Jorge Mario Jáuregui tenía 30 años cuando, siendo un militante de la Juventud Peronista perseguido por la dictadura, se instaló en Brasil. El arquitecto rosarino se define ahora como un “carioca trucho” aunque hace mucho más que vive en Río de Janeiro que lo que vivió en Argentina.

La conversación tiene lugar desde la esquina de Inca y Arenal Grande, en un alto del recorrido junto a estudiantes y profesionales de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo (FADU-Udelar), como parte de un workshop sobre Goes. “Es un barrio popular, con una historia, que precisa de intervenciones en el espacio público. Es un lugar interesante para pensar la ciudad contemporánea. Esta es una parte formal, no informal como las favelas, pero también precisa mejorar las condiciones de urbanidad. Ese es el tema fundamental que me interesa hoy en día”, indica quien se inició dialogando en las villas, trabajando en territorio. El de Goes es un taller universitario, aclara, sin la pretensión de que lo conversado sea llevado a la práctica: “Es una reflexión sobre un barrio hecha desde lo académico, contando con mi experiencia como consultor, de haber hecho muchos espacios públicos en Latinoamérica”.

Este miércoles a las 14.00 en el Salón Azul de la Intendencia de Montevideo compartirá esa trayectoria al hablar sobre “Arquitectura, Urbanismo, Medio Ambiente, Economía: Intersecciones”, mientras que a las 19.00, en la FADU, su conferencia lleva por título “Complejidades de lo socio-espacial en la ciudad contemporánea”.

En definitiva, Jáuregui se referirá a su trabajo como autor del programa Favela Barrio de Río de Janeiro, destinado a urbanizar los asentamientos de la periferia. Arquitecto urbanista por la Universidad Federal de Río de Janeiro, ha sido reconocido con los premios Veronica Rudge Green, de la Universidad de Harvard y el Gran Premio de la IV Bienal Internacional de Arquitectura de San Pablo. Se dedica permanentemente a temas de vivienda y a sus implicancias urbanísticas, arquitectónicas y sociales.

Sin embargo, transformar lo que ya está construido suele resultar más trabajoso que comenzar de cero: “Es más difícil –admite Jáuregui– porque hay que respetar eso que fue hecho con el esfuerzo propio, económico, físico, por la gente, sea de la favela o de la ciudad formal, como en Goes, que en la planta baja tiene comercios y en el piso superior vivían las familias. Hoy se va transformando y va quedando sólo el comercio y arriba se hace un depósito; no es más habitacional. Muchos ya se fueron del barrio y quedan unos pocos de los originales. Por eso que, con una intervención del poder público, tratando los espacios residuales, las plazas, las veredas, sobre todo, y las conexiones entre esos espacios, muchos de ellos triangulares, porque la trama urbana se encuentra aquí en triángulos, hay mucho para pensar. Hoy tiene una ocupación espontánea, que no fue diseñada. Un espacio público contemporáneo tiene que poder ofrecer al ciudadano, de cualquier condición económica, un diseño de mobiliario urbano, de equipamiento, de arbolización, que hoy en día es fundamental. Es lo que llamo selvagerizar la ciudad, o sea, reintroducir naturaleza a todas las escalas para que se vuelva a tener algún tipo de relación con la naturaleza y con los materiales que hoy hay que emplear, que tienen que ser absorbentes, para que el agua no llegue a inundar calles o cañerías. Hay que colocar lugares para la convivencia, para la conversación, para el encuentro”.

Sin dudas residir en Brasil influyó decisivamente en su mirada sobre el paisaje urbano. De hecho, acaba de lanzar en Argentina su cuarto libro, Naturópolis, donde aborda Río de Janeiro como un “modelo para armar”, parafraseando a Julio Cortázar. “El título es porque creo que Río es un modelo de ciudad que todavía muestra que es posible vivir en el medio de la naturaleza. O sea, entre el mar, las lagunas y las montañas, la ciudad se hace, y por más mal que se haga, la naturaleza está siempre por encima, sobrepone. Y por esa razón continúa siendo una ‘ciudad maravillosa’”. Jáuregui piensa que eso mismo puede aplicarse a ciudades de todo el mundo, aunque sean “planas”.

Con un panorama de las villa miserias argentinas, las favelas brasileñas y los asentamientos irregulares en Uruguay, ¿considera que la naturaleza es la principal distinción? “Esa es una. La otra es el grado de organización de las juntas de vecinos. En Brasil, contra todo lo que uno pudiera pensar, los interlocutores del arquitecto son siempre gente elegida por la comunidad. En Argentina o acá, no. En Argentina están los ‘punteros’, gente casi autoelegida; entonces, cuando uno va a una reunión comunitaria, hay 800 punteros. En Brasil no; yo hablo con uno, dos, tres, cuatro como máximo, dependiendo de cuál es la favela. Aquí en Uruguay es más pobre, en el sentido de representación, casi que no tiene voz la comunidad”. La trama social en el Río de la Plata “está menos politizada, no en el sentido partidario, sino que está más dispersa, más diluida. Cuando hablás con la gente, sentís que no representa la voluntad de todos”.

