En estas últimas semanas, caracterizadas por la histeria colectiva, buena parte de la población tuvo la posibilidad de vivenciar lo que tantas películas hollywoodenses y series de Netflix cargadas de historias apocalípticas han logrado naturalizar en el imaginario colectivo.

En ese escenario crítico el concepto nacionalista renace, reaparecen las banderas de Uruguay y las analogías futboleras emergen como si se tratara de un partido de la celeste contra un “enemigo invisible”. Es así que la metáfora popular de “todos en el mismo barco” cobra fuerza, siendo incluso proyectada desde el gobierno por el mismo secretario de Presidencia. Parece un recurso discursivo poco feliz en tiempos en que los cruceros pasaron a ser hospitales ambulantes que ningún puerto quiere recibir, pero, pasando por alto este detalle, entendemos necesario enumerar algunas precisiones referidas al estado del supuesto barco y su tripulación.

Los radares rotos o el vigía dormido

Vale la pena contextualizar en qué punto nos encontramos, en qué contexto político nos pega esta “pandemia mundial”, quiénes la sufren, quiénes menos y quiénes se benefician de ella.

El virus se expandió por el mundo y llegaron los primeros casos al continente al tiempo que en Uruguay nos encontrábamos en medio de una transición de mandos a medias, que dio fin a 15 años de sucesivos gobiernos frenteamplistas y comenzó una nueva etapa con un gobierno multicolor de claras intenciones político-económicas, pero con pocos candidatos para ocupar cargos de direcciones en ministerios y entes.

Ha trascendido que desde diciembre, allegados al gobierno actual advirtieron sobre la inminente situación en la región y se propusieron comenzar a trazar políticas de prevención sanitaria al respecto. Pero claro, todavía parecía algo lejano y la mira estaba puesta en otros asuntos. Mientras el gobierno saliente hacía énfasis en la falta de compromiso de los nuevos mandatarios a la hora de realizar la transición, tampoco salió a advertir públicamente el problema que se avecinaba más allá de básicas recomendaciones al gobierno entrante (o no se lo esperaba, o siguió fiel a su premisa de ocultar información para no generar alarma). Lo cierto es que cuando los primeros casos de covid-19 llegaron al país, poco y nada del andamiaje necesario para enfrentar la situación estaba aceitado.

Distinto timonel pero mismas cartas de navegación

¿Cómo y dónde estábamos el 13 de marzo, día en que se detectó el primer caso de coronavirus? Si bien el período progresista implicó mejoras en el plano económico, generando varios años de crecimiento apostando al sector agroexportador y a grandes inversiones extranjeras para mantener la tendencia, las pequeñas y micro empresas, así como sus trabajadores, vivían del desborde de estos grandes capitales. Este desborde llegó en cuentagotas a los sectores más desfavorecidos, sin generar modificaciones estructurales que les permitieran asentarse en bases sólidas que no se desplomaran ante “el primer estornudo” o la primera vuelta de timón.

El crecimiento fue acompañado de un aumento del salario real y del consumo ampliamente fomentado (para muestra están los flamantes shoppings que se construyeron o ampliaron en los últimos años), la inclusión financiera aceleró aun más el proceso consumista y los cero kilómetro totalmente financiados renovaron la plaza automotriz. Este crecimiento en la capacidad de consumo no se vio reflejado en la posibilidad de acceso a la vivienda para una buena parte de la población. En este sentido, a pesar de que se lograron avances en materia de vivienda popular (como nuevos préstamos para cooperativas y la construcción de viviendas para realojos), proliferan los especuladores (amparados incluso en la nueva ley de vivienda de interés social) y muchas casas en manos de pocos empresarios hacen que se infle el precio de las ventas y también de los alquileres. Señalamos esto porque entendemos que estos costos fijos que afectan a buena parte de la población deberían ser tenidos en cuenta por las autoridades para contemplar las dificultades de pago por parte de los arrendatarios y deudores ante la actual emergencia.

El Ministerio de Desarrollo Social y sus políticas asistenciales, que fueron foco de críticas de la derecha desde la oposición, son hoy herramientas de las que el gobierno se vale para enfrentar la actual crisis sanitaria y social. En relación con el sistema sanitario, si bien hubo mejoras innegables en la salud pública, el sostenimiento de un sistema basado en prestadores privados promovió en los hechos una concepción mercantil de la salud, que hoy se puede evidenciar en la cantidad de test realizados por quienes podían pagarlos y en la negativa de varias mutualistas a realizarlos a pacientes que presentaban síntomas característicos de la enfermedad debido a su elevado costo, mientras estas instituciones seguían recibiendo los fondos del Estado. En este sentido, la enorme proporción de positivos que tienen barrios como Carrasco y Pocitos no parece tener correlato con la realidad.

