Sea cual sea la época que elijamos, la gente siempre ha sido gente. Si tomamos en cuenta que desde hace al menos unos 13.000 años hay personas viviendo en este territorio que hoy llamamos Uruguay, hacer el ejercicio de pensar en qué lugares podrían haber andado es una tarea, al menos en algunos aspectos, sencilla.

¿Te gusta contemplar el atardecer desde la playa, viendo cómo el sol se oculta besando el mar? ¿Sentiste el respiro que da al calor del verano internarse en un bosque nativo? ¿Te reconforta contemplar el paisaje desde un cerro elevado, dominando así con la vista una amplia porción del territorio que no podrías ver desde un sitio más bajo? Suponer que a la gente que anduvo antes por acá también le deleitarían tales cosas sería más que acertado y diversas investigaciones arqueológicas lo confirman. Puntas talladas en piedra, herramientas y artefactos varios, restos de animales que comieron, montículos de piedras y otra tanta evidencia muestran que los pobladores de este territorio anduvieron por varios de los cerros, playas y bosques que hoy disfrutamos.

Ahora pensemos que andamos de paseo por un campo con afloramientos rocosos. Una tormenta intensa se desata. De haber visto la boca de una cueva en las cercanías, ¿verdad que buscar refugio en ella, al menos hasta que la tormenta amaine, se nos cruzaría por la cabeza? Buscar cobijo ante inclemencias como lluvias, vientos extremos, rocío nocturno y demás es algo que no nos sorprende, menos aún siendo humanos que nos hemos acostumbrado a vivir bajo techo. Lo que sí puede sorprender, sin embargo, es que recién en el siglo XXI se hayan realizado las primeras investigaciones sistemáticas para ver si los pobladores originarios usaban las cuevas y aleros que este territorio les ofrece. Pero así es.

La publicación del artículo Nuevos sitios y desafíos en la arqueología prehistórica del Uruguay: ocupaciones recurrentes en cuevas, aleros rocosos y cerritos justamente da cuenta de ese valioso trabajo que ha comenzado.

Firmado por Rafael Suárez, Julia Melián, Flavia Barceló, Jenny Volarich y Federico Rey, de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República, e Ismael Lugo, de la misma facultad y también del Centro Espeleológico Uruguayo Mario Ísola, este avance de la novedosa investigación que vienen realizando –se publicó en la sección Galería de Proyectos de la revista Antiquity, en la que, justamente, se da cuenta de proyectos en curso– es, pese a su brevedad, un plato suculento.

Leyendo el artículo, que comunica “los resultados de un proyecto de investigación reciente en dos regiones arqueológicamente inexploradas de Uruguay”, a saber, cuevas y aleros rocosos de una amplia zona de Paysandú, en la zona conocida como “calizas del Queguay”, y de Cerro Largo, en “el alto río Tacuarí”, el corazón se acelera. Primero porque el trabajo de este equipo de arqueólogos permitió identificar “11 cuevas, 35 aleros rocosos, 24 afloramientos de silcreta y arenisca silicificada, tres afloramientos de ocre, seis cairnes y 315 cerritos” en esas dos zonas, un número, que dicen, esperan que “aumente en los próximos años de investigación”. Pero no sólo eso: en ellos identificaron “paisajes culturales”, es decir, evidencia de presencia humana y de la alteración del paisaje por acción de ella.

“Hasta el momento se han excavado un total de 42,7 m² en ambas regiones: 8 m² en cuevas, 20,5 m² en aleros rocosos y 14,2 m² en cerritos”, reportan en su artículo. Esos números no importan como tales, sino como una dimensión del esfuerzo que les permitió obtener resultados realmente maravillosos.

En concreto, en el alero rocoso Tamanduá, en Cerro Largo, no sólo pudieron registrar la presencia humana mediante vestigios de fogatas, vegetales quemados, cerámicas y materiales utilizados para dar color, sino que les fue posible datar con radiocarbono la antigüedad de seis ocupaciones en las diversas unidades estratigráficas comprendidas en el primer metro de profundidad del suelo. De esa manera, pueden afirmar que desde hace unos 11.600 años y hasta hace algo más de 300 años allí hubo ocupación humana recurrente. ¡Por más de 11.000 años diversos grupos usaron el alero!

