A fines del año pasado Robert Sapolsky, neurocientífico de la Universidad de Stanford, publicó el libro Determinado. Una ciencia de la vida sin libre albedrío. A comienzos de este 2024 fue publicada la versión en español (donde se cambió en el título la palabra determinado, por decidido, seguramente en homenaje al viejo aforismo italiano traduttore, traditore). No leí aún el libro, pero sí una buena entrevista que El Periódico de España realizó a su autor el pasado 5 de mayo.

Sapolsky presenta en su trabajo, abundante evidencia en favor de la hipótesis de que todas nuestras decisiones –que tendemos a considerar elecciones libres– vienen en realidad determinadas (son causadas) por factores que no están bajo nuestro control. Desde cuán bien nos hemos alimentado esta mañana, pasando por ciclos hormonales, hasta llegar a nuestra particular configuración genética. El autor destaca también, y muy especialmente, a las condiciones materiales y el contenido de la socialización que recibimos de niños, como determinantes de nuestras decisiones en la edad adulta.

En 2017 había publicado ya Sapolsky un libro con similar contenido (Compórtate. La biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos). En la entrevista cuenta el autor por qué se decidió a hacerlo de nuevo: “Me parecía sorprendente la cantidad de gente que, en las conferencias que daba al respecto, se me acercaba al final y me decía: ‘si es verdad lo que dice, no hay tanto libre albedrío como pensamos’. Y yo pensaba: dios mío, después de escribir 800 páginas de un libro parece que he sido demasiado sutil. Me di cuenta de que tenía que escribir un libro menos sutil. Y en este libro básicamente lo que digo es que cuando revisas la evidencia científica no te queda espacio para pensar que existe el libre albedrío”.

En un gesto de elogiable honestidad, confiesa que “hay que pensar el mundo de una forma completamente diferente. Y yo, que pienso así desde hace 50 años, el 99% del tiempo, sin embargo, no puedo funcionar con ese pensamiento. Así que ciertamente no espero que muchas personas sean capaces de llegar a esta conclusión de golpe”. Admite, incluso, que “si todo el mundo entendiera que no somos dueños de nuestras decisiones, el mundo se derrumbaría”.

Toda la entrevista es una invitación a leer su libro. Incluso cuando al conversar con la periodista (y seguramente también en la obra) comete el error de derivar conclusiones morales de evidencias empíricas (cuidado con esto) afirmando que las décadas de investigación en neurociencias conducen a prescribir que no debemos considerar responsable de sus actos a ningún ser humano. También arremete (balanceándose nuevamente en la línea que divide las constataciones empíricas de las prescripciones morales) contra la meritocracia, haciendo uso de una argumentación estupenda.

Digresión acerca de la responsabilidad

Conviene hacer una pausa para considerar este asunto de la responsabilidad.

Una cosa es desear algo, otra es actuar de determinada forma. Las decisiones se fundan en el deseo (en el sentido blando de expectativas, intereses o preferencias), pero no necesariamente conducen a acciones coherentes con aquel. Las decisiones se ubican a medio camino entre el deseo y la acción. Podríamos considerarlas como operacionalizaciones del deseo: Dado que quiero obtener esto, debiera hacer tal cosa. Luego, hago tal cosa.

Es claro que este proceso no se nos presenta de modo tan ordenado, ni sus componentes tan delimitados, en nuestra experiencia cotidiana. Por lo pronto actuamos la mayor parte de las veces de forma relativamente automática. Si me pica un brazo, me lo rasco. No pienso: siento que me pica el brazo > tengo el deseo que deje de picarme > evalúo que la acción más efectiva para conseguir eso sería rascarme > decido rascarme > me rasco. Probablemente todo este proceso acontezca, pero lo hace en segundo plano, por decirlo de algún modo.

Aunque (afortunadamente) no podamos distinguir muchas veces entre deseo, decisión y acción, cada uno de esos momentos tiene consecuencias particulares.

En primer lugar, tú no consigues atravesar un río porque alguien deseó construir un puente ni porque alguien decidió construirlo: lo consigues, porque alguien construyó un puente. En segundo lugar (y adelantándonos al argumento de que si alguien construyó un puente, necesariamente decidió previamente hacerlo) uno puede hacer o abstenerse de hacer. Pero no puede (o quizás sí, como sostienen algunos gurús de la new age, pero requiere tanto esfuerzo que debemos aprender de esos gurús a través de sus canales de Youtube, según ellos mismos nos proponen) desear o abstenerse de desear algo.

