Todos los pronósticos se cumplieron. El martes 18 de marzo llovió torrencialmente desde la tarde, lo que anegó algunas calles de San Pablo y desencadenó las alertas oficiales, como ya se hizo costumbre. Para esa fecha estaba planificada la cena que reuniría por primera vez al cocinero catalán Oscar Bosch, la paulista Janaína Torres (actualmente con el proyecto A Brasileira) y la rochense María Elena Marfetán (al frente de Lo de Tere). La locación: Cala del Tanit, uno de los tres establecimientos que Bosch dirige y que acaba de colarse, con créditos de sobra, en la lista de los 50 Best Discovery que elabora la revista inglesa Restaurant. Sus dos colegas integran también la prestigiosa selección. Por eso, no hubo temporal que detuviera a quienes se anotaron con ilusión al menú de pasos a seis manos. Apenas se repitieron las conversaciones sobre el tráfico imposible, un tema casi digno de terapia para los paulistas. En ocasiones los encuentros cumbre ocurren entre copas de vino y acentos cruzados en una noche húmeda. Y lo que cada uno anticipa, lo que saborea “en los papeles”, previo al taxi o el avión, finalmente se concreta.
Antes de viajar había un par de certezas: servirían productos de mar y habría cerdo. Nada difícil de prever si se tiene en cuenta que dos de los chefs tienen un vínculo estrecho con la pesca y la tercera es conocida por A Casa do Porco. En ese panorama, la vejiga natatoria que anunció Marfetán (dato privilegiado) se me prefiguró como un enigma, sobre todo cuando aseguró que no tendría gusto a pescado. Pero hay un detalle que habla de la confianza ciega de quienes reservaron: nadie conocía el menú.
Bosch, el anfitrión, dejó que las mujeres decidieran qué cocinarían para completar después los tiempos que faltaran. Eso lo condujo a abrir el juego con una tartaleta de atún, polvo de nori y huevas de salmón y a hacerse cargo luego del postre, de mango, yogur, maracuyá y togarashi, algo no tan común en su posición.
Pero referir los platos no tiene sentido sin presentar a sus creadores y entender cómo se configuran estos cónclaves, cada vez más habituales, en distintas geografías. Cómo si uno echaba un vistazo a la cocina del Cala ese martes no se percibía estrés, sino que, por el contrario, se veía a los equipos de distintos delantales disfrutando del montaje. Dirán que fue así porque era el broche de un largo recorrido. A contarlo.
Algunas coincidencias, como para ir haciendo boca: Bosch se crio entre fogones en un balneario costero, igual que Marfetán. Mientras que la familia del catalán mantiene en pie desde hace cuatro décadas un restaurante que ostenta una estrella Michelin, la uruguaya cuenta orgullosa que el emprendimiento que sus padres sacaron adelante fue uno de los primeros enclaves gastronómicos atendibles fuera de la capital. El mar, en ambos casos, es un personaje central. Con Torres –por seguir trazando líneas– el denominador común es España, a través de su abuela granadina y la valorización del producto autóctono, para ella el brasileño, por supuesto. En el briefing de la cena –la instrucción final que el chef transmite al equipo– habló con entusiasmo del tucupí negro.
Vamos ahora de a uno.
Galas, herencias y descubrimientos
“A María Elena la conocí en Río de Janeiro en el 50 Best de 2023 [la ceremonia de entrega]. Me la presentó [el chef mexicano] Jonatan Gómez Luna y yo sabía que ella era una conocida de mi mejor amigo de Uruguay, Esteban Briozzo. Hablamos un poco, tampoco estuvimos días juntos, pero sí, sabes, cuando hay sintonía, ¿no?”, resume Bosch sobre su idea de convocarla. Con Janaína están en contacto hace tiempo: “Vivo en San Pablo desde hace 15 años y, pues, ella es un referente aquí”.
Los inicios en Brasil, tierra y lengua extranjeras, no le resultaron tan amables como imaginaba. La receptividad de hoy no estuvo siempre, pese a haber desembarcado con “un currículum bastante completo a nivel europeo”. Venía de trabajar en los mejores restaurantes de aquel momento, El Bulli, el Celler de Can Roca, el Hof van Cleve de Bélgica. “Fueron años duros, muy duros, porque yo sabía que profesionalmente tenía el know how. O sea, había estado en casas muy buenas y sabía cocinar porque vengo de una familia que tiene restaurante. Después, cómo lo iba a hacer y si iba a gustar es otra cosa. Pero el bagaje, la técnica, todo lo tenía”, argumenta.
