En 1953, el epidemiólogo británico Jeremy Morris publicó el London Bus Study, una investigación que mostró que los cobradores de los ómnibus londinenses, que pasaban el día subiendo y bajando escaleras, tenían una salud cardiovascular significativamente mejor que los conductores, que se la pasaban sentados. De cierto modo, ese hallazgo inauguró el concepto moderno de actividad física como factor protector de la salud y la idea de que el movimiento es capaz de prevenir enfermedades.

En las décadas siguientes, esa noción se tradujo en programas de ejercicio sistemático a nivel global: gimnasia escolar, plazas de deporte, campañas estatales que buscaban formar ciudadanos sanos. Pero hacia fines del siglo XX el escenario cambió. El ejercicio dejó de ser solo una práctica educativa o sanitaria para convertirse también en parte de una industria global que hoy mueve más de 100.000 millones de dólares al año entre clubes y membresías a gimnasios, sin contar suplementos, indumentaria y servicios asociados.

En ese proceso, el cuerpo pasó de ser, además de objeto de cuidado público, a mercancía que se exhibe en redes y se mide en clics. Y el entrenamiento, un bien de consumo al que no todos pueden acceder. O al menos no bajo las lógicas de la industria actual.

Es que ir al gimnasio hoy no es sólo ir al gimnasio. “Antes la gente iba a entrenar con la remera vieja que tenía en el placard. Hoy parece que si no vas con el mejor outfit, con el top combinado con la calza, mejor ni vayas”, advirtió Lucía Suster, nutricionista y entrenadora personal. Para la también instructora de pilates, el universo del fitness invita constantemente a tener el último accesorio y la tecnología para medir métricas, lo que implica comprar cada vez más cosas.

De la gimnasia estatal al fitness comercial

La historia del fitness moderno está íntimamente ligada a los discursos que invitan a ponerse en forma, junto con las razones de por qué y cómo hacerlo. Pero el ejercicio no siempre fue visto con esos ojos.

Inés Scarlato, doctora y magíster especializada en educación y licenciada en educación física, explicó a la diaria que a mediados del siglo XX los modelos dominantes de la gimnasia se vincularon a políticas públicas centralistas que se orientaban a formar ciudadanos sanos. En Uruguay, por ejemplo, las plazas de deporte acercaron gimnasia sueca, juegos y danzas a niños y jóvenes de todo el país.

Sobre los años setenta comenzó a manifestarse el fitness comercial, donde el aerobismo se tornó un espectáculo mediático con figuras como Jane Fonda. Como indicó Scarlato, América Latina adoptó la tendencia entre los ochentas y noventas con gimnasios, entrenadores personales y capacitaciones privadas. Es en ese punto donde la docente ubica el desdibujamiento del horizonte estatal y comunitario frente al avance de las gimnasias comerciales.

Cuestión de estatus

El fitness no se limita a prometer salud. También ofrece pertenencia. Entrenar no es sólo mover el cuerpo, sino mostrar que uno tiene disciplina, autocontrol y acceso a ciertos consumos. “Determinados cuerpos se ven como moralmente superiores, y eso genera la presión social de aspirar a ellos. La industria se beneficia de esa inseguridad, porque cuanto más nos comparamos, más consumimos”, resumió Suster.

La psicóloga clínica y deportiva Cecilia Guerra lo explicó en términos de comparación social: “La presión estética aparece cuando sentimos que tenemos que vernos de determinada manera, y la presión de pertenencia, cuando creemos que debemos cumplir con ciertos códigos para ser aceptados. Ambas se apoyan en la comparación, algo natural en las personas, pero que puede volverse muy exigente y dañino”.

En cierta medida, el acceso a la vida fitness funciona como marcador de clase. Y la exclusión también es simbólica cuando las campañas publicitarias carecen de diversidad corporal, al mismo tiempo que promueven promesas supuestamente “para cualquiera”, pero que en la práctica exigen tiempo y, sobre todo, dinero. Suster fue tajante: “El autocuidado y la salud son un privilegio”.