Las cosas fabulosas no terminan allí. Así que a toda velocidad, como corriendo hacia un alero ante un chaparrón violento, salimos al encuentro de Rafael Suárez, que nos espera en los sótanos donde funcionan los laboratorios del Departamento de Arqueología de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.

Volviendo a las cuevas

Primero lo primero: ¿cómo surgió esta idea de salir a buscar actividad humana prehistórica en cuevas y refugios rocosos del país?

“Empezamos a trabajar sistemáticamente en 2009, cuando hicimos excavaciones en unas cuevas en Salto. Luego empezamos otro proyecto en Paysandú, en plena pandemia, 2020-2021, y extendimos nuestro trabajo yendo hacia Cerro Largo, junto con gente del Ceumi, el Centro de Investigación Espeleológico del Uruguay Mario Ísola”, cuenta Rafael.

En su trabajo lo dicen explícitamente: las cuevas y los aleros rocosos son un paisaje inexplorado en nuestro país en lo que refiere a la ocupación humana o a lo indígena. Y eso es un poco raro. Por ejemplo, en Europa las cuevas son de gran relevancia para la arqueología y la antropología, desde las famosas cuevas con arte rupestre hasta los relevamientos que encuentran coexistencia entre neandertales, humanos modernos y denisovas. Que nuestros antepasados sudamericanos no utilizaran las cuevas y refugios rocosos que ofrece el territorio suena extraño. Que los arqueólogos no hubieran tenido recursos, tiempo u ocasión para dedicarse a ello ya no tanto.

Foto del artículo 'Aquí también vivimos en cuevas: reportan ocupación humana continua por más de 11.000 años en alero rocoso de Cerro Largo'

Foto: Alessandro Maradei

“Originalmente trabajé, y trabajo todavía, en sitios al aire libre, como es el caso del sitio Pay Paso o el sitio Arroyo del Tigre, que son sitios tempranos que tienen entre 13.000 y 10.000 años de antigüedad. Son sitios al borde de arroyos y ríos, en este caso en el norte del Uruguay”, explica Rafael. “Pero dado que estos grupos humanos se movían por todo el territorio, tenía interés de integrar nuevos sitios. Es así que con el grupo decidimos investigar aleros y cuevas, porque en otras regiones muy cercanas, como el sur de Brasil, la Pampa y la Patagonia, hay ocupaciones en este tipo de sitios”, agrega.

Así se propusieron realizar una investigación sistemática sobre este tipo de sitios en nuestro país. Rafael los define rápidamente: “La cueva viene a ser, grosso modo, una estructura que tiene tres paredes. El alero rocoso, como un alero de cualquier casa, es un refugio que permite que los humanos o los animales se protejan en ese lugar”.

Como con la dieta, Rafael y sus colegas buscaban también variedad: “Al ser espacios cerrados, las actividades que se dan en esos lugares están bien restringidas, lo que también nos entusiasmaba porque allí se da otro tipo de registro arqueológico diferente al que aparece en los sitios al aire libre”, sostiene. “Por otro lado, nuestra estrategia metodológica pasa por no encandilarnos con un solo sitio, sino tratar de tener el mayor espectro de sitios que se pueda tener con relación al poblamiento temprano y a otras ocupaciones”.

Nuevamente en este tema, como sucede en muchas otras áreas de la ciencia, Uruguay les ofrece la posibilidad de estar abriendo una línea de investigación nueva sobre un tema que en otros países seguramente ya hubiera sido explorado.

“Así entonces empezamos a investigar este otro tipo de sitio arqueológico, buscando avanzar en una comprensión integral de la diversidad cultural en la prehistoria del Uruguay, que es otra de mis líneas de investigación”, resume Rafael.

