“¡Hay cosas en el mundo más grandes que nosotros, y una de ellas es una tortuga!”, grita desconsolado David Lynch en Lucky, y por absurda que nos parezca su desazón ante la huida de su excéntrica mascota, tiene razón: no estamos acostumbrados a rodearnos de seres que viven más que nosotros, pero una tortuga de tierra puede llegar a los 200 años, pasando, lenta, por generaciones y dinastías, con un caparazón “como un ataúd que carga hasta su muerte”.

En oposición a la selva, un festín obsceno de fornicación, asfixia y lucha por la supervivencia (como suele decir Werner Herzog) en el que todo parece estar sostenido por un perpetuo nacer y morir, el desierto es un escenario en el que todo está antes de nosotros, con la indiferencia de poder seguir estando ahí cuando nosotros hayamos abandonado el mundo.

Harry Dean Stanton es algo parecido a esa tortuga y a esos cactus del desierto. Desde sus primeros roles, a mediados de los 50 (en un principio, casi invariablemente en roles secundarios, como el malvado de westerns), Stanton parece haber nacido viejo y, en el transcurso de los años, mantuvo ese estado casi momificado. Unas arrugas acá, unas canas allá, su complexión no ha mutado demasiado desde Paris, Texas (Wim Wenders, 1985), película en la que cuesta creer que ya tenía 59 años: era su primer protagónico y le quedaba una inmensa carrera por delante, casi siempre en papeles secundarios, pero robándose la cámara cada vez que aparecía.

Tanto en Repo-Man (Alex Cox, 1984) como en Alien (Ridley Scott, 1979), Cockfighter (Monte Hellman, 1974), Cool Hand Luke (Stuart Rosenberg, 1967) o Wild at Heart (David Lynch, 1990), Stanton tenía la peculiaridad de que, aun con apariciones muy secundarias o actuando en roles completamente diferentes, nunca se parecía a otro más que a sí mismo. Con el karma de ciertas rarezas físicas que convierten a ciertos actores en inelegibles para roles románticos o heroicos, muchas veces subyace como consuelo esa cualidad de no pasar desapercibidos jamás. Con la extraña complexión ósea de su cráneo alargado, sus hombros afilados, sus brazos colgando de un torso metido hacia adentro y sus ojos anfibios demasiado separados entre sí, siempre logró que todo pareciera extraño, ligeramente incómodo o incluso perturbador, aun en los roles más sencillos. A esta peculiaridad física se sumaba una extraña prosodia verbal; ese particular ritmo de tirar frases con un ligero delay, como saltando charcos de silencio, que tanto supo acoplarse al estilo de Lynch.

Todos los personajes que interpretó Stanton parecen haber sido él, como si los roles se fueran acumulando como capas a su persona. Pero Lucky es la película definitiva, en la que lo vemos abierto de par en par en su borde más naturalista, más allá de que no hay nada natural o, al menos, normal.

El quiebre

En la película lo vemos como un veterano de guerra (en una repisa de su casa hay una foto de un joven Lucky que no es otra que la foto de Stanton en sus tiempos de servicio en la guerra de Okinawa, en Japón) que sigue una minuciosa rutina: despertarse, asearse, hacer unos ejercicios de yoga, tomar un vaso de leche, llenar crucigramas en un diner de ruta, pasarse la tarde viendo programas de preguntas y respuestas, tomarse un bloody mary en un bar y volver a casa a dormir. A uno le parecería un ordenamiento de vida tedioso, pero ninguna de esas repeticiones parece hacer mella en Lucky, que puede ser tan hosco como cálido con todos los que lo rodean.

El quiebre de esta apacible monotonía se produce cuando un día, sin prolegómeno alguno, cae seco en la cocina pero recobra la conciencia enseguida, sin saber qué ocasionó ese casi desmayo. En el hospital le dan el diagnóstico: está viejo. Aun con 90 y pico de años y sin ninguna enfermedad (pese a que fuma una caja de cigarrillos por día), Lucky está completamente sano, pero el tiempo avanza y el viejo comienza a percibir ese gigantesco vacío que se acerca a aquellos que no creen en un más allá.

Uno podría esperar una película que enseñe al espectador la alegría de vivir, pero en esa contemplación del vacío, es el vacío el que nos devuelve la mirada y, tal como señala Lucky al resto de los parroquianos en una de sus tantas noches de bloody marys, no queda otra que sonreírle a esa negrura.

No hay muchas películas que contemplen de esa manera este tema tan común y tan temido, la muerte. Lucky trata la relación de la muerte imbuida en la vida con la misma naturalidad y sencillez con que Paterson (la última película de Jim Jarmusch, de 2016) se relacionaba con la creación artística (de hecho, su confección en base a viñetas y un humor conversacional entre amargo y dulce guardan muchas similitudes con esta película). No hay villanos ni mayores antagonistas; todos los retratados en Lucky son personas sencillas que con sus limitaciones tratan de hacer lo mejor posible para poder esquivar la noción de esa nada que pende sobre sus cabezas. Esos amigos a los que se brinda para confesarles esta sensación encastran a la perfección con ese amigo interlocutor sobre el que se construye la letra de la canción “I See a Darkness” (gigantesco cover de Johnny Cash del igualmente devastador tema de Bonnie Prince Billy), que aparece en un momento crucial del film, aunque quizá sea precisamente la canción la que lo vuelve crucial. Es de esas canciones frente a las que uno, después de escucharlas, no puede hacer de cuenta que la vida sigue así como así.

Con gran provecho del formato alargado, el film parece estar todo el tiempo rindiendo honores a otras películas que formaron parte de la cinematografía de Stanton y sus compañeros: sus largas caminatas por el escenario desértico de Arizona (las piernas bien separadas y el tronco hacia adelante, como si estuviera avanzando contra el viento) traen a la memoria el vagabundeo sudoroso de su rol protagónico en Paris, Texas; además, en una de sus salidas del bar se enfrenta a una luz de neón que titila en un callejón, que de golpe parece catapultarnos a un escenario lyncheano.

Más que nada, Lucky es el más feliz réquiem que podría existir para Stanton. Es una despedida hecha a medida, en la que él, su director y nosotros es como fuéramos conscientes de que será el último rol que lo veremos interpretar. Stanton, con sus silencios y esos pómulos que están al borde de rasgar la piel, siempre pareció guardar un secreto consigo, al mismo tiempo que sólo era necesario su rostro para poder entender toda una historia que había detrás. Es decir, siempre tuvo una cualidad completamente natural de estar escribiendo su historia hacia atrás aun cuando la película iba hacia adelante. Se dice que esa fue una de las razones principales para la elección de su rol en Paris, Texas: aunque era un hombre que recién hablaba a la media hora del film, íbamos construyendo su historia desde el inicio.

Demasiado fiel al espíritu del film, Harry Dean murió, a los 91 años, unas semanas antes del estreno de Lucky. En el último minuto del metraje, la película lo deja romper la cuarta pared, mirar a la cámara y sonreírnos. Luego gira sobre sus talones y vuelve a emprender rumbo, perdiéndose en ese “hacia adelante” indeterminado del caminar de las tortugas. Fue un privilegio.

Lucky | Dirigida por John Carroll Lynch. Con Harry Dean Stanton y David Lynch. Life Alfabeta.