Desde que los gatos son gatos, los mitos y la superstición los han acompañado, no porque sean misteriosos sino más bien por nuestra ignorancia. En el mar la historia se repite: hasta no hace mucho los marineros creían que eran afortunados si un gato se les acercaba en cubierta, pero desafortunado si este llegaba hasta la mitad y después se iba. También les atribuían ciertos poderes relacionados con el clima. Así, si un gato caía o era arrojado por la borda, esta acción convocaría una tormenta capaz de hundir el navío, y si no lo lograba, el barco estaría condenado a soportar nueve años de mala suerte.
Con un poco más de respaldo científico, valga decir que los gatos son capaces de detectar sutiles cambios en el estado del tiempo, como la presión atmosférica, que varía cuando se aproxima una tormenta y suele modificar la conducta del animal. Pero también se creía que si un gato estornudaba significaba lluvia, si jugaba se avecinaba viento, y si se lamía demasiado la cosa venía complicada.
Con la Segunda Guerra Mundial, varios marineros tomaron tales creencias como verdades. Sumado esto a la función real de los felinos en la lucha contra ratas, ratones y otros animales que consumían el alimento, además de dañar las estructuras y los equipos del barco y de ser posibles focos de enfermedades infecciosas, la población gatuna en las misiones de guerra era usual y, en muchos casos, justificada.
Uno de los tantos gatos que tomaron notoriedad en la época fue Óscar, también conocido como Sam el Insumergible. Este ejemplar blanco y negro pertenecía a un marinero alemán que integró la tripulación del Bismarck, un acorazado nazi que zarpó en mayo de 1941 para participar en la operación Rheinübung, cuya misión era bloquear el envío de los aliados a Reino Unido.
Diez días después, el barco fue hundido por el destructor británico HMS Cossack, en un ataque que dejó sólo 118 sobrevivientes de los 2.200 que integraban la misión. Entre ellos fue encontrado un gato que se había trepado a un tablero de madera que flotaba en alta mar. En un principio se lo apodó Oscar, que deriva del código internacional de señales para la letra O, el código de “man overboard” (hombre al agua).
Adoptado por los ingleses, el gato fue apodado Sam y pasó los meses siguientes a bordo del Cossack, que escoltaba navíos en el Mediterráneo y el Atlántico norte. El 27 de octubre de 1941 la historia volvería a repetirse para el pobre Sam: al oeste de Gibraltar, el buque donde se encontraba fue hundido tres días después de haber sido alcanzado por un torpedo alemán. Aunque parte de la tripulación pudo ser trasladada al destructor HMS Legion, la explosión produjo 159 bajas. Sam no era parte de ellas: fue nuevamente rescatado.
Rebautizado Sam el Insumergible, el gato fue trasladado al portaaviones HMS Ark Royal, que había sido fundamental en el hundimiento del primer barco de Sam, el alemán Bismarck. Pero el destino del sabueso parecía escribirse junto con al barco que lo albergara. Así, un mes y poco después, la nave también fue alcanzada por el enemigo alemán e hizo agua a unos 50 kilómetros de Gibraltar.
Debido a la lentitud del hundimiento, la mayor parte de la tripulación pudo ser rescatada y entre ellos, lógicamente, estaba Sam, que, según los diarios, “fue encontrado aferrándose a una tabla de una lancha, enojado pero ileso”.
Ya con tres naufragios encima, la carrera de Sam estaba próxima a llegar a su fin, pero antes pasó por otros dos navíos, el HMS Legion y el HMS Lightning, que curiosamente también se hundirían posteriormente, aunque sin el famoso insumergible a bordo. El gato fue transferido primero a las oficinas del gobernador de Gibraltar y luego a Reino Unido, donde vivió hasta 1955 en la casa de un marinero en Belfast.
En el Museo Marítimo Nacional de Greenwich se puede ver un retrato de Sam hecho por la artista Georgina Shaw-Baker, donde se cuenta la curiosa historia de este curioso gato de altamar.