Le pregunto qué se siente trabajar en una línea de investigación que pocos exploraron antes. Rafael hace una pausa y su respuesta no es la del pedante explorador que vemos en las películas y series que muestran arqueólogos o paleontólogos exitosos en busca de un hallazgo fascinante. “Nuestra tarea es la investigación. Para eso trabajamos y para eso la Universidad de la República nos otorga la dedicación total”, señala. Pero además de ser parte de su trabajo, esto también abarca otro aspecto de su tarea. “Esto de abrir una nueva línea de investigación también está relacionado con la docencia. Considero que es muy importante abrirles nuevas líneas de trabajo a nuestros estudiantes, para lo cual es importante llevarlos a que vean y se familiaricen con estos lugares”, sostiene.

“La idea en nuestro proyecto es que esta línea investigación pueda seguir y que sea lo más horizontal posible, que se abran frentes a las nuevas generaciones de arqueólogas y arqueólogos para que puedan desarrollarse y seguir en estas investigaciones en un futuro”, dice armando una paradoja temporal en la que se mira el pasado lejano para darle un mañana a los jóvenes de hoy.

“Obviamente abrir una nueva línea de investigación es una tarea interesante de por sí, pero también porque estamos apoyando a las nuevas generaciones que vienen y que van a seguir con el trabajo”, agrega Rafael, que se lamenta de que cuando hacemos la entrevista en el laboratorio no estén Flavia ni Julia ni Jenny ni Ismael ni Federico. Rafael sabe que son ellos quienes comenzarán a deslumbrarnos con los secretos escondidos en las cuevas y aleros de Uruguay. De hecho, ya hay algunas tesis en camino con estos sitios como protagonistas.

“Flavia, por ejemplo, va a hacer su tesis de maestría sobre la ocupación del alero Tamanduá. De allí van a salir nuevos trabajos, porque este que publicamos ahora es un trabajo muy preliminar”, adelanta. “Julia Melián tomó el tema también para su tesis de maestría y va a trabajar con el tema de los cerritos asociados a estos aleros”, cuenta Rafael, pero de eso hablaremos con más detalle más adelante.

De hecho, que todos ellos sean autores de este artículo en una revista de prestigio como es Antiquity es un gran paso para que la comunidad arqueológica los ponga en el radar de quienes trabajan en ocupaciones humanas tempranas de cuevas y aleros de Sudamérica. “Si fueran jugadores de fútbol, es como que debutaran en el Mundial”, bromea Rafael en referencia a este artículo y otros que varios de sus estudiantes y egresados han publicado en revistas como Journal of Archaeological Reports o Paleoamerica.

Un alero fuera de serie

Si bien en el artículo publicado comentan sus avances en los aleros y cuevas de Paysandú y Cerro Largo, es el alero Tamanduá, de este último departamento, el que se roba todos los aplausos.

“Es un alero espectacular. Tiene 80 metros de ancho, 15 metros de altura y 15 metros de profundidad”, dice Rafael como si fuera un agente inmobiliario que quisiera vendérnoslo. Abriendo la puerta para que le pidamos una rebaja, señala también que el alero “tiene una parte que hoy está derrumbada”.

Como mostrándonos que el alero ofrece también posibilidades, cuenta que encontraron restos de estructuras. “Las estructuras son manchas que aparecen en el sedimento. Hay unas que tienen ocho centímetros de diámetro y otras 16. Todas son circulares, son como palos de un árbol que cortaron y pusieron allí”, afirma. “Son como postes que nos indican que tal vez dentro del propio alero podría haber distintos tipos de estructuras, sea para dividirlo o para hacer mesas para secar cerámica, o para secar la carne, o lo que fuera”, sostiene al tiempo que promete que de esas estructuras hablarán en futuros trabajos. Así que mejor vayamos a lo que sostienen en este.