Quien queda afuera, además, suele cargar con culpa. “Ahí es cuando el mensaje se vuelve excluyente y dañino”, dijo la nutricionista. Y en ese proceso, el marketing hace su trabajo, porque no sólo vende servicios, sino un estilo de vida. “Lo básico deja de ser suficiente y pasa a crearnos la necesidad de tener que consumir alguna cosa más para estar cada vez mejor, porque nunca es suficiente, y cada vez es más difícil parecerse al influencer de turno, lo que nos genera más insatisfacción corporal y, por lo tanto, más necesidad de comprar otras cosas para resolverlo”, detalló Suster.

Un ejemplo claro es el auge comercial de la proteína. Hoy la publicidad multiplica sus formatos (hay polvos, barritas, yogures y versiones “proteicas” de alimentos ultraprocesados), y los instala como imprescindibles. “Parte de la demanda viene de la valoración social del músculo y de mensajes que asocian proteína con rendimiento y salud, pero sin matices”, advirtió la especialista en nutrición.

Caso aparte: zumba, fiesta y accesibilidad

El universo del fitness también tiene matices. No todo se reduce a la lógica de la disciplina estricta o del consumo de alto costo. Hay prácticas que habilitan otras formas de participación. Un caso interesante es el de zumba.

Como explicó Scarlato -quien estudió esta disciplina en su tesis doctoral-, Zumba se presenta más como fiesta que como una clase. Esa impronta la vuelve atractiva para públicos diversos y permite la participación de personas de distintas edades, cuerpos y trayectorias socioeconómicas. Para la profesional, supone un gesto democratizador, porque acerca la actividad física a quienes quizás no encontraban un lugar en los gimnasios tradicionales.

Sin embargo, esa apertura convive con contradicciones. La disciplina no escapa a la lógica del consumo ni a la imagen del cuerpo fit, encarnada en la figura de su creador, Beto Pérez, y su séquito de instructores.

En Uruguay surgieron adaptaciones locales, como el zumba que mezcla candombe, que muestran su flexibilidad para renovarse y dialogar con distintas culturas. Pero esa misma plasticidad también alimenta tensiones. Desde los sectores más disciplinarios del fitness se la suele subestimar como entrenamiento, de cierto modo reforzando la idea de que lo que se ve fácil no es tan legítimo como lo sacrificial.

Más allá de zumba, cuyo auge quedó atrás hace una década, disciplinas como el crossfit -con un entrenamiento más exigente y enfocado en el rendimiento- también apelan al disfrute y a la construcción de comunidad.

Consumo emocional y comparación social

Más allá de los músculos, lo que se compra es un relato. La psicóloga deportiva consultada vinculó el consumo emocional con la compra de productos y servicios por lo que prometen (motivación, disciplina, pertenencia, estatus). Pero subrayó que “la motivación y la disciplina no se compran, se construyen con hábitos y pequeños pasos diarios”.

Por otro lado, la profesional advirtió que es necesario filtrar la información que se consume en redes y que “el movimiento es salud, pero ningún extremo es bueno”. Por eso, recordó que así como el sobreentrenamiento puede generar fatiga, irritabilidad, insomnio y burnout, la obsesión estética puede derivar en trastornos de la conducta alimentaria y dismorfia corporal.

Volver a disfrutar del movimiento

No se trata de demonizar la industria, sino de reapropiarse del movimiento y devolverle su lugar de derecho, placer y comunidad. Tanto Suster como Guerra coinciden en que la clave está en el disfrute y la sostenibilidad. “Caminar, bailar, moverse de la forma que disfrutes y que puedas sostener en el tiempo”, dijo la entrenadora. Y la psicóloga sumó otro elemento: entrenar con conciencia, sabiendo por qué y para qué lo hacemos, y eligiendo actividades que conecten con nuestros valores y necesidades.

Scarlato recordó que en Uruguay aún sobreviven las plazas de deporte y los clubes de barrio, gestionados muchas veces por vecinos, que ofrecen espacios de encuentro y prácticas comunitarias. Ahí también se cuela el fitness, en versiones más flexibles y adaptadas, lo que plantea el desafío de mirarlas con mayor seriedad para entender cómo moldean la vida cotidiana y las formas de sociabilidad.

En un contexto donde el ejercicio se presenta como un bien de consumo dentro de una industria global millonaria, la pregunta es qué se entiende por salud y qué se está dispuesto a hacer (y comprar) en su nombre.