Hace 20 años, justo entre finales de octubre y principios de noviembre del 98, fue la primera vez que sentí miedo de la naturaleza, pues nunca había visto llover tanto como en esos días. La explanada que queda detrás del mercado municipal de mi ciudad, La Antigua Guatemala, era una piscina color café que, sin respetar la calzada intermedia, se fundía con los campos municipales de fútbol que el huracán Mitch había convertido en instalaciones de polo acuático llenas de agua chocolatada.

El cielo estuvo gris durante una semana: toda una semana sin ver el sol, pues la lluvia se adueñó de amaneceres y atardeceres sin dar tregua para que se colara un rayo de luz. Fue el comienzo triste de mis penúltimas vacaciones escolares de secundaria, porque ese año no hubo ascenso a las montañas cercanas, y tampoco paseos en bicicleta ni partidos de fútbol hasta hacerse de noche. La prohibición de salir a la calle si no era necesario estaba en la prensa, en la radio y en la boca de todos los adultos, pero no en la televisión, porque muchas antenas, incluyendo la de mi casa, cayeron destruidas por las tormentas.

Aún recuerdo la cantidad de colchones, juguetes y cachivaches que eran arrastrados por la corriente y que se acumularon en la plazuela de San Felipe, al norte de la ciudad. El tránsito de vehículos era limitado y salir a pie era una aventura, pues para cruzar de una acera a otra era inevitable sumergir por lo menos la mitad de la pierna, y arriesgarse a ser arrastrado. Mi hermana menor y yo, ambos de crianza urbana, salimos de casa al tercer día de lluvia para saciar la curiosidad. Caminamos dos o tres cuadras y, al intentar cruzar la calle, debimos detenernos. Esa tarde, inmóviles bajo la lluvia y parados sobre la acera, supimos qué era una catástrofe.

Con los días, la lista de muertos en las comunidades más afectadas creció hasta el infinito (no por ser incontables, sino porque en mi país, cuando hay un desastre, entendemos que si no podemos contabilizar a los vivos, menos a los muertos). En respuesta a la destrucción que provocó Mitch en el triángulo norte de América Central (tristemente de moda otra vez en estos días), el gobierno de Cuba envió contingentes de médicos, enfermeras y otros profesionales de la salud para apoyar a las comunidades afectadas.

El tiempo mejoró, las vacaciones terminaron, volví a la escuela y un año después, al final del bachillerato, estaba listo para ingresar a la Facultad de Medicina en la universidad. Unas horas antes de la ceremonia en la que recibiría mi diploma de secundaria, salí a caminar con mi padre y encontramos a un amigo suyo. Le conté mis planes y me habló de las becas para hacer la carrera en Cuba. Entonces supe que en marzo de ese año, 1999, para garantizar la presencia a largo plazo de mano de obra calificada en las zonas vulnerables, el gobierno cubano había creado la Escuela Latinoamericana de Medicina (Elam), que en casi dos décadas de existencia graduó en forma gratuita a más de 20.000 médicos, tanto para los países de América Latina como también para Estados Unidos, el Caribe, Asia y África. Poco después reuní mis documentos, me sometí a una serie de exámenes, y tres meses más tarde viajé no sólo para iniciar mis estudios sino para ser parte del mayor laboratorio educativo y social que ha existido en este lado del mundo.

Ya en la isla, nos agruparon por aulas de 20 alumnos, entre los que había, por lo menos, uno o dos de cada país del continente, y también de Guinea Ecuatorial, el único país africano de habla española. En ese caldo heterodoxo, además de aprender de cascadas bioquímicas, de los tipos de articulaciones que posee el organismo y de las tinciones para ver en el microscopio los cortes de tejido humano, conocí, entre muchos otros personajes de la región, a Juan Rulfo y a José Martí, y tras la lectura de Diles que no me maten y Nuestra América, empecé a ver que mi país era mucho más que lo poco que había conocido en mi adolescencia, al tiempo que comenzaba a tener nociones de qué significa ser latinoamericano.

El pénsum se enfocaba en formar al profesional básico, cuya atribución en un sistema dispensarizado es prevenir cualquier daño a la salud y detectar los riesgos antes de que se conviertan en problemas. Esta visión no encaja en los sistemas sanitarios de muchos países del continente, en los que la proyección preventiva no existe y el médico debe ser un apagafuegos puramente curativo, luchando contra la carencia de políticas públicas, las limitaciones del presupuesto, el hacinamiento en las instalaciones, la carencia de insumos y a veces incluso contra la población, pues hay pueblos en los que no suele verse a un médico, así que cuando llega el recién graduado, inexperto por su juventud e ignorante de la concepción salud/enfermedad de nuestros pueblos originarios, choca contra un muro de piedra.

De ahí que hoy, a 20 años de la inauguración de la Elam y a casi 15 de la primera graduación, hay médicos nativos trabajando en comunidades en las que nunca hubo uno, o, si lo había, era un par de días a la semana, sin hablar el idioma local y ajeno a la cultura de la zona. Y mientras el intercambio entre colegas de diversos países enriquece a la medicina a nivel global, el emparejamiento natural que se produce en cualquier grupo humano ha propiciado que haya médicos costarricenses trabajando en el nordeste de Brasil, guatemaltecos en la Araucanía o en Pando, a pocos kilómetros de Montevideo, así como peruanos en Belice, nigerianos en Bolivia o guineanos ecuatoriales en El Salvador. Además, hay muchos otros que han logrado ubicarse, primero para continuar su formación y luego como docentes, en Europa y en Estados Unidos. Y ni hablar de la herencia: todo esto ha producido niños paraguayo-hondureños, uruguayo-colombianos, ecuatoriano-brasileños, argentino-cubanos y de todos las combinaciones que pueda deducir la imaginación.

Uno puede estar a favor o en contra de la línea del gobierno cubano, y puede incluso criticar el supuesto adoctrinamiento que recibimos durante nuestra formación (es falso: cada estudiante decidía si quería o no involucrarse en las organizaciones de masas de la isla y participar en las movilizaciones que el gobierno organiza allá), pero dado el fracaso que reflejan los sistemas de salud de los países libres del continente (sin profundizar en lo social, económico y educativo), ¿quién puede lanzar la piedra contra el modelo de la medicina cubana y contra el hecho de que, en alguna medida, se extienda por toda América Latina y un poco más allá?