Un sitio visitado y usado por más de 11.000 años

En el trabajo reportan que en el alero Tamanduá “hasta el momento se han excavado 17,5 m² y se obtuvieron seis fechas mediante radiocarbono” y que esa ocupación se remonta hasta 11.536 años antes del presente (estas dataciones realizadas mediante radiocarbono toman como presente el año 1950, así que hoy a ese número debemos sumarle 74 años más si queremos decir “una ocupación desde hace al menos 11.610 años atrás”). Luego el sitio es usado por distintos grupos humanos, incluidos los constructores de cerritos, y la ocupación más reciente fue datada en el año 1626 de nuestra era, es decir tan sólo 398 años atrás, en tiempos posteriores a la conquista europea.

“Ese es otro aspecto súper interesante que hemos descubierto. En ese alero encontramos una importante diversidad cultural que existió durante la prehistoria. Estas cuevas son como ventanas que nos permiten ver hacia el pasado”, enfatiza Rafael.

“Como son espacios restringidos donde se daba la ocupación, tuvimos la suerte de encontrar muchísimos coquitos de palmera quemados, tanto de la palmera butiá como pindó, desde los tiempos más recientes de ocupación hasta el año 3.000 antes del presente, lo que nos permitió datar las distintas ocupaciones humanas del alero”, confiesa. Es que el carbón quemado se presta a la perfección para el juego de averiguar su fecha mediante el decaimiento de los isótopos de carbono 14.

Rafael entonces nos invita a asomarnos a esta ventana que nos permite el alero de Cerro Largo, y nos lleva a contemplar las distintas ocupaciones que encontraron.

Alero Tamanduá, perfil de la pared sur .modificado de Suárez et al 2024

Alero Tamanduá, perfil de la pared sur .modificado de Suárez et al 2024

Los pioneros en refugiarse en Tamanduá

“Yendo a la cronología, tenemos una ocupación de 11.500 años de antigüedad que está marcando el inicio del poblamiento del área, que está acorde con el poblamiento de otras regiones de Uruguay”, señala Rafael. “Es una ocupación muy discreta, o sea, no hay gran cantidad o abundancia de material arqueológico, sino que es un lente que encontramos y que datamos en 11.536 años antes del presente”, detalla.

No es que hayan encontrado un par de gafas ni un adminículo de cristal para uso óptico. Por lente se refiere a otra cosa. “Un lente son los restos de un fogón que aparecen en la estratigrafía”, explica. Ese fogón deja una marca en los sedimentos, una línea de carbón. Y lo bueno es que ese carbón se puede datar mediante las técnicas de radiocarbono. “Ese lente de carbón aparece en la subunidad estratigráfica 2, prácticamente en la base de lo que es la estratigrafía del alero, a casi un metro de profundidad”, amplía.

Lente que evidencia una fogata en Cueva Queguay, Paysandú - Foto Rafael Suárez et al 2024 copia

Lente que evidencia una fogata en Cueva Queguay, Paysandú - Foto Rafael Suárez et al 2024 copia

El fechado de ese carbón evidencia que alguien hizo allí una fogata hace 11.610 años. Probablemente llovía y no daba para hacerla al aire libre. Tal vez no lloviera, pero el gran alero rocoso cortaba el viento. O tal vez, dado que esa gente concurría habitualmente al alero, encendió allí la fogata como quien lo hace en uno de los parrilleros que encontramos hoy en algunos parques. El carbón está allí y parece contarnos eso.

Gente con inclinaciones artísticas

Restos de carbón de una fogata. Gran evidencia de presencia humana. Pero en Tamanduá hay más.

“Hacia el año 5900 antes del presente hay otra ocupación que está evidenciada por plaquetas de ocre también asociadas a carbón”, dice Rafael. Tal vez esto así no diga mucho, pero el panorama cambia cuando uno se percata de que el ocre es la forma de denominar a rocas que contienen alto contenido de óxidos de hierro que le dan color rojo. Y más aún cuando caemos en la cuenta de que, hasta donde sabemos, es uno de los pigmentos más antiguos a los que ha recurrido la humanidad. Y las placas de ocre de Tamanduá guardaban una sorpresa que delataba algo sobre quienes las usaron.