William James derivó una consecuencia interesante de este hecho. Sostuvo que así como el deseo determina la acción, la acción determina el deseo. Y que como es mucho más sencillo modificar la acción que el deseo, si quieres cambiar tus deseos, actúa como si desearas otra cosa. Al actuar en determinado sentido, de manera sistemática, aún contraviniendo tus deseos, produces un hábito. Y los hábitos moldean los deseos. De hecho, muchas de nuestras preferencias y deseos son el resultado de hábitos que aprendimos cuando pequeños (quizás por hábitos de muchas generaciones que nos precedieron, propondría Jung). Un ejemplo doméstico: cuando te levantas por las mañanas no tienes el deseo de desayunar, aunque has escuchado que se trata de un hábito saludable. Pues actúa como si desearas desayunar. Prepárate un desayuno y tomátelo todas las mañanas, aunque sientas que no deseas eso. Quizás, al cabo de un tiempo, comiences a desear el desayuno de la próxima mañana1.

Llegamos a una digresión dentro de otra digresión. Regresemos al problema de la responsabilidad, para luego volver al del libre albedrío.

Debido a que tenemos la capacidad de hacer o abstenernos de hacer, y no la tenemos (o al menos no de un modo instantáneo, con excepción de los gurús de la new age) respecto a desear o abstenernos de desear, es que no solemos responsabilizar a las personas por sus deseos. Si algunas fantasías sexuales se incorporaran al Código Penal, al número de población carcelaria en Uruguay (que ya es escandalosamente grande) tendríamos que agregarle, al menos, un cero. Pero sí responsabilizamos a las personas por sus acciones. Por eso es que algunos actos sexuales son considerados delito.

Alexandre Magno Abrão, conocido como Chorão (porque parece que lloraba a menudo cuando perdía en competencias con sus amigos, de niño) escribió: “A veces hago lo que quiero, y a veces hago lo que tengo que hacer”. Se trata del estribillo de la canción Vicios y Virtudes, de la banda brasilera Charly Brown Jr. Las comunidades determinan qué cosas no se pueden hacer (por ejemplo no se puede matar), así como qué cosas se deben hacer (por ejemplo se debe atender la salud de un hijo pequeño). Casi todos nosotros tenemos la capacidad de abstenernos de hacer aquello que en nuestra comunidad se prohíbe, así como de hacer aquello que nuestra comunidad obliga. Siendo así, somos responsables (incluso penalmente responsables) por lo que hacemos o dejamos de hacer, mientras que no lo somos por las decisiones ni menos aún por los deseos que tenemos o no tenemos.

Durkheim

Regresemos al argumento principal de Sapolsky. Su entrevista me retrotrajo a una de las angustias intelectuales (y políticas) más profundas que recuerdo. Tiene que ver con el factor socialización, que destaca el autor.

Siendo un joven estudiante de sociología, leí a Durkheim (1858-1917), uno de los padres de la disciplina. Un concepto central en la teoría de Durkheim es el de hecho social. Los hechos sociales son formas de hacer y pensar que vivenciamos como propias (como decisiones libres) pero que en realidad se nos imponen. Los hechos sociales son algo externo al ser humano, nos determinan desde fuera, aunque generalmente no somos conscientes de ello2.

Si a un estudiante de sociología le mencionas a Durkheim y le pides que te cuente algo que escribió el francés, te aseguro que responderá: “Debemos tratar a los hechos sociales como si fueran cosas”. En realidad te van a responder “que los hechos sociales son cosas” lo cual no es ni por asomo lo mismo. Como sea. El primero fue efectivamente el mensaje de Las reglas del método sociológico, publicado por Durkheim en 1895. Allí propuso la noción de “cosa” para resaltar el carácter externo de los hechos sociales, para distinguirlo de los pensamientos, sentimientos, emociones o de cualquier otro fenómeno interno de los seres humanos. Los hechos sociales deben ser estudiados como si fueran cosas, como una piedra o un árbol, aunque no se puedan ver o tocar como estos últimos: ser estudiados como cualquier otra cosa en el mundo.

Los hechos sociales llegan a crear instituciones públicas: el Estado es un hecho social. La Iglesia es un hecho social. También fundan instituciones privadas: la familia es un hecho social. Y además, siendo formas de hacer y pensar, moldean nuestros propios pensamientos y acciones.

