia a los problemas de extraer conclusiones morales a partir de asuntos fácticos. En aquella oportunidad hicimos notar que la idea de “normalidad” que tiene un significado estadístico muy preciso (la forma acampanada que asumen muchas distribuciones de frecuencia) puede pasar al campo de la moral, considerando negativo lo “anormal” (estrictamente lo “atípico” ya que lo desviado también forma parte de la distribución normal) e incluso produciendo estigmatización.
Similar riesgo se corre en este caso. Podría argumentarse por ejemplo, que reducir la entropía del sistema social es necesariamente positivo, mientras que cualquier forma de desorden o incertidumbre resulta condenable. Nada de eso se deduce de lo observado ni en los sistemas inanimados ni en los vivos.
Es bueno recordar que así como la baja entropía de tu organismo es condición para que permanezcas vivo, si no existiera una alta entropía en el aire, morirías asfixiado.
Por otra parte, así como suponemos que en el largo plazo el aumento de la entropía conducirá al fin del sistema (hipótesis del Big Freeze) es ella la que hace posible el cambio adaptativo. Así como la vida del espécimen requiere de baja entropía, es condición de la evolución que exista diversidad en el nivel de la especie (entre especímenes). El carácter aleatorio de las mutaciones genéticas produce diversidad, la cual es mantenida a raya por la selección natural dentro de las especies y por las barreras reproductivas entre especies (aunque producción aleatoria de diversidad no es sinónimo de entropía y tampoco es correcto tratar como una misma cosa los mecanismos de reducción de la entropía y de selección natural, unos y otros comparten características).
También es bueno recordar que, como sostenía Ilya Prigogine, Nobel de Física en 1977, contrariamente a la noción tradicional de que la entropía siempre conduce al desorden, en ciertos sistemas abiertos (y en eso está la clave) lejos del equilibrio térmico, el aumento de la entropía puede dar lugar a la formación de nuevas estructuras ordenadas y complejas. Lo cual pareciera observarse también en la historia de los sistemas humanos.
En definitiva, así como distinguimos entre juicios estéticos y fácticos al considerar por qué un bolillero nos parecía más “ordenado” que otro, importa hacer la distinción entre juicios morales y fácticos. Las funciones del orden y el desorden en los sistemas (así como de lo típico y lo desviado, como vimos en la entrega anterior citada) merecen ser estudiadas con independencia de nuestras preferencias morales. Y no hay nada en estos fenómenos constitutivos del mundo que nos permita deducir, sin más, conclusiones morales.
Agradezco los comentarios a las primeras versiones de este artículo de Gustavo de los Campos, docente de los Departamentos de Epidemiología y Bioestadística y de Estadística y Probabilidad de la Universidad Estatal de Michigan.