Como la oportunidad no le llegaba, como nadie invertía en él, una de las vías más rápidas que encontró para empezar fue abrir un catering, que escaló de a poco. En 2016, tras asociarse con una española, un argentino y un brasileño, sobre la avenida Oscar Freire estrenó Tanit. Lo convencieron de nombrarlo así por una diosa de la mitología cartaginesa que se veneraba en el Mediterráneo. Para 2019, en el espacio contiguo, llegó Nit, un bar de tapas en el que cada objeto remite al imaginario español: cabezas de toro de esparto en la pared, patas de jamones de utilería pendiendo en la barra, una instalación que homenajea a los sanfermines en la escalera, afiches e imágenes de Don Quijote, de Picasso, de Dalí. Y un croquetómetro: un tablero electrónico que lleva (y exhibe) la cuenta de las croquetas vendidas. Nit, aparte del juego de palabras y de la contigüidad y continuidad que da a la marca, es “noche” en catalán.
En cuanto al Cala, su tercer local, tiene poco más de un año y medio de instalado en el barrio Itaim Bibi, que no para de crecer con tiendas y comedores. El revestimiento en madera y las cortinas metálicas de las ventanas, junto a cadenas que semejan redes, concuerdan con una identidad concebida como un reducto de playa, con una gráfica que toma las letras del nombre para desplegar motivos marinos. En la carta figuran estilizaciones de los exponentes más clásicos de la gastronomía ibérica –gazpacho, croquetas, torrija y el punto altísimo de los arroces– junto a imperdibles andinos como tiradito y ceviche, guiños locales como un pão de queijo distinto a todos e incluso pastas, carnes y un nori roll crocante.
Bosch confiesa que hasta el momento no se había decidido a organizar cenas de este tipo, ya que sus otros restaurantes tienen una infraestructura pequeña. Es un signo adicional de su consolidación que ahí y ahora se sienta cómodo para recibir. ¿Qué generan este tipo de intercambios? “Para mí es un placer trabajar con gente que admiro, porque acabas aprendiendo en estos eventos. Cada uno hace sus platos, a veces los ha cocinado de una manera que tú ni pensabas que se hacía así, con aquello tú después haces un plato tuyo con lo que has visto... Es un intercambio de información, de culturas, porque hay muchos chefs también que acaban trayendo algunos productos de los países de ellos, deshidratados, secos o en la maleta, a los que a veces nosotros no tenemos acceso”, dice mientras cruza la avenida Paulista, donde acaba de alquilar un negocio.
Allí instalará el tercer local de Mooi Mooi, la grifa de heladerías que desarrolló junto a su esposa, Melina Kolanian, con quien espera su primer hijo. Mooi Mooi tiene contados sabores, desarrollados con minucia (sirven un pistacho glorioso) y una estética instagrameable adrede, de mandala espacial, descripciones lúdicas por donde se las mire y pop (pipoca) con flor de sal. Les gustaría impulsar franquicias, quizás fuera de fronteras, aunque preferentemente con los amigos que Bosch ha cosechado por el continente.
Salir a comer o beber es un buen plan para Bosch, que prueba y opina. Hace tiempo que sostiene, provocador: “Hoy en día me inspiran más restaurantes o cocineros de América Latina que europeos. Obviamente, creo que en Europa a lo mejor hay un poco más de técnica y sacan cosas nuevas todos los años, pero creo que los restaurantes de América Latina están en un nivel muy alto y me gusta mucho el estilo, la combinación de sabores”.
En cuanto a incorporar productos brasileños, dice que le llevó algunos años, ya que en Tanit empezó con una línea muy española –impuso el alioli–, entonces intentaba ser muy puro, algo que quebró una vez que abrió el bar: “Allí tengo un poco más de libertad, puedo hacer un bao con una salsa de pimienta coreana con miso o una costilla marinada con té lapsang souchong, de gusto un poco ahumado, una tortilla de patatas, un pan con tomate, un patacón... un poquito más freestyle”, apunta.
Bosch asegura que “lo primero es el sabor para el cliente. Y después, si tienes un emplatamiento, una decoración, una vajilla bonita, pues eso hace que el plato quede más lindo. Te gusta o no te gusta, pero nunca te va a dejar indiferente”.
