En línea con la publicación de Sebastián González, me gustaría aclarar que escribo como ciudadana, como una médica que, si bien se dedica al estudio de la salud pública y los sistemas de información en salud, no busca con estas palabras realizar un ensayo técnico ni rebuscado de la situación sanitaria actual. Asimismo, hago mías las palabras de Sebastián, destacando la importancia de la declaración de los conflictos de interés en salud para que el lector pueda juzgar el texto, y aclaro que no tengo vínculos con ninguna organización privada, ni estoy vinculada a la industria biotecnológica ni farmacéutica, ni tampoco tengo cargos políticos.

La pandemia y la salud pública

Para disminuir el temor a la palabra “pandemia”, la Organización Mundial de la Salud (OMS) desde 2010 define pandemia como “la propagación mundial de una nueva enfermedad”, lo que hace referencia a su distribución y no habla de su letalidad o gravedad. Desde tiempos inmemoriales se estudia la salud de las poblaciones, cómo se comportan las epidemias, así como las condiciones en las que viven y enferman las personas. Si bien la salud pública es una disciplina que tiene por objeto la salud, esta no es su preocupación exclusiva, ya que necesita vincularse con otras áreas del saber y aspectos sociales que hacen al contexto de cómo viven y enferman las personas, como la economía, el trabajo, la vivienda, el agua potable, la circulación de personas, las libertades y restricciones a la circulación de productos, entre otros. Ya cientos de años atrás surge la necesidad de conocer el comportamiento de las enfermedades en las poblaciones y el uso de información para el análisis de este comportamiento, tanto del agente infeccioso como de las condiciones de vida de las personas que las padecen.

Cabe plantearse, entonces, ¿cuál es el rol de la información ante situaciones de pandemias o epidemias?

En términos generales, la información se podría dividir en dos grandes grupos: por un lado, la información estrictamente sanitaria, para el análisis del comportamiento de la distribución y frecuencia de una enfermedad, el monitoreo y control de casos, lo que se conoce en el área como “vigilancia epidemiológica” o “vigilancia en salud pública”. Por otro lado, está la información de medios oficiales que recibimos los ciudadanos para comprender el fenómeno, cómo este se comporta en el país en que vivimos, cómo nos afecta a las personas residentes del país, los servicios de salud con los que contamos, así como las medidas de mitigación que cada uno puede adoptar para hacer que el tránsito del virus por nuestra sociedad sea lo más controlado posible.

¿Qué tiene de especial la Covid-19 en clave informativa?

Muchos aspectos al día de hoy son desconocidos, y debemos aceptarlo con calma y hacer un uso racional de la incertidumbre. Sin embargo, cierto es que, desde el punto de vista epidemiológico, sabemos que es altamente contagioso, pero con una tasa de letalidad inferior a la que poseen otros virus respiratorios, al menos en los resultados preliminares que brinda la OMS hasta ahora.1 Esto no significa subestimar la enfermedad, ni el impacto que esta puede tener sobre los servicios de salud, ni –tal vez lo más importante– cuál es la percepción que tiene la sociedad uruguaya del problema.

A modo de contexto, Uruguay cuenta con circulación constante y sostenida de virus respiratorios endémicos todos los inviernos, por ejemplo, el de la influenza. En los inviernos –algunos son más difíciles que otros– se genera un aumento de la demanda de los servicios de salud, aspecto que tanto el personal de salud como la población tiene presente. Esta realidad no es particular de Uruguay, ya que sucede en otras partes del mundo, lo que ayudaría a romper el primer mito: Uruguay no está preparado para la pandemia de Covid-19.

Me gustaría llamarlo, si me lo permiten, “mito”, es decir, según la definición de la Real Academia Española, “persona o cosa a la que se atribuyen cualidades o excelencias que no tiene”. Con mayores o menores atribuciones de valor, los servicios de salud en Uruguay, la capacidad instalada de infraestructura sanitaria, sus profesionales y la academia, no tienen nada que envidiar a ningún país europeo. Contamos con alta disponibilidad de servicios, un sistema de salud robusto, que superó las rudimentarias fragmentaciones, y la encantadora particularidad de que los profesionales médicos y no médicos son los mismos en el ámbito público que en el privado.

Para que la población haga frente al problema es necesaria información de calidad, transparente y clara, para que los ciudadanos no subestimen el problema y compartan datos oficiales basados en evidencia.

Pero, ¿qué fue lo que le pasó en Italia y en España? Sin hacer un análisis técnico, sabemos aproximadamente que la capacidad instalada de estos dos sistemas de salud, por sus características, es de buena calidad y la red es amplia, lo que nos invita a pensar que la falla se encuentra en otro lado. La controversia se plantea a la hora de evaluar por qué los servicios se saturan y colapsan los sistemas de salud, y todo apunta a pensar que esto se encuentra más relacionado a la organización de los servicios y el sistema en su conjunto, con una fuerte asociación de desconocimiento de la población de cómo manejarse en situaciones de epidemia.

