Es un clásico escuchar que los docentes también aprenden al dar clases. El Nobel de Química 2025 lleva esa observación aún más allá: la nueva estructura molecular, los armazones metal-orgánicos, o MOFs (por su sigla en inglés), que le valieron el galardón al japonés Susumu Kitagawa, al inglés Richard Robson y al jordano Omar Yaghi, surgieron tras un momento de inspiración cuando Robson preparaba modelos de madera de átomos para que luego los estudiantes construyeran moléculas en clase, en 1974.

Desde aquel arranque de inspiración de Robson en los 70 hasta que se acuñara el propio término de armazones metal-orgánicos, en un artículo publicado por Yaghi y sus colegas Guangming Li y Hailian Li en la revista Nature en 1995, mucha agua pasó debajo del puente, porque, como es sabido, la ciencia lleva mucho tiempo. Y claro que en todo ese tiempo no sólo trabajaron las neuronas de los tres galardonados, sino de mucha gente que trabajó en incontables proyectos porque, como también es sabido, la ciencia no es cosa de unas pocas personas brillantes, sino de grandes equipos de gente laburante. El Nobel borra esta noción del trabajo en equipo y premia a científicos como si fueran estrellas individuales de un firmamento de belleza necesariamente compartida, pero ese es otro tema. Ahora vayamos a estas estructuras porosas, cómo surgieron y los usos que han permitido.

Buscando moléculas en tres dimensiones y un momento eureka

Sintentizar o ensamblar moléculas en una dimensión, con estructuras lineales como las de los polímeros, ha sido algo que la química ha dominado desde hace tiempo. Sin embargo, la creación de moléculas en dos o tres dimensiones se mostraba un poco más difícil de alcanzar. Los primeros y prometedores pasos fueron dados por quienes, a principios del siglo XX, buscaban formar cristales recurriendo al uso de metales que permitían predecir un poco mejor la estructura a lograrse. Hacemos un corte temporal y saltamos a 1974, cuando Richard Robson preparaba los átomos de madera para que sus estudiantes ensamblaran moléculas.

Según se relata en un comunicado elaborado por el comité de los Nobel, al hacer los orificios en las esferas de madera (los átomos del modelo) en los lugares indicados (no pueden hacerse en cualquiera lado ya que eso no permitiría montar las moléculas por los estudiantes), Robson tuvo un momento eureka: dónde van los enlaces es importante (eso era sabido), por lo que pensó que al montar moléculas o estructuras tridimensionales allí también estaría la clave. Robson rumió la idea durante tiempo, hasta que una década después se puso en camino de concretarla tomando como ejemplo la estructura de los diamantes, que forman estructuras piramidales con cuatro átomos de carbono, pero colocando iones de cobre en cada extremo. En 1989 reportó en un artículo titulado algo así como “Estructuras poliméricas infinitas que consisten en segmentos en forma de varilla unidos tridimensionalmente” que había logrado ensamblar tal cristal tridimensional, pero que, a diferencia del compacto cristal del diamante, el suyo presentaba gran número de cavidades y señaló que estas estructuras presentaban “propiedades sin precedentes posiblemente útiles”. Entusiasmado, siguió creando estructuras que combinaban nodos metálicos con uniones orgánicas y mostró que distintas sustancias podrían entrar y salir de sus cavidades. Aun así, sus cristales no eran demasiado estables. La posta entonces la toman, por separado, Susumu Kitagawa y Omar Yaghi.

Yendo más allá

Kitagawa se interesó en la creación de estas estructuras porosas aun cuando no estuviera muy claro para qué podrían servir en un futuro inmediato, y comunicó la creación de una nueva estructura en 1992 usando iones de cobre. En 1997, junto con colegas, obtuvo un cristal (en base a iones de cobalto, níquel o cobre) con canales que cuando era secado no sólo mantenía su estructura, sino que podría absorber o liberar gases como el metano, el hidrógeno o el oxígeno sin que su forma se alterara. Y luego avanzó hacia la creación de estas estructuras, que en el correr de sus avances fueron apodadas MOFs, que además eran flexibles, lo que les daba ventaja sobre las zeolitas porosas que los químicos usaban para absorber gases.

Por su parte, en 1992, el jordano Omar Yaghi, ya líder de su propio laboratorio en la Universidad Estatal de Arizona, Estados Unidos, avanzaba en la creación de materiales usando iones de metales con moléculas orgánicas. Creó varias que eran resistentes y se mantenían aun a temperaturas por encima de los 300 °C y que, como las otras, podrían albergar a otros gases o líquidos en sus cavidades. En 1995 las bautizó como armazones metal-orgánicos en un artículo titulado algo así como “Unión selectiva y eliminación de huéspedes en una estructura metal-orgánica microporosa”. Y en 1999 reportó la creación de su MOF-5, cuyas cavidades cúbicas presentaban gran volumen de almacenado. De hecho, se pone el ejemplo de que las cavidades de unos pocos gramos de MOF-5 tienen un área similar a la de una cancha de fútbol americano.

Yaghi logró cosas asombrosas, como diseñar mediante el diseño racional –que emplea inteligencia artificial para obtener propiedades deseadas en el nuevo cristal– un MOF que en la noche de los desiertos capturaba el agua del aire y que, al subir la temperatura durante el día, podía liberarla. Sus MOFs se utilizaron en el desierto de Arizona y con ellos “cosecharon” agua del aire, algo que se ha hecho ya infinitas veces y de diversas formas, pero no con estructuras químicas diseñadas para ello.

Muchos posibles usos

El material de prensa destaca un sinfín de usos benéficos de los MOFs, desde contener gases tóxicos en procesos productivos, capturar dióxido de carbono para eliminar gases de efecto invernadero de algunas industrias, remover los “químicos eternos” que contaminan las aguas, hasta para nuevas y eficientes formas de hacer que determinados fármacos se liberen allí donde se necesitan en nuestros cuerpos. Eso sí, también puede haber usos no tan bonitos. Pero, como se ha dicho en múltiples ocasiones, el posible empleo de un conocimiento para fines poco éticos, o injustos, o no pacíficos, no debería ser un impedimento para el aplauso que estos tres investigadores y sus decenas de colaboradores en la construcción de los MOFs se merecen.

Otro año de premios Nobel a la ciencia que repiten sus clásicos sesgos

Si sumamos el nobel de Medicina y Fisiología, dado a Mary Brunkow, Fred Ramsdell y Shimon Sakaguchi por sus trabajos sobre las células T reguladoras y su relación con las enfermedades autoinmunes, el de Física, dado a John Clarke, Michel Devoret y John Martinis por lograr la tunelización macroscópica de la mecánica cuántica en superconductores, a estos tres galardonados en Química, tenemos que, de un total de nueve científicos y científicas premiados, ocho son hombres y una sola es una mujer. Si la entrega de 2024 ya había sido llamativa con una relación 5 a 2, la de este 20205, con su desbalanceado 8 a 1, es una bofetada.

En cuanto a los lugares donde se produce la ciencia, de los nueve galardonados, seis se encontraban afiliados al momento de recibir el premio en universidades de Estados Unidos, dos en universidades de Japón y el restante en una de Australia.

Nada de esto hace menos fabulosos, interesantes o aplaudibles las investigaciones de los laureados este año. Es sólo que cada vez los Nobel muestran más su faceta menos grata; en un mundo como el de la ciencia, que celebra lo nuevo, atarse a los viejos esquemas y repetirse a sí mismo parece ser la moneda corriente de esta premiación.