Del aprendizaje que le dejó su formación reconoce que El Bulli fue el mejor restaurante, que “no hay otro en el mundo” ni nunca lo habrá: “De allí me llevo la organización, la responsabilidad y la disciplina. Y, obviamente, me llevo técnicas que no aplico al día a día porque no es la cocina que hago. Es muy específica, pero a veces en un aperitivo, en un complemento de un postre o de algún plato, intento rescatar un poco lo que aprendí allí en 2005. Pero si me dices que tienes que estudiar algo, yo estudiaría un libro del Celler de Can Roca. En aquella época me identificaba más con la cocina que hacían, que era más de producto, de sabor, con mucha técnica, pero no iban al extremo como El Bulli, que era innovación el tiempo entero, intentar descolocarte, invertir cosas. Si te ibas a comer una liebre a la royal, te comías una liebre a la royal; no era un esférico de sangre y un rollito de carne de liebre”.
A este cocinero inagotable, organizado pero freestyle, como repite, que se desplaza por las atestadas calles de San Pablo preferentemente en moto, que aprovecha cada mañana para jugar un partido de tenis o de pádel, le preocupa el rumbo que su profesión está tomando: “Está siendo muy difícil formar profesionales y hay una falta de gente que tenga aquella pasión y aquel interés que alguna generación antes y después de la mía tenían. No hay más aquella adrenalina, aquella vibración. Yo pienso y trabajo mejor cuando voy sobre presión. Cuando voy muy relajado, no me gusta. Necesito tener algo por hacer para alertarme y ponerme más atento”.
Combate y curiosidad
El encierro de la cocina tampoco le va nada a Janaína Torres, que es paulista y conversadora, contra cualquier estereotipo. Ni real ni metafóricamente podría limitarse a un sitio. Se crio en un conventillo, donde sentía el aroma de lo que cocinaba el de la habitación de al lado, primer factor de curiosidad, y de niña recorrió el centro vendiendo puerta a puerta. La cocina para ella es un acto social que, además, practicó en distintos entornos: en kermeses de parroquias, en escuelas de samba, guisó largamente porciones numerosas de feijoada.
Haber sido nombrada mejor chef mujer del mundo en 2024 no la desajusta, dice: “Yo presto mucha atención a lo que hacen las personas, desde muy chica. Viajé a más de 100 lugares distintos en los últimos cinco años, porque cuando iban a comer mi comida ya empezaban a invitarme a que fuera a cocinar. Es interesante, porque soy autodidacta con la cocina y con todo. Era una forma de salir de aquello que hacía todo el tiempo, y mirar cosas nuevas, y aprender. Yo me meto en las cosas, en lo que está haciendo, cómo lo está haciendo, por qué lo hace así, dónde compra, dónde va. Pregunto todo porque quiero comprender mi trabajo. Esto siempre me despertó las ganas de conocer, en la calle hablando o dentro de una cocina tres estrellas. Miro todo y procuro también ser muy respetuosa con lo que estoy haciendo. No es que porque empecé a cocinar comida popular no pueda hacer algo técnicamente y con una presentación bonita. Me gustan la estética de los platos y las texturas en la boca”, declara Torres, elogiada por la “democratización” de la comida.
El combate a fondo comienza en la escuela, está convencida. Por eso, aunque su trabajo en el programa gubernamental Cocineros por la Educación formalmente concluyó –la formación de las cocineras, las entrevistas con los políticos, la cruzada contra los ultraprocesados–, no es raro que la participen de una asamblea por la merienda infantil. “Se puede comer comida buena, no necesitas comer industrializado por un tema de no tener tiempo; lo he probado”, asegura.
Su brazo izquierdo imita la piel de un jaguar (una onça). El tatuaje tiene historia, claro: Janaína había ido a una reserva de animales silvestres, donde se recuperan de accidentes de carretera o algún otro percance, antes de devolverlos a la naturaleza. Quería estar en contacto con un jaguar, “el bicho más bonito del mundo”. Se puso a jugar con una jaguar que, con cariño, la mordisqueó y le dejó oscura la piel, llena de sangre.
El animal print es la identidad de su Bar da Dona Onça, ubicado sobre la avenida Ipiranga, en los bajos del edificio Copan, con el que Oscar Niemeyer colocó un hito curvoso en la zona central de San Pablo. Ofrece actualmente un menú especial celebrando dos décadas de carrera de su creadora. Uno de sus clásicos, el bife a caballo, fue el paso dos de la cena junto a Bosch y Marfetán.
Janaína piensa que las influencias gastronómicas cambian cada diez años, pero con Dona Onça tiene intenciones de permanencia, como el Botín, de Madrid, el restaurante más antiguo del mundo según el Libro Guinness de los Récords. “Quiero que dure 300 años”, dice la cocinera.
