Las múltiples cuarentenas instaladas alrededor del mundo fueron un golpe de knock out a la industria del cine, ya que, dentro de todas las artes, por su carácter colectivo y su costado industrial posiblemente sea –junto con el teatro– la más afectada, ya que con el drama de la covid-19 han mermado los circuitos de exhibición y las posibilidades materiales de realizar películas.
En esta crisis se abre un nuevo escenario –que todavía está por definirse– de cambio en las reglas de exhibición, que obliga a las productoras a repensar mecanismos de difusión. Un proceso en el que, quizás, se generen algunos huecos donde puedan producirse fenómenos inéditos. Quizás esto sea demasiado optimista, pero ya en el presente se han producido una serie de fenómenos curiosos, como el de las series escandinavas comandando las programaciones de streaming, en un panorama general de un cine que por primera vez comienza a parecer realmente globalizado.
Tomando en cuenta esto último, se abre la chance para recomendar dos películas que están a un clic de distancia y que en la mayoría de los días quedarían circunscritas a unas pocas salas especializadas: Largo viaje hacia la noche, del chino Bi Gan, y Atlantique, de la francosenegalesa Mati Diop, dos films con distintos estilos que han circulado por un montón de festivales y que se anclan en un extraño juego de temporalidades.
Tarkovski noir
Largo viaje hacia la noche retoma la posta de lo que Bi Gan, de apenas 30 años, ya había explorado en Kaili Blues (2015), sólo que extendiéndolo, acentuándolo y, sobre todo, realizándolo con más elegancia y producción. La película de por sí ya viene con una curiosa historia contextual arriba. Fue promocionada como una gran película romántica y su estreno estaba pautado para el 31 de diciembre, para que terminara exactamente en el instante en que el reloj marcara las 12. El film recaudó un desconcertante caché de 41 millones de dólares –una cifra alucinante para una película de su estilo–, pero a la semana se bajó de la cartelera. Un montón de parejas indignadas y desconcertadas (no necesariamente por la movilización interna de sus desconocidas fibras artísticas) se quejaron hasta llegar a popularizar un hashtag que ironizaba con lo impenetrable de la película, algo similar a lo que pasó acá con la recepción uruguaya de El dirigible, de Pablo Dotta (1994), pero a escalas chinas. Y no se los puede culpar: Largo viaje hacia la noche es una película exigente, caprichosa y circular, en la que muchas veces es difícil saber dónde se está parado. Intentando resumirla de un modo coherente, podríamos decir que el film se centra en la búsqueda del detective Luo Hongwu (Huang Jue) de Wan Qiwen (Tang Wei), de quien, luego de que un gángster se la llevara, hace casi dos décadas no sabe nada. Sin embargo, la búsqueda de la mujer en cuestión no se realiza tanto en lo geográfico, sino en la cabeza del mismo detective.
Largo viaje hacia la noche continúa la línea conceptual de Kaili Blues en lo que respecta a esa construcción diacrónica de la memoria, un recurso que podría interpretarse como un síntoma reactivo a la manera en que se han transformado las localidades (sobre todo rurales) de China, por medio de la despiadada modernización de las últimas décadas, que las ha relocalizado o borrado del mapa de un día para otro. En este sentido, Bi Gan podría leerse como un continuador de algunas de las reflexiones del cine de Jia Zhangke –uno de los grandes cineastas que trabajan los efectos sociales y geográficos de la modernización china–, pero desde un estilo más experimental y abstracto.
El verdadero tour de force de la película se da recién a los 60 minutos, cuando el detective se mete en un cine y se coloca lentes 3D. A partir de ahí, en las salas de cine en las que se exhibió la película pasaba de las dos dimensiones al 3D (en Netflix, naturalmente, no se podrá tener este privilegio), pero el film, en sí, se sumerge en un plano secuencia de una hora de duración, con una cámara levitante que, más allá del clásico juego de “¿cómo lo hicieron?”, da pie a un montón de imágenes poéticas de alto impacto. En esta segunda parte es como si todas las pistas que se nos habían presentado al comienzo –como así también elementos del pasado y el presente del protagonista– se fundieran en una misma masa. Ahí vamos entendiendo que la búsqueda de Luo Hongwu no es tanto la de una mujer de carne y hueso, sino la descomposición de una suerte de imago, es decir, la descomposición y el reordenamiento de lo que para el protagonista es “una” o “la” mujer. Esto se da a partir de los recuerdos de su amante y las extrañas similitudes con su posible doble, con la que se encuentra en esta segunda mitad, pero también a partir de fragmentarios recuerdos de una madre abandónica. Aunque nada de esto se explica, todo va tomando forma a partir de las notas que nosotros como espectadores tenemos que sacar en la primera instancia.