“Intermediado por el poder público, el arquitecto es el portador de la belleza para los sectores populares”.

A lo largo de las décadas estos modos de habitar han crecido de forma diferenciada en la región. “En Brasil se da en la compactación, en el crecimiento vertical de las unidades habitacionales, llegando a siete, ocho pisos de altura. Son autoconstruidas, sin ningún ingeniero, sin ningún calculista. Un poco también crece en las periferias, pero menos que acá. En Río las favelas crecen por densificación; en Argentina, como en Uruguay, todavía hay mucho terreno en las periferias y se continúan expandiendo en lo horizontal. Y es un problema”.

El desafío es, entre otros asuntos, a nivel de conectividad. “Cuando el avión venía bajando, acá, en este viaje, veía la ciudad desflecándose en la periferia. O sea, los flecos de lo urbano, las manzanas deshaciéndose como una hilacha. Aparecían dibujitos de pocas casas y después, directamente, casas aisladas en el medio del campo. Y yo pensaba ‘para que esto se torne ciudad alguna vez, bueno, 100 años, por lo menos’”.

Además, advierte, está “el problema de infraestructura que eso significa: llegar ahí con las canalizaciones de cloacas, de agua potable, de luz eléctrica, de gas. Esa expansión no controlada, no planeada, tiene un costo sideral. Y bueno, eso es Latinoamérica”.

Consultado por las principales demandas que ha atendido a través de intervenciones como Favela Barrio, el experto pasa a detallar: “Un programa de organización de favela, de cantegril o de villa, como se llame en cada país, implica primero la infraestructura, o sea, todo lo que va enterrado, por abajo, que siempre falta o existe precariamente: cloacas, drenaje, iluminación pública, gas, y ahora también internet, la fibra óptica. Relacionado con eso, inmediatamente, el sistema vial, los accesos, y la movilidad interna de cada uno de esos lugares, que pueden ser muy grandes. La Rocinha tiene 100.000 habitantes, [Complexo do] Alemão tiene 80.000, o sea, son ciudades dentro de las ciudades. Problemas ambientales hay a montones: contaminación de cursos de agua, sea en el plano o en el morro. Cuarto, una serie de equipamientos públicos: escuela, guardería, centro de salud, deportivo. Y hay que reintroducir naturaleza porque la gente corta los árboles para hacer su casa, su calle o su vereda. Entonces hay que repensar la presencia de lo verde, que es fundamental para una vida agradable, inclusive para regular climáticamente con la vegetación la temperatura”.

Entre tantas iniciativas llevadas adelante, Jáuregui propició la construcción de un teleférico en el complejo Alemão. “Funcionó muy bien hasta que paró, porque cambió el gobierno. Se cortó un cable y las nuevas autoridades no querían arreglarlo porque no era obra de ellos. Pero fue un equipamiento público importantísimo, no sólo porque acortaba el tiempo para ir de un punto al otro del complejo al transporte público metropolitano, al tren, al metro, a los ómnibus, sino porque la gente llevaba las compras en el teleférico y no tenía que subir a pie o en moto, que es la forma normal de subir al morro, en moto, con los brazos ocupados con los paquetes, en un equilibrio totalmente inestable, adrenalina pura”. Como si fuera poco, el teleférico, como recuerda el arquitecto, habilitaba otra perspectiva del entorno: “Nadie en la favela anduvo en avión, como para ver la favela desde arriba, que es otra cosa: los pibes jugando a la pelota en la calle, las mujeres lavando la ropa, la gente caminando, el movimiento de las motos... todo eso, además de lo funcional, es muy lúdico y dinámico visto desde arriba. Les encantaba esa visión nueva de su propia comunidad”.

Junto al derecho a la vivienda, Jáuregui reivindica el derecho a la belleza, un aspecto usualmente relegado en esos contextos. “Para mí la belleza tiene que ser un trazo constitutivo desde el momento inicial. Cualquier proyecto tiene que representar de manera consistente la idea que te estás proponiendo para reutilizar el lugar y las edificaciones, el espacio público. Todo lo que se haga como parte del proyecto tiene que tener como cuestión central, además de que sea funcional, bello. Porque es la única oportunidad de que la gente de una favela puede tener acceso a un arquitecto. Nunca van a poder contratar a un arquitecto de forma privada. Intermediado por el poder público, el arquitecto es el portador de la belleza para los sectores populares”.

En ese sentido, ¿qué impresión le dejó una película como Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, Kátia Lund, 2002)? ¿Le resultó fidedigna? “Para mí Cidade de Deus es una tarantineada, un Tarantino de la favela”, dice. “Está demasiado puesto el énfasis en la violencia y no deja ver que atrás de todo eso, que es verdad, existe, hay una organización social, movimientos, acciones muy importantes, formación, hay mucha cosa que la propia comunidad hace que ha hecho integrar los proyectos. El film no ayuda a eso y a la gente de Cidade de Deus que le pregunté no le gustó”.