“Tienen marcas que nos hablan de incisiones para la extracción de polvo para hacer pinturas”, cuenta Rafael. Se pintarían el cuerpo, o las manos, o algo”, señala. ¿Ese algo incluiría paredes, estando entonces ante uno de los primeros Torres García de Cerro Largo?

“No encontramos sitios con arte rupestre en la zona”, nos baja de un hondazo Rafael. Pero eso no habla de las inclinaciones artísticas de esta gente que anduvo por el alero hace casi 6.000 años. “Sucede que las paredes son muy húmedas, están llenas de líquenes, y tampoco quisimos alterar el lugar”, explica.

Sin embargo, en esa búsqueda de posible arte rupestre, en el alero Tamanduá se dio una escena digna de la serie CSI Arqueología. “Realizamos varias pasadas con linternas de luz ultravioleta pero no pudimos encontrar pictografías ni nada”, dice encogiéndose de hombros.

Sin embargo, en vez de mirar el medio vaso vacío, quedémonos con el lleno. “Si bien no hay arte rupestre, estas plaquetas de ocre con incisiones que delatan su uso nos permiten sugerir que estos aleros podrían ser lugares donde se realizaba algún tipo de ritual”, abre la puerta Rafael. Y por arte de magia –o, mejor dicho, del funcionamiento de nuestras neuronas y el uso del lenguaje– alcanza que diga esa frase para que la imagen de una fogata encendida y un grupo de varias familias danzando y contando anécdotas a su alrededor bajo el protector techo de Tamanduá se nos haga presente.

Piedra plaqueta de ocre para extraer pinturas de 5900 años de antiguedad.

Piedra plaqueta de ocre para extraer pinturas de 5900 años de antiguedad.

Foto: Alessandro Maradei

Quemándose el coco

“Luego, tenemos una ocupación de unos 3.000 años antes del presente donde empieza a aparecer una gran cantidad de coquitos de palmera quemados, tanto de butiá como de pindó”, retoma la cronología Rafael.

Como ya vimos, el carbón de vegetales quemados permite la datación (en concreto esta arroja una antigüedad calibrada de 2.931 años antes del presente), pero ¿por qué quemar coquitos?

“Las palmeras tienen infinidad de usos. Las hojas se utilizaban para hacer chozas, el coquito se podía comer o usarlo para elaborar bebidas fermentadas, pero también, cuando se lo deja secar, queda todo un filamento que es ideal para empezar el fuego”, relata Rafael. ¿Serían estos coquitos ayudas para encender fuego para parrilleros no muy expertos? ¿Serían los coquitos que sobraron de un atracón y que terminaron en el fuego? No lo sabemos con certeza. “Lo que sí sabemos es que los coquitos aparecen quemados, en mucha cantidad y recurrentemente a partir de esta ocupación”.

“Otra cosa interesante es que el monte de quebrada con palmeras empieza a colonizar esta zona hace 3.000 años”, agrega. “Aquí, que hay una ocupación recurrente, no tenemos coquitos quemados para el nivel de 6.000 años ni para el de 11.500, ya que en ese momento seguramente no había palmeras. “Obviamente que tenemos que hacer análisis de polen y fitolitos para tener una idea de la evolución ambiental, pero el dato en sí de la presencia de coquitos quemados está marcando que hace 3.000 años las palmeras ya estaban presentes en este lugar”, contextualiza.

“Después tenemos otra ocupación de hace unos 1.000 años antes del presente, o sea cerca de 500 años antes de que llegaran los conquistadores, donde aparecen también coquitos quemados”, cuenta.

Guaraníes en sitios extraños

A las dos ocupaciones delatadas por los coquitos quemados les sigue otra cuya datación se obtuvo no a partir de rastros dejados por una actividad humana, sino por un artefacto fabricado por las propias manos de aquellos usuarios del alero.