Con el agua al cuello y un vaso para desagotar

En los recintos más bajos de este barco se encuentran los tripulantes informales y desocupados, que la reman día a día con el agua al cuello. La ayuda anunciada desde el gobierno a estos sectores más rezagados en forma de alimentos y de una partida única de 1.200 pesos resulta irrisoria ante la magnitud de las pérdidas, y sería insuficiente para satisfacer las necesidades más básicas de no ser por la solidaridad organizada desde los territorios.

La situación es también crítica e incierta para los trabajadores por cuenta propia y los empleados enviados al seguro de paro. Estos últimos pasan a estar subsidiados por el Estado, y esto no significa, en la mayoría de los casos, esfuerzo alguno de los empresarios, contrario a lo que aseveró la flamante ministra de Economía. Cabría preguntarse además cuántos de estos trabajadores continúan cobrando la totalidad de sus contratos.

Para estos sectores, que sufren una reducción enorme de sus ingresos, una suba de las tarifas de alrededor de 10% parece una medida totalmente carente de empatía, que además va a contrapelo de lo que están haciendo la mayoría de los gobiernos de la región, independientemente del tinte partidario que tengan. Encima, para entender la magnitud de la baja del salario real debemos dar cuenta de que la inflación se incrementó rápidamente debido a políticas monetarias que favorecieron la abrupta suba del dólar.

Los botes salvavidas son para unos pocos

Es engañoso sostener que esta situación económica afecta a todos por igual. El sector agroexportador vio acrecentar 20% sus ganancias con el alza del dólar. Esta diferencia en el valor de la moneda significó una transferencia de 56 millones de dólares en marzo a bolsillos de terratenientes, rentistas y agroempresarios, y fue celebrada por un ministro autoproclamado representante de los productores. Mientras la parte de abajo del bote hace aguas por todos lados, en los camarotes de arriba sigue la fiesta. Parado en una posición dogmática, el presidente salió a defender que no se gravará al capital argumentando que es necesario “sacarle lastre al maya oro, al que pedalea y hace funcionar la economía”; en otras palabras, al que siempre gana. Sólo desde la ceguera de la ideología se puede obviar que no toda inversión de capital es productiva (existen como ejemplos el capital especulativo y el rentista), que no todo capital productivo favorece la generación de empleo (muchos generan menos empleo del que eliminan), que el empleo de calidad y con más incidencia en los sectores bajos no lo generan los grandes capitales sino los pequeños emprendimientos, los productores familiares, las cooperativas, etcétera. La señal es inequívoca: se busca que la crisis la paguemos los trabajadores, como sucedió en 2002. Relacionado con esto, vale aclarar que el anunciado desembolso de 100 millones de dólares por parte de los agroexportadores, presentado en los medios masivos como una “donación caritativa”, no sería más que el producto de la quita de subsidios estatales por un lado y de financiación estatal por otro.

El capitán del barco juega con los paneles de navegación de forma errática

La improvisación reina a nivel mundial. Sugerencias y directrices contradictorias amparadas en la palabra de técnicos generan inseguridad, dudas y mucha incertidumbre en la población. En el plano local, mientras por un lado se desaconsejan las aglomeraciones, el gobierno ordena la vuelta al trabajo de 45.000 empleados de la construcción. ¿En qué estudios se basó para tomar dicha decisión? La presión del lobby de las empresas constructoras y de las grandes empresas, como UPM, no debería pesar más en la balanza que el cuidado de la vida.

Sólo los territorios organizados podremos enfrentar la emergencia alimentaria en ciernes, y también la embestida conservadora, patriarcal y represiva que día a día interpela nuestros derechos más básicos.

Las mujeres y los niños por la borda

Con el confinamiento se multiplicaron los casos de violencia doméstica. Esta violencia, que atraviesa a toda una sociedad anclada en valores patriarcales, es lógico que se haga sentir con más énfasis en algunos barrios donde el hacinamiento resulta alarmante. Las víctimas, mujeres y niños en su mayoría, se encuentran hoy más expuestas a un conjunto de violencias, que en casos extremos llegan al femicidio. Aunque no tengan covid-19 y no aparezcan en la enumeración diaria con que comienzan los informativos de los grandes medios, estas víctimas cuentan. Por su parte, desde las autoridades, lejos de entenderlas como “daños colaterales” (como manifestó el presidente), debería tomarse esta situación como una auténtica emergencia nacional.