Es así que para que la población haga frente al problema es necesaria información de calidad, transparente y clara, para que los ciudadanos no subestimen el problema, compartan datos oficiales basados en evidencia, evitando que saquen conclusiones apresuradas y se vuelquen de forma masiva a los servicios de salud con la falsa creencia de que su vida puede llegar a estar en peligro, o que no les ha sido contada toda la verdad. Cuando esto ocurre –lo hemos visto alrededor del mundo–, la cadena de sucesos se vuelve imparable, ya que no es modificable que el virus se contagie fácilmente. Esto genera que las personas concurran a los servicios, se contacten con otras, continúen con su vida cotidiana, porque por múltiples factores, por alarma o por minimizar la situación, no se llevan adelante las medidas que controlan la expansión del brote. Como consecuencia, somos, sin quererlo, uno más de los eslabones de la cadena epidemiológica, propagando un virus en lugar de bloquearlo, reduciendo la oportunidad de que circule de forma constante y controlada, lo que se conoce en las redes como “achatemos la curva”, que no es otra cosa que evitar un pico de casos confirmados que supere la capacidad instalada de los servicios de salud. Esto sólo es posible mitigarlo con las medidas de control personal y social que se están utilizando en todo el mundo.

Es así que como sociedad llevamos parte de la responsabilidad, si bien no de forma exclusiva, de controlar la propagación del virus, de no saturar los servicios de salud y de hacer un profundo llamado a la solidaridad, no sólo respecto de los servicios de salud disponibles, sino también respecto de los bienes de consumo de los supermercados. En el caso del alcohol y los tapabocas, si bien se aclaró que el personal de salud y las personas que se encuentran enfermas los necesitan, esto no logró controlar el profundo temor de la condición individual en detrimento del bienestar colectivo.

Podemos aun problematizar esto un paso más y decir que la responsabilidad no es exclusiva de los ciudadanos, ya que la población promedio no es viróloga, salubrista ni personal de salud, y por lo tanto no conoce los mecanismos de transmisión viral, así como no es la que debería diseñar los planes de contingencia para el control de enfermedades, por lo que gran parte de la responsabilidad se centra sobre la autoridad sanitaria, los expertos en el área y la responsabilidad ética de los medios de comunicación en dar difusión a los planes que diseñan, sin agregar o quitar nada.

¿Cuál es la parte que nos toca?

La semana pasada, hablando con un profesor de la facultad acerca de la prevención y control de los factores de riesgo, nos decía algo así: “A veces, controlando sólo dos factores controlo 80% del problema”. Pienso que esto es aplicable a nuestra situación actual.

A priori tenemos un número finito de cosas que podemos hacer, que tal vez controlen 80% del problema. Podemos informarnos exclusivamente de fuentes oficiales, a saber, el Ministerio de Salud Pública y la Organización Mundial de la Salud o la Organización Panamericana de la Salud para lecturas en español. Podemos evitar la difusión, reproducción y circulación de información cuya procedencia no conocemos su por redes sociales y Whatsapp, con el fin de evitar transmitirles a otros la aterradora sensación de que el mundo está próximo a su fin. Podemos evitar compartir información de medidas que “previenen” o “curan” infecciones sin evidencia científica comprobada. Esto lleva a que las personas se basen en creencias falsas en lugar de centrarse sobre los aspectos prácticos que sí conocemos para controlar o mitigar una epidemia. Recordar que los ancianos y aquellas personas con comorbilidades son más vulnerables y que están igual o más preocupados, aunque no lo estén diciendo en Twitter; son tal vez la población que ve por los medios de comunicación masivos que las personas de su edad o su condición corren mayor riesgo, y es deseable acompañar al menos a la distancia, brindarles tranquilidad e información para cuidarse.

Un aspecto peligroso a evitar es, tal vez, caer en falsas dicotomías: todos sabemos o deberíamos saber que el hambre y la pobreza causan muchas más muertes y problemas de salud de forma injusta que la Covid-19, lo que no quita que debemos de tener la profunda responsabilidad de controlar la situación actual poniendo un poco de cada uno y no subestimar el problema sanitario que el virus genera.

Podemos compartir y fomentar las medidas conocidas y más simples, que generan un alto impacto, como el viejo lavado de manos con agua y jabón de alta calidad, no compartir artículos personales, no acercarse a personas que tienen síntomas, mantenernos alejados de las grandes concentraciones de gente, mantener los ambientes ventilados, taparse con el antebrazo o un pañuelo descartable al toser o estornudar. Es fundamental no concurrir a los servicios de salud de forma innecesaria; primero solicitar asesoramiento telefónico para evacuar las dudas en caso de tener síntomas como tos seca, fiebre y dificultad respiratoria. No olvidemos que el aumento de la demanda nos aleja cada vez un poquito más de “achatar la curva” y por lo tanto de transitar este proceso de buena manera. Esto hace caer el segundo mito: los uruguayos no están preparados para esta epidemia.

Por último, pero no menos importante, está el rol de los medios de comunicación en este proceso, la responsabilidad ética indelegable de la comunicación veraz, clara, no alarmista, de buena calidad, y tomar conciencia del rol fundamental que tienen en este momento para la sociedad uruguaya. Sin detrimento de lo anterior, las personas públicas, políticos y famosos también están sujetos en este momento a la responsabilidad ética de colaborar en la mitigación de la epidemia, en compartir información de buena calidad, ya que su rol les exige en este momento duplicar su responsabilidad a la hora de comunicar y compartir información.

Con la información adecuada, los ciudadanos podemos tomar decisiones informadas y ajustadas para este momento. Evitemos multiplicar información falsa, el sistema de salud y los profesionales de la salud están preparados para esta situación si todos actuamos de forma solidaria, responsable y racional. No olviden que Uruguay y sus indicadores sanitarios son reconocidos en el mundo entero, y ante esta situación no seremos menos. Con un poquito de cada uno podemos hacer mucho, y “achatar la curva” quedándonos en casa.

Regina Guzmán es médica, magíster en Bioética.


  1. Ver, por ejemplo, el Reporte 54, COVID-19 (14/03/2020), de la OMS.