“Después tenemos otra ocupación, cercana al año 1250 de nuestra era, revelada por un fragmento de cerámica corrugada guaraní”, dice con entusiasmo Rafael. Uno piensa que por ser guaraní, un pueblo extendido por vastas regiones y del que se conoce bastante, el dato no es muy guau. Pero se equivocaría: es un dato sin precedentes. Esta cerámica es muy interesante, porque es una cerámica muy específica. “Cabe señalar que no se ha reportado cerámica guaraní previamente en contextos de cuevas o aleros rocosos”, sostienen en el artículo. “No hay registro ni en Brasil, que es donde aparecen más estas cerámicas corrugadas, ni en el delta del Paraná, ni en ningún otro lado donde haya aparecido esta cerámica guaraní”, nos maravilla Rafael. Pero además tienen otro dato.

“La cerámica se hacía con una arcilla muy maleable a la que le ponían elementos que denominamos antiplásticos, como arena, pedacitos de concha u otros materiales, que se utilizan para que cuando se cocine no se fracture. Al estudiar esta cerámica guaraní encontrada en la superficie del alero, dentro encontramos restos de ocre usados como antiplástico. Y ese ocre de la cerámica es de canteras de ocre que identificamos en la zona. Entonces, sabemos que esa cerámica se hizo ahí, en este lugar”, señala.

Queda descartado entonces que la cerámica fuera una importación o producto de un intercambio. Esa cerámica fue hecha en la zona. Made in Tamanduá, Cerro Largo. Y para ello tiene distintas hipótesis. “La presencia de cerámica guaraní puede indicar una ocupación por parte de este grupo cultural o su influencia en la zona a través de diferentes tipos de redes de contacto o intercambio con otros grupos”, señala Rafael.

Tiempo de guenoas y minuanes

“Después tenemos otra ocupación más reciente, la última que encontramos, que es aproximadamente del año 1600 de nuestra era, después de que ya habían pasado varios conquistadores por acá, como Solís, Gaboto, Ortiz de Zárate”, apunta Rafael. Para esta ocupación, ya en tiempos históricos, el trabajo señala que, “según algunos datos etnográficos, la región donde se encuentra el alero Tamanduá fue ocupada por indígenas guenoa-minuanes a finales del siglo XVII”.

“La lección que nos da este alero es que la diversidad cultural que tenemos allí es muy importante. Distintos grupos humanos utilizaron este lugar de forma recurrente en distintos momentos. No es el mismo grupo que sigue ocupando el alero, sino que diferentes grupos humanos ocuparon ese lugar a lo largo de más de 11.000 años”, resume Rafael. Pero el trabajo aún tiene más para aportar a nuestro conocimiento del pasado de este territorio.

Topándose con cerritos inesperados

Como vimos, en las inmediaciones del alero Tamanduá dieron con varios montículos de tierra construidos por humanos que aquí denominamos cerritos de indios. ¿Cómo es que dieron con estos cerritos? ¿Se los encontraron de casualidad o los estabas buscando? Un poco las dos cosas.

“Nosotros estábamos explorando el alero Tamanduá. Allí encontramos cerámica lisa, que es típica de los constructores de cerritos. Así que empezamos a decirnos que sería bueno poder encontrar algunos cerritos que estuvieran en la zona. Pero siempre pensamos buscarlos en las zonas bajas e inundables”, dice Rafael, ya que en lugares como Rocha, el departamento por antonomasia de los cerritos de indios, estos justamente fueron construidos en bañados y zonas inundables.

“Las zonas inundables más cercanas al alero Tamanduá estaban a 30 o 40 kilómetros. No sonaba descabellado, porque esta gente se trasladaba mucho, así que empezamos a recorrer la zona, pero no dábamos con cerritos”, cuenta Rafael.

“Un día salimos para el otro lado del alero y no lo podíamos creer. En pocos minutos empezamos a ver decenas de cerritos. ¡Estaban ahí al lado, pegado prácticamente al alero! El asunto es que, como el terreno es muy quebrado, el acceso al alero es muy restringido, accedíamos por un único lugar, así que salíamos siempre hacia el mismo lado. Cuando salimos por otro lado, empezamos a encontrarlos”, relata.