Muchas voces pidiendo un golpe... de timón

En los últimos años venimos contemplando cómo en toda Latinoamérica los militares vienen ganando terreno nuevamente, ante la deslegitimidad de los representantes partidarios y una exigencia ciudadana de soluciones a temas como la inseguridad y el narcotráfico. Sin ir más lejos, la reforma impulsada por el actual ministro del Interior promovía la intervención de un cuerpo de militares en la seguridad pública. Esta tendencia se aceleró con la crisis sanitaria. En muchos países se ha recurrido a ellos para exigir el distanciamiento social de la población, y en Brasil la cúpula militar encabezada por Walter Souza Braga Netto se establece como un auténtico gobierno “de facto” ante la deslegitimidad social del presidente electo y también militar Jair Bolsonaro. Por un lado, el temor de las élites a un estallido social, y por el otro, clases medias temerosas que exigen orden en medio de tanto caos. Es en este contexto que la mayoría de los países sudamericanos se encuentran aplicando medidas que implican estados de excepción y/o toques de queda. En Montevideo, se reprime a la población en situación de calle. Es preciso estar atentos ante una escalada represiva que ya venía en crecimiento y a la que la ley de urgente consideración daría garantías. Debemos estar alertas para que la excepción no se transforme en la norma y que los tapabocas sean sólo para evitar contagios, y no para acallar nuestro grito de “nunca más”.

En este sentido, y adelantando una respuesta a la pregunta que encabeza el texto, nos es difícil pensarnos en el mismo barco con aquellos que justifican la impunidad al proponer olvidar las atrocidades realizadas por los militares en la última dictadura militar.

En medio del caos, Estados Unidos al asedio

En esta situación ya caótica, Estados Unidos realiza el mayor despliegue militar de los últimos 30 años en Latinoamérica, inundando de marines el mar Caribe, al tiempo que denuncia a Nicolás Maduro de financiar el narcoterrorismo y, cual “cowboy”, ofrece 15 millones por su cabeza. Ante esta amenaza explícita, las autoridades uruguayas, lejos de denunciar el despliegue militar y las amenazas intervencionistas, califica de “constructiva” la propuesta de salida realizada por Estados Unidos. Más allá de lo que cada quien piense del gobierno venezolano, es preciso estar unidos para levantar la bandera de la autodeterminación de los pueblos y la no intervención. Resulta indignante la indiferencia de un gobierno que se dice nacionalista ante semejante amenaza.

El abajo se organiza para ir sacando el agua a baldazos

Como suele suceder en estos casos, ante la ausencia o la ineficiencia de las políticas estatales, un aluvión solidario se organiza espontáneamente desde abajo para sostener la vida de los más rezagados. Lo colectivo florece a pesar de los llamados al aislamiento social, concepto que debe diferenciarse del aislamiento físico: mientras el aislamiento físico y la higiene se tornan necesarios en tiempos de crisis sanitaria (aunque no para todo el mundo son posibles), el aislamiento social hoy promovido como un acto patriótico y de responsabilidad se confunde con el egoísmo y la comodidad. “Si nos organizamos comemos todos”, decía una pared en un barrio de la periferia de la capital que explicita de esta forma la necesidad de contención y acercamiento social para enfrentar la crisis. No recordamos la misma unidad ni arenga mediática que hoy contemplamos para mejorar la situación de estas miles de personas en situación de vulnerabilidad que enfrentan día a día la pandemia perpetua de la marginalidad. Por suerte, desde los territorios se vuelven a tejer lazos solidarios para que a nadie le falte el pan. Del trabajo silencioso de miles de personas anónimas florecen y se multiplican las huertas comunitarias, las ollas populares, las cooperativas de consumo, los clubes de trueque, las bolsas de trabajo, etcétera. Esa red de economía solidaria que se entreteje cada día para que nadie quede afuera no se alimenta del gran capital (del “maya oro” que en el decir del presidente hará que la economía funcione), sino del compromiso de los de abajo. Sólo los territorios organizados podremos enfrentar la emergencia alimentaria en ciernes, y también la embestida conservadora, patriarcal y represiva que día a día interpela nuestros derechos más básicos. Es desde abajo también que debemos organizarnos para establecer y exigir un manejo responsable de la información. Hay que mantener la cabeza despierta cuando desde la prensa se arenga que “estamos todos en el mismo barco” y preguntarnos: ¿será que estamos todos juntos? ¿Será que la crisis pega igual al que no tiene otro ingreso que la changa del día que al empresario que vive en Carrasco o al agroexportador que gana en bien cotizados dólares? Es cuanto menos discutible afirmar que estamos todos en el mismo barco, pero aun aceptando este supuesto sabemos a quiénes los esperan los botes salvavidas (o quizás algún yate de lujo) y quiénes con suerte quedarán aferrados a una tabla flotando en medio del mar.

Daniel Larrosa y Joaquín Pisciottano son integrantes del colectivo Espika, de Santa Lucía.