Durkheim fue un científico muy lúcido y por tanto era consciente de que algo no cerraba en su teoría. Particularmente se devanó los sesos hasta el final de su vida con el siguiente problema: ¿cómo puede ser que si los hechos sociales (en definitiva, la sociedad) son externos a los individuos, la sociedad sólo exista en la mente de sus integrantes? ¿Cómo puede ser que una cosa externa a otra exista exclusivamente dentro de esa otra?

Mi preocupación era distinta: ¡no era libre! ¡Ni podía aspirar a serlo! Eso me angustió sobremanera, y espero que el lector se apiade por los sentimientos de una persona que, por aquel tiempo, tenía 18 o 19 años (si a los 15 todos éramos socialistas, como en una oportunidad afirmó el presidente Julio María Sanguinetti, a los 18 o 19 todos teníamos deseos de libertad). De verdad la pasé mal. Recuerdo especialmente una larga caminata matinal por las calles de un balneario, cavilando acerca del asunto. La gente preparando sus cosas para la playa, o aún durmiendo (era muy temprano), y yo intentando amargamente asumir esa cruel verdad. Es que la evidencia presentada por Durkheim era contundente. Y lo que observaba a mi alrededor coincidía ampliamente. Vaya casualidad que tuviera yo similar orientación política, similares expectativas educativas, similar preferencia por un barrio, a las de mis padres y el círculo cercano de personas con las que me había socializado.

Bakunin

Tiempo después leí a Mijaíl Bakunin (1814-1876). Lo había leído antes, pero no tratando este aspecto en particular. Siempre tuve afinidad con el pensamiento libertario3. Dos cosas me impresionaron de esa lectura. La primera, que los argumentos eran casi idénticos a los que había leído en Durkheim. A tal punto que uno podría llegar a pensar en plagio. La segunda, que las consecuencias que Bakunin extraía de sus descubrimientos, resultaban muy alentadoras.

Aún con el alivio por lo segundo, seguí dándole vueltas a la extraordinaria similitud entre los diagnósticos de ambos autores. Mucho tiempo después asistí a la conferencia de un anciano francés, profesor de sociología (de cuyo nombre, como del contenido de su disertación, no me acuerdo). Lo cierto es que me invitaron a tomar un café con él y el grupo de colegas que lo había invitado a Uruguay en lo que hoy es el Café la diaria, y antes se llamaba Café Bacacay. El hombre sabía mucho acerca de la obra de Durkheim. Así que me armé de valor y le expuse mi inquietud delante del resto de los parroquianos, terminando con la pregunta: “Dígame, ¿Durkheim leyó a Bakunin o Bakunin leyó a Durkheim?”. “Ninguna de las dos cosas”, me respondió. “Ambos leyeron a Spencer”. Qué buena respuesta.

Pero las conclusiones de Bakunin no eran las de Durkheim. De hecho, por lo que había leído hasta entonces, el padre de la sociología se ciñó a describir los hechos (los hechos sociales), no a especular políticamente acerca de las consecuencias del asunto. Mientras tanto, Bakunin, aunque por momentos tenía una lucidez científica casi tan grande como la de Durkheim, era un escritor político.

Leer esas conclusiones, no sólo me quitó una angustia (que no es poco), sino que, visto en retrospectiva, preparó el terreno para que plantara una filosofía (el pragmatismo) en mi jardín intelectual, la cual vengo regando y recogiendo sus frutos desde hace unos 25 años.

Al grano. Bakunin fue un comunitarista. Postuló el sinsentido de la popular expresión “mi libertad termina cuando comienza la del otro”. ¡Mi libertad comienza cuando comienza la del otro!, propuso. No puedo ser libre si los que me rodean no lo son. La libertad es un asunto colectivo. Y se concreta en la capacidad que los seres humanos tenemos de transformar, colectivamente, y en el largo plazo, los hechos sociales.

La conclusión tiene fundamento empírico, como enseguida veremos. Pero por lo pronto es sólida en términos lógicos. Supongamos que existe tal cosa como “mi libertad” de decidir. Pues bien, decidir implica optar entre posibles cursos de acción. Esa elección, bien podría ser aleatoria (una especie de generación espontánea de las decisiones), bien fundada en una regla que precede al objeto particular de la decisión (escojo este curso de acción en tanto se ajusta más que otros a tal regla moral, o del tipo que sea).