“En estos cerritos hay escaso material arqueológico, no hay enterramientos humanos ni nada de eso. Son estructuras bien pequeñas, de un metro o 60 centímetros de altura, pero de entre diez y 20 metros de diámetro, y algunos de 50 metros o más”, detalla.

Los cerritos de indios que encontraron son otro punto alto de la investigación que están llevando adelante. Porque estos cerritos son... particulares.

¿Nuevos viejos cerritos de indios?

Julia Melián, coautora del artículo, está realizando su tesis de maestría con estos cerritos asociados a aleros. Y tendrá material suficiente para contar cosas nuevas. “Es una nueva línea de investigación en la que estamos sugiriendo que estas estructuras no son ni lugares de enterramientos ni lugares de habitación, sino que nuestra hipótesis, a confirmar, es que estos cerritos serían plataformas de cultivo”, apunta Rafael.

“Tenemos algunos indicios. Por ejemplo, están ubicados en una zona alta de la sierra, sobre roca y sobre manantiales donde el agua mana por la arenisca. Esos grupos tuvieron la capacidad de planificar dónde ubicar los cerritos y aprovechar eso, serían los primeros ingenieros hidráulicos de nuestro país, por decirlo de alguna manera”, prosigue entusiasmado por la perspectiva. “Eso es algo que pudimos corroborar en la última seca que hubo hace dos años. Al excavar algunos de esos cerritos, en plena seca, todavía estaban húmedos. El agua fluye por debajo y los mantiene totalmente húmedos. Ahora tenemos que confirmar o descartar esa hipótesis con estudios de fitolitos para ver si hay presencia de plantas que podrían haber sido cultivadas”, adelanta.

Lo que ven en estos cerritos no quiere decir que estén proponiendo que todos los cerritos de indios conocidos tuvieran esa función. “No, proponemos eso para los de este lugar de Cerro Largo. Lo que nos indica este sitio, siempre como una hipótesis que vamos a seguir investigando, es que en esta zona la actividad que se daba era muy específica y podría estar ligada a cultivos”, confiesa.

“Allí georreferenciamos un conjunto de cerritos que es uno de los más grandes de Uruguay. Son más de 130 cerritos, construidos sobre la roca. Siempre se dijo que los cerritos estaban asociados a las zonas bajas, a las zonas de bañados inundables. Estos están a alturas de 200 metros o más sobre el nivel del mar y no en zonas bajas. Sin duda son otro fenómeno arqueológico, son totalmente distintos a los cerritos de Rocha y Tacuarembó. Y ese es otro panorama que se está abriendo y que seguro, cuando se avance más, podrá contarles mejor Julia”, promete Rafael y le tomamos la palabra.

“Esto que publicamos es un pequeño avance de lo que estamos viendo. Más allá de nuestras hipótesis, lo que esto nos está mostrando es la gran diversidad que hay dentro del fenómeno de los constructores de cerritos. En cada lugar, en cada región, puede haber distintas funciones. Nos imaginamos eso”, redondea.

¿El registro humano más antiguo para Cerro Largo?

Rafael se especializa en estudiar el poblamiento temprano de este territorio. Aquí encontró evidencia de una fogata iniciada hace 11.600 años. Por lo que he visto, ¿podríamos estar ante el registro de presencia humana más antiguo de Cerro Largo?

“Para Cerro Largo, sin duda, pero además es una de las presencias humanas más antiguas para el este de Uruguay. Ni Rocha ni Treinta y Tres ni Lavalleja tienen una edad de presencia humana tan antigua como esta”, dice Rafael sin pestañear. El único sitio que podría llevarnos más atrás en el tiempo, Urupez, en Maldonado, está ubicado en el sur del país.

“Por otro lado, Cerro Largo estuvo totalmente descuidado desde el punto de vista arqueológico, como también Rivera o Treinta y Tres, donde prácticamente no se han hecho trabajos de arqueología prehistórica”, contextualiza.