Un solo párrafo de interpretación del film para quienes ya lo vieron o para quienes no consideren que esto afecte la experiencia: esta continuidad de la madre-novia se cristaliza en el intercambio de regalos del protagonista con la doble. Sólo cuando la madre (¿su espectro?, ¿su recuerdo?, ¿ambos?) le da su objeto más preciado es que el protagonista puede hacer verdadero contacto emocional (y físico) con la mujer que anhelaba, sólo que ella quizás no es quien él cree que es. Este contacto lo habilita a lo nuevo por medio de una sucesión de regalos: Luo le regala un reloj a la chica (un signo de lo eterno) y ella le obsequia una bengala (signo de lo transitorio). Sin embargo, acá está la trampa: el reloj que le había regalado su madre está roto y este fuego artificial nunca se llega a apagar, algo que da para pensar en una suerte de suspensión del tiempo, o en la conformación de un universo cerrado donde todo queda sumido en una repetición de cajita musical. Una salida autista que recuerda tanto al final abierto de Inception (2010), de Christopher Nolan, como al cierre de Solaris (1972), de Andréi Tarkovski, con la inmersión del personaje en un recuerdo de su infancia perpetrado ad infinitum en ese planeta/psique.
En definitiva, estamos ante un acercamiento noir a El espejo (1975), de Tarkovski: en esta película la resolución del crimen no se localiza en el exterior sino en el interior del detective, que destraba, ilumina y aniquila rincones de su interioridad psíquica.
El mar no es amigo de nadie
Por su parte, Atlantique, de Mati Diop, es la continuación de un breve corto que la directora había realizado años atrás, en el que seguía a un conjunto de jóvenes senegaleses en su viaje en balsa a Europa, una empresa que auguraba un futuro mejor, pero con la vastedad inmisericorde de un océano por delante. En su última película parte de un similar estilo documental que, de a poco, va tomando otros ribetes. En primera instancia, a esta textura documental se le impone una historia romántica: el amor imposible entre un trabajador de la construcción y una chica que ya tiene el matrimonio arreglado por su familia. Este romance toma un giro policial cuando la ceremonia de matrimonio se interrumpe por un incendio intencional, y se presume que su amante es el principal culpable.
Sin embargo, la película da un giro definitivo hacia otro lado: no pudo haber sido el pretendiente –pese a haber sido visto por varios– porque esa misma noche se encontraba abordo de una barca de migrantes que naufragó y no hubo ningún sobreviviente. A partir de ahí, Atlantique vira hacia el gótico senegalés, incluyendo un interesante alegato feminista, en el que las viudas de los tripulantes son poseídas por sus espíritus para que salden las cuentas acumuladas de su inescrupuloso empleador.
El film sólo sería un nuevo experimento de giro dentro y fuera de los géneros (que tan bien facturan en los circuitos festivaleros) si no fuera por el trasfondo documental que se mantiene a lo largo de todo el metraje, o, invirtiendo la ecuación, por cómo se le encuentra a ese estilo documental un ribete interno auténticamente fantástico. Pareciera que la fuente de esa dimensión del horror siempre estuvo delante de nuestros ojos, en ese océano al que se filma con tomas aéreas y que se vuelve un organismo vivo. Una frontera o un limbo mudo entre el infierno y el cielo.
Atlantique es una película que Mati Diop viene ensayando desde el comienzo de su carrera: ya en Mille Soleils (2013) la directora seguía a Magaye Niyang, la estrella de Touki Bouki (película que hizo su tío Djibril Diop en 1973 y que marcó un antes y un después en el cine africano). La realidad que se registra en el corto dista tanto de su papel protagónico como de la fama que supo tener en algún momento. Lejos de ser un mero retrato de la decadencia, Mille Soleils juega con la angustia y la culpa de los que se quedaron y los que se fueron de Senegal, un sentir que se cristaliza en su forma más poética cuando Niyang contempla una pantalla en la que se exhibe una función especial de Touki Bouki (una película que ya hablaba de este anhelo migratorio), y se ve la escena en la que él, de joven, ve partir al barco. La directora filma a Niyang desde atrás y todo se va recortando hasta que sólo quedan su nuca canosa y el mar, confundiendo realidad y proyección, pasado y presente. De alguna manera, aquí se da una operación similar a la de Bi Gan: el pasado y el presente (no sólo ya de lo filmado, sino de ella misma, a través de su herencia cinematográfica) se funden, y lo único que hay, la verdadera presencia ominosa que trasciende todo es el océano, silencioso, severo, imponente.