Hay una etapa de la vida en la que uno reniega de aquellas cosas que lo entretenían cuando era “un niño”, dicho esto en forma despectiva. En la que nuestros padres regalan juguetes, álbumes de figuritas y otros objetos que nos daría muchísima vergüenza que nuestros contemporáneos descubran. En la que renegamos de nuestros sentimientos y escribimos acerca de por qué será que nos cuesta tanto expresar nuestros sentimientos. La adolescencia, bah.

Con los años, algunas ovejitas descarriadas regresan a casa. Recuerdan que está bueno tomarse las cosas un poco más a la ligera y recuperan gran parte de aquello que sus padres regalaron (aunque tengan que ir a comprarlo a la feria a precio de objeto arqueológico). Sin descuidar las obligaciones, descubren que el famoso niño interior no es solamente lo que tenía el líder de la resistencia en El vengador del futuro.

Tenía 19 años cuando se estrenó Bob Esponja, y a esa altura ya había vuelto a comprar cómics de superhéroes, ahora con el dinero que generaba con el sudor de mis manos (era un trabajo bastante sedentario, pero tengo una extraña condición que hace que mis manos suden bastante). Casi de inmediato me volví seguidor del dibujo animado y de su protagonista epónimo, pese a no correr con la ventaja de estar inspirado en personajes que me hubieran conquistado de pequeño.

¿Cómo no querer a Bob? Con ese optimismo inherente que lo lleva a encarar cada nuevo día con las mismas ganas. Sí, es explotado por un jefe a quien solamente le importa el dinero, y su compañero de trabajo tiene una eterna cara de culo, pero, ¿debemos renunciar a nuestra felicidad mientras vivimos en esas condiciones? Me gustaría ser feliz algún día, señor.

Dejemos el análisis político de lado, que ni Ariel Dorfman ni Armand Mattelart están aquí para explicarnos cómo mirar a Bob Esponja. Las primeras temporadas de la serie mostraban la gran imaginación de los guionistas y la gran mano de los animadores para dar vida al mundo submarino de Fondo de Bikini y sus habitantes de características tan marcadas. Justa heredera de Ren y Stimpy, con su humor que funcionaba a varios niveles, como la bola en la ingle del festival de cine de Springfield.

Cualquier ficción televisiva es el resultado de un esfuerzo colectivo, pero en muchas de ellas existe la figura del showrunner, que los cables de la agencia de noticias Efe se encargan de traducir como “máxima responsable de una serie”. Suelen referirse así a la persona que tuvo la idea y la desarrolló, para luego llevársela a la cadena.

Hay showrunners que tienen más marketing, como JJ Abrams (Alias, Lost), Matt Groening (Los Simpson, Futurama), Ryan Murphy (Glee, American Horror Story) o Shonda Rhimes (Grey’s Anatomy, Scandal). Hay showrunners que son despedidos de su propia creación, como Dan Harmon de Community. Y después hay otros cuyos nombres leemos en cada presentación, justo después de que Bob termina de utilizar su nariz como flauta y antes de ver el título del episodio.

Un porcentaje muy pequeño de los espectadores de Bob Esponja habría reconocido a Stephen Hillenburg si se lo cruzara por la calle. Este fanático de la biología marina nacido en 1961 comenzó creando una historieta (The Intertidal Zone) para sus alumnos, y un día dejó la educación con la intención de ser animador. Cuando tuvo la oportunidad presentó los personajes de aquella historieta, y después de mucho trabajo nació el tetraedro amarillo que tanto amamos amar.

No dejó que la fama se le subiera a la cabeza. En 2004, cuando su creación recaudó un estimado de 1.500 millones de dólares a nivel global, contó a East Valley Tribune: “Soy animador porque me gusta dibujar y crear cosas. No tengo interés en estar delante de la cámara o ser una celebridad. No es que no me guste la gente, pero me gusta tener privacidad”. Ese año se estrenó la primera película y él decidió dar un paso al costado, convencido de que se había cerrado su ciclo. Lejos de comprarse una mansión de 20 hectáreas en Parque Leloir, continuó colaborando con la serie en forma esporádica.

En marzo de 2017, escribió una carta pública en la que revelaba que padecía esclerosis lateral amiotrófica (ELA). “Quería que escucharan directamente de mí que fui diagnosticado con ELA. Cualquiera que me conozca sabe que seguiré trabajando en Bob Esponja y mis otras pasiones mientras pueda hacerlo. Mi familia y yo estamos agradecidos por la cantidad de amor y apoyo. Les pedimos que honren nuestro pedido sincero de privacidad en este momento”.

Stephen murió el 26 de noviembre, a los 57 años. Podemos imaginar a Bob largando cataratas de lágrimas por sus ojos, a Patricio Estrella sin entender mucho lo que ocurre e incluso a Calamardo tratando de disimular su tristeza. Quisieron cerrar el Crustáceo Cascarudo por el día a modo de duelo, pero Don Cangrejo no quería perderse la recaudación.