Lo que dice es evidente si pensamos en que en este trabajo reportan que identificaron “un total de 173 cerritos a distancias de entre 120 y 1.102 metros del alero rocoso Tamanduá”. “Claro, había referencias de que había cerritos y se los ponía en la zona, pero nadie los había registrado, nadie ni siquiera los había fotografiado, ni habían visto la magnitud del fenómeno cerrito ahí”, dice. Si 173 cerritos pasaron sin ser investigados, cuántas otras sorpresas nos depararán otras zonas del país cuando se comience a investigar sistemáticamente.

“Tamanduá es interesante porque un solo lugar está mostrando la gran diversidad de ocupaciones que hubo durante estos 11.000 años. Tenemos por lo menos cinco grupos culturales diferentes allí. Cada uno con su propia tecnología, con su propia forma de ocupar y modificar el espacio, y en el caso de los cerritos estamos hablando de una domesticación del paisaje, porque la construcción de estas estructuras sobre la piedra implica la apropiación del paisaje, una transformación para su propio beneficio”, enfatiza Rafael.

“Me gusta decir que todo Uruguay es un gran sitio arqueológico. Y este trabajo es una prueba de eso. Cuando se abre un nuevo frente, cuando se abre un nuevo lugar, un nuevo paisaje cultural, una nueva zona de investigación, lo que vemos es que aparecen aspectos diferentes que no se habían visto previamente. Eso es lo fascinante que tiene la arqueología, el descubrimiento y el tratar de avanzar en la investigación de cosas nuevas”, redondea Rafael.

Y la verdad es que sí. El trabajo que está realizando junto con Julia, Flavia, Jenny, Ismael y Federico Rey, más los que seguro se sumarán en el futuro cercano, cuenta cosas nuevas a partir de otras, a veces, extremadamente viejas. Y tal relato, una y otra vez, nos vuelve a arrancar aplausos de admiración.

Artículo: New sites and challenges in prehistoric archaeology of Uruguay: recurrent occupations in caves, rockshelters and earthen mounds
Publicación: Antiquity (agosto de 2024)
Autores: Rafael Suárez, Julia Melián, Flavia Barceló, Jenny Volarich, Ismael Lugo y Federico Rey.

Las puntas y los cerritos

Como vimos, Rafael estudia el poblamiento antiguo, y dentro de ello lo que le apasionan son las puntas de proyectiles. ¿Encontrar una punta de proyectil fue lo que le faltó en Tamanduá? “Sí, sí”, reconoce.

Con eso hubiera sabido qué tecnología usaban los distintos pobladores, podría incluso usarlas para datar. “Pero bueno, la arqueología nos dio otra cosa distinta a una punta de proyectil, que es también extraordinaria”, dice Rafael, que agrega que todo esto también tiene una vuelta personal.

“Cuando era estudiante, en la década del 90, toda mi formación fue con los cerritos. Mis profesores trabajaban en los cerritos en Rocha y yo me formé con eso. Cuando me recibí me dije que nunca más iba a trabajar en cerritos y comencé a investigar el poblamiento temprano. Pero ahora, a unos 15 años de terminar mi vida académica, la arqueología me puso de vuelta los cerritos en el camino”, dice riendo.

Aun así, si bien no encontró proyectiles, encontraron sí lascas y artefactos. “La mayor cantidad de lascas y artefactos líticos que encontramos son de cuarzo. Pero encontramos algunas lasquitas de silcreta. Eso nos está marcando que la silcreta, como vimos en otros trabajos, tiene para los grupos prehistóricos gran importancia, ya que estos grupos la obtenían de afloramientos que están a cerca de 300 kilómetros de estos aleros”, reflexiona.

“Entonces, si bien no encontramos puntas de proyectil, encontramos sí estos materiales de desecho de talla que son importantes. Cuando uno abre una excavación arqueológica, no sabe la sorpresa que va a tener. En este caso, las sorpresas superaron nuestras expectativas”, redondea satisfecho con lo que la tierra le viene dando.

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