Si nuestras decisiones se produjeran aleatoriamente, no seríamos libres. Seríamos bolilleros andantes. Nos queda entonces la opción del ajuste a reglas. ¿De dónde provienen estas? Podrían hacerlo de nuestro interior o surgir de un fenómeno externo. Si fuera lo primero, ¿cómo es que surgieron? Si no dependen de absolutamente nada allá afuera, es decir que se originan exclusivamente en nosotros mismos, sólo pueden tener por origen (nuevamente) la generación espontánea o ser la consecuencia de haber sido programados de fábrica con tales instrucciones. Así como un bolillero no es libre, tampoco lo es un algoritmo. Esas son las dos alternativas para “mi libertad”, las cuales niegan el propio concepto.

La tercera opción es la producción colectiva, y en el largo plazo, de reglas. A eso le llamamos sociedad. Y a la determinación de hacer nuestra parte en la crítica colectiva de sus productos le damos por nombre libertad.

Lo individual y lo colectivo

En el aquí y ahora, los hechos sociales se nos imponen individualmente, como afirmaba Durkheim. Pero en los miles de años que habitamos el planeta, los hechos sociales han variado. Vaya si lo han hecho. Y son distintos aún en el presente, en distintas sociedades. Incluso en distintas subculturas dentro de una misma sociedad. ¿Cómo se han producido esos cambios? Los determinantes de los hechos sociales tienen que ser, a su vez, externos a ellos. Y eso externo son las consecuencias de la interacción humana (la que establecemos entre nosotros y con nuestro ambiente o, si se quiere, con otros humanos y con el resto de nuestro ambiente no humano), evaluando los efectos de nuestras formas de actuar y pensar, y haciendo nuestra parte (cuando cabe, y en la medida que podemos) para modificarlas. Aún esa pequeña parte tiene naturaleza colectiva.

Para decirlo de un modo más directo: actuamos en un mundo que nos viene dado. Ese mundo está integrado incluso por las formas de hacer y pensar que percibimos como libremente elegidas. Pero al actuar, o más precisamente al pensar críticamente acerca de los efectos de nuestros actos, tenemos la capacidad colectiva de transformar ese mundo. En el largo plazo.

Frente a la honesta e informada sentencia de Robert Sapolsky, de que “cuando revisas la evidencia científica no te queda espacio para pensar que existe el libre albedrío”, yo utilizaría entonces un recurso que aprendí hace poco de un joven colega. Le respondería: defina libertad4.


  1. Nótese que en el ejemplo tenemos en realidad una acción (desayunar) y dos deseos (desayunar y llevar una vida saludable). Si el segundo de estos últimos fuera negativo, probablemente no consigas cambiar de negativo a positivo el primero, aunque te impongas desayunar todas las mañanas. Hecho del cual puedo dar fe. 

  2. Durkheim, bienintencionadamente, se afanó por definir un campo para la sociología, que se distinguiera del de la biología, la psicología y especialmente la moral. Su obra El suicidio fue la mayor de sus apuestas en ese sentido: tratar sociológicamente un problema que era hasta entonces reclamado como objeto exclusivo de estudio (o de prescripción) por aquellos primeros campos. Lo anterior no significaba proponer, en términos lógicos, un método distinto (los hechos sociales deben ser tratados como si fueran cosas) sino un objeto distinto, a ser estudiado con el método científico. Lamentablemente el divorcio entre biología y sociología fue un efecto no deseado. Hoy sabemos que los objetos de las disciplinas son más un producto de la división del trabajo intelectual (y los espacios de poder que cada parcela produce) que algo existente en la naturaleza. No deja de sorprender, de todos modos, que un neurocientífico descubra en 2023 (o 50 años antes de 2023) algo que Durkheim (o antes Spencer, como enseguida veremos) ya había descubierto, en lo sustantivo, 150 años atrás. También que parte de la sociología aún hoy no haya tenido noticia de Darwin. 

  3. Por la escuela rusa, debo aclarar en esta época, para no confundir con Milei y algunos otros pocos partidarios de la escuela austríaca

  4. Sobre el final de una nota anterior, publicada cuando aún nos encontrábamos en pandemia, revisé la propuesta presidencial de actuar con “libertad responsable” al establecer contacto cercano con otros humanos, para así reducir las chances de contagio y propagación de un virus que se había diseminado por el planeta. Propuse allí las debilidades de un argumento que apelara a la libertad individual y, simultáneamente, a la responsabilidad colectiva. Ahora: en una perspectiva estrictamente colectiva, la propuesta sería redundante: la libertad, si es colectiva, es responsable (implica responsabilidad). Lo cual se vincula con lo propuesto en la digresión acerca de la responsabilidad, de este artículo.