Dos de mis primeras citas fueron en Cinemateca para ver una película de David Cronenberg, y no las del Cronenberg más estilizado de los últimos tiempos, sino las del “Rey del Horror Venéreo”, el de Videodrome (1983) y Crash (1996) –el acompañante de esta segunda cita, cuando salimos del cine, me dijo: “Ahora tengo ganas de estar en un choque automovilístico”–. No se trataba de que yo fuera particularmente perversa a la hora de salir con personas nuevas, sino que Cinemateca era mi lugar por default cuando no estaba en el liceo/facultad o en casa, y allí me abandonaba a lo que hubiera para ver, dejándome llevar por eso que no puedo hacer desde una computadora en casa; el criterio de los que estaban detrás de los proyectores. Por años tuve una regla estricta de no irme del cine antes de que terminara la película, no importaba cuán aburrida o impaciente me sintiera, lo que me llevó a sufrir grandes bodrios –tan, tan bodrios y tan oscuros que ya no recuerdo los nombres– así como a apreciar películas inmensas a las que no les habría dado una oportunidad de “cambiar de canal”, como Stalker (Andréi Tarkovski, 1979).

También fue escenario de otras varias primeras citas, de la rara y grata ocurrencia de ir con alguno de mis padres a ver una película (con mi madre: Un sombrero de paja italiano –René Clair, 1928–: cuando se dieron cuenta de que era una película muda, muchas personas se levantaron y se fueron. Se perdieron una fantástica comedia slapstick. Con mi padre: La vida después de la muerte –Hirokazu Koreeda, 1998–, una delicadeza que nos dejó mudos a los dos en una Cinemateca 18 semivacía), de ir sola, tantas veces sola, cuando aún estaba en el liceo y no me destacaba por mi popularidad, y después de ir con los amigos que sí encontré en la facultad. Leía religiosamente