Si existe un animal que merece cierto reconocimiento es el ratón, más precisamente el ratón de laboratorio, que desde 2013 cuenta con una estatua de bronce. En ella se representa a un ratón con lentes, cual viejo sabio, que sostiene dos agujas que tejen una cadena de ADN. Ubicada frente al Instituto de Citología y Genética de la Academia de Ciencias, en la ciudad de Novosibirsk, Rusia, fue diseñada para conmemorar el 55° aniversario de la fundación del instituto. La peculiar imagen de científico busca de alguna manera graficar la conexión entre ambos, ya que sin este pequeño roedor la ciencia no existiría como tal, o al menos distaría un poco de la que conocemos.

El uso del ratón como modelo experimental se basa principalmente en aspectos relacionados a su fácil manejo, pequeño tamaño, bajo costo de mantenimiento, comportamiento poco agresivo, un período de gestación muy corto (20 días), que ayuda a estudiar múltiples generaciones en poco tiempo, y, sobre todo, por la similitud genética que tiene con los seres humanos. 95% del genoma del ratón coincide con el nuestro.

Pero la ciencia y los ratones no son patrimonio de estos tiempos, pues hace siglos que los primeros científicos comenzaron a familiarizarse con esta especie y a estudiarla por el bien de las ciencias biológicas.

En 1617 se fundó la embriología científica, cuando se pudo describir e ilustrar el desarrollo embrionario del ser humano y del ratón. Un año después las observaciones en estos animales permitieron conocer aspectos fundamentales de la circulación sanguínea de un organismo.

Ya en 1876 se confirmó la teoría microbiana de las enfermedades postulada por Louis Pasteur años antes. Tras inocular una bacteria sospechosa de producir el carbunco en ratones, su aislamiento en el organismo afectado permitió identificar por primera vez a un microorganismo como el agente causal de una enfermedad específica. Unos años después se descubrirían los anticuerpos, tan esenciales para el desarrollo de las vacunas. Se pudo confirmar que, al inyectar una dosis de toxina tetánica en ratones, esta hace que posteriormente sean resistentes a dosis mucho mayores que las usualmente letales.

A inicios del siglo XX se confirmaron las leyes de Mendel, un conjunto de reglas básicas sobre la transmisión por herencia genética. Descubrimos que, si se cruzan dos razas puras, una de ellas con homocigota dominante y la otra recesiva para un carácter específico, los descendientes de la primera generación serán todos iguales entre sí, tanto fenotípicamente (apariencia) como genotípicamente, y también iguales exteriormente al progenitor que porta los genes dominantes.

Uno de los grandes hallazgos fue realizado en 1940, cuando se logró comprobar la eficacia de la penicilina como medicamento antibacteriano. Descubierta por Alexander Fleming en 1928, su capacidad curativa recién fue confirmada en medio de la Segunda Guerra Mundial. De allí en adelante, la prueba de la mayoría de los medicamentos que conocemos fue hecha en ratones de laboratorio.

En la década de 1980 se desarrolló la manipulación genética: se inculcaron distintos genes en un genoma preestablecido para crear a los primeros ratones transgénicos. Del mismo modo, también se desarrollaron los knock-out, denominación que se dio a aquellos ratones a los que se les había eliminado selectivamente la expresión de un gen determinado. De esta manera, se pudieron observar mutaciones genéticas que ayudaron a identificar determinados genes implicados en la obesidad, la aterosclerosis y el cáncer.

También sirvieron para entender y documentar los efectos de la anestesia en un organismo vivo, vital para cualquier intervención quirúrgica hoy en día, y de la insulina, hormona que juega un papel fundamental en la causa y el tratamiento de algunos tipos de diabetes.

Sin embargo, la utilización de animales con fines experimentales tiene un costado ético, el bienestar animal, que se debate desde fines de la década de 1950. Por eso se confeccionó un listado de principios a tener en cuenta al experimentar con animales. Está basado en “las tres erres”: la reducción al mínimo del número de ejemplares utilizados para alcanzar un objetivo, el refinamiento de los procedimientos con el fin de aliviar o evitar el dolor o el malestar generado, y el reemplazo de este recurso, siempre que sea posible, por métodos alternativos que puedan aportar el mismo nivel de información que el que se obtiene con animales.

En este sentido, en años recientes los expertos en biotecnología del Massachusetts Institute of Technology vienen estudiando la fabricación de un chip capaz de simular la respuesta del cuerpo humano a una variedad de situaciones, como corroborar la eficacia de un nuevo medicamento o el tratamiento de determinada afección. Un ejemplo de la puesta en práctica de esa inteligencia artificial es la utilización de piel humana impresa en 3D para terminar con los experimentos de la industria cosmética en animales.