Este fue su primer establecimiento, al que se sumaron más tarde, en sociedad con quien hoy es su expareja, Jefferson Rueda, la afamada Casa do Porco, el quiosco de panchos orgánicos Hot Pork y la heladería Sorveteria do Centro.
“Encarar la vida con experiencia, con 50 años, es interesante si te dedicaste a mirar, a estar en evolución. Yo respeto lo que el otro está haciendo e intento tener un intercambio de energía cuando estoy hablando con alguien. Cuando entro en la cocina de un chef, de grandes chefs, me siento bien, porque el cocinero es generoso. Obviamente, vas a tener ahí un porcentaje mínimo de gente con el ego inflado. No pasé eso con los grandes chefs. Fue un aprendizaje muy fuerte para mí, después de haberlo vivido en Londres, en Dinamarca, en Japón, en Singapur, en Tailandia y en tantos lugares. Ahora voy a lo de Paco Roncero a preparar en Madrid con él cenas enormes en restaurantes súper fine dining, y amo. Yo me coloco en un buen lugar, de cocinera que está siempre aprendiendo. De cada lugar vuelvo con un montón de cosas nuevas. Mi cabeza hierve”.
Janaína empuja actualmente un proyecto itinerante –es decir, que despliega en sitios– que se llama A Brasileira, con el que pretende “contar la historia de la comida de Brasil desde los tiempos más primitivos”. Con esa meta efectúa una suerte de curaduría de productores de su país y de todo lo que está ligado con la alimentación. Si la puesta en escena lo requiere, consigue mesas a tono, fogones, árboles, ya que apunta a una experiencia vivencial. La contrata, por ejemplo, el hotel Faena, que abre en San Pablo, y el evento para 600 personas habla de biomas, de las regiones, de la alimentación marcada por la cultura.
Torres la entiende como una historia de modificaciones. En esta pesquisa ancestral “hablamos de una comida más preservada, más nativa, que es esta parte norte, principalmente, que estaba habitada en su mayoría por pueblos indígenas. Obviamente que estos pueblos originarios están esparcidos por todo Brasil y en San Pablo aún tenemos estas comunidades, pero a la vez hay una migración muy fuerte. Después de esto, tenemos la influencia de los portugueses, que trajeron a los africanos. Entonces, esta parte nordeste es una comida con base africana muy fuerte. Con la abolición de la esclavitud –obviamente, esto es un tema muy polémico, porque hay esclavos hasta el día de hoy– se cambió a los africanos por personas que venían a trabajar en las plantaciones de café. Llegaron los inmigrantes italianos junto a los españoles. Son formas de comer distintas que se mezclan. Entonces, empezó la historia de la comida brasileña, porque es una historia cultural de modificación”, resume.
De la crianza, con una abuela que cuando se enfurruñaba se dirigía a Janaína en lengua española, recuerda los pucheros, los caldos, los arroces, la comida de olla. De San Pablo celebra el mestizaje de sus calles, donde se puede encontrar cocina española e italiana, francesa, japonesa y, “si hablamos de inmigración hoy en Brasil, vamos a hablar de los bolivianos, de los nigerianos, de los peruanos, de los haitianos, de los venezolanos”, una selección latina que pone en diálogo el ceviche y la empanada, la comida criolla, un arroz con frijoles, un plátano.
Hay más frentes para atender. Torres cuenta que compró un restaurante antiguo, céntrico y muy querido, que estaba cerrado, y piensa restaurarlo con motivos brasileños, por supuesto, y transformarlo en un reducto para la comida nacional.
Sin firuletes
Frente a la rambla del puerto de Punta del Este, Lo de Tere es una fija, una apuesta sin margen de riesgo, casi todo el año, salvo por el día que libran, salvo por un mes de asueto, que suele ser mayo. En invierno, cuando el turismo baja, aunque la generosidad del mar sea justo mayor, María Elena Marfetán tiene tiempo de pensar y de experimentar. Los meses fríos y tranquilos se llevan parte del mérito de que la cocinera se haya detenido en la vejiga natatoria de los peces, un compartimento que los mantiene a flote y que suele ser descartado, que es la suerte que corren las vísceras. “Es algo que salió el año pasado, aunque lo veníamos intentando desde hacía mucho tiempo, porque hay cierto grado de filosofía, de aprovechar 100% el pescado, incluso las achuras”, explica la cocinera. El procesamiento comienza por retirar el exceso de sangre, para luego secar la vejiga y, al freírla, ver cómo se recompone, se infla y queda crocante. “La particularidad es que no tiene sabor a pescado”, recalca Marfetán (“y no es que haya nada de malo en eso”, dirían en Seinfeld). “Lo que nos gusta es la textura que tiene. No deja de ser sorprendente para el cliente cuando uno dice ‘vejiga natatoria’ y te encuentras con otro producto”.
Marfetán defiende una cocina simple, que respeta su herencia y crece sin prisa. “La búsqueda en los platos viene dada por la investigación previa, de lograr productos como el furikake [un potenciador de sabor a base de ingredientes como pescado y algas deshidratadas] o como la vejiga natatoria, que son procesos que nos permiten tener un producto que podemos trasladar con facilidad, que les dan sabor muy nuestro a las cosas. ¿Qué es lo complejo de la cocina de Lo de Tere? Por ahí es el tiempo que les dedicamos a las pruebas y a la degustación de platos. Con 44 años, creo que la cocina tiene que ser simple: de sabores, de productos frescos, de cosas sencillas, rápidas; no hay por qué complicarse con cincuenta mil moñetes, sino que lo que describimos en el menú tenga que ver con el bocado que uno da”.
Aparte, el protagonismo se reparte en Lo de Tere, donde tienen alrededor de 130 servilletas bordadas con los nombres de los clientes más habituales, esos con los que establecieron “un vínculo que va más allá”.
Desde el año pasado, por cuestiones personales, María Elena Marfetán está aceptando más seguido las invitaciones a cocinar afuera. Los colegas ya la venían convocando, y después se sumó el destaque en la lista de los 50 Best; pero sobre todo hay una alarma interna que la impulsa a salir y compartir, porque entendió que el momento es siempre ahora.
La cocinera suele alternar el integrante de su brigada que la acompaña. A San Pablo viajó con Juan Manuel Araújo, sous chef de su restaurante y muy allegado y compinche, de quien destaca la capacidad creativa y la seriedad.
Lo que hacen por ahí tiene la impronta del menú degustación que sirven en Lo de Tere. “Nuestro menú degustación no se arma por temporada, se arma por día. Requiere reserva previa y se pregunta si lo quieren de mar y tierra o sólo de mar. A partir de eso, con el equipo se elabora el menú y con la sommelier, los vinos que van a acompañar”, cuenta, y prácticamente se los puede ver diseñando un recorrido de sabores en el pizarrón de la cocina.
Impulsora del Pacto Oceánico del Este junto con el grupo Pescar, el Ministerio de Industria, Energía y Minería y los socios de la Corporación Gastronómica de Punta del Este, desde 2019 apunta a fomentar la pesca artesanal mediante las mejoras en las condiciones de captura y de procesamiento, igual que del consumo saludable en la primera infancia. Campañas de sensibilización, talleres, capacitaciones, un manual de buenas prácticas en la cadena de la pesca y un plan piloto en aulas trabajaron en esas líneas, que aspira a continuar.
¿Con qué frecuencia sale a pescar esta rochense con base en Maldonado? Sea con una caña de tacuara o con una boyita, puede salir unas dos veces por semana con su hermano. Los Marfetán disfrutan la pesca. Y para una invitación a embarcarse, asegura, puede prepararse igual que para hacer una cena en el exterior, incluyendo el madrugón para tener todo listo.
Marfetán dejó registro de su conocimiento y su aprecio por la pesca en Mar (Grijalbo, 2023), un libro que le insumió tres años de trabajo y que ahora podría reportarle un premio Gourmand; es finalista en dos categorías: libro de una chef (con textos de la periodista gastronómica Marcela Baruch) y libro sobre pescado.
“De mi niñez recuerdo a mi padre, Eduardo Lalo Marfetán, llevándonos a sus cinco hijos a pescar a la playa del Faro. En las rocas nos enseñó a limpiar y filetear pescado con cuidado. Para nosotros esas eran las vacaciones, ya que en verano había que trabajar; cada diciembre nuestra casa se convertía en restaurante”, evoca en sus páginas sobre La Balconada, donde Elsa Curbelo, su madre, era la cocinera y Lalo el parrillero y encargado de sala. A los 14 María Elena supo que la cocina era su central de operaciones o, como se dice comúnmente, había descubierto una vocación.
El trabajo reúne calidad fotográfica para contar la historia de la familia Marfetán y darles la palabra a cinco pescadores, además de categorizar especies, ordenarlas estacionalmente y aportar recetas para aprovecharlas. La entrega de premios será en junio en Lisboa, y hacia allá quizás salga otro vuelo con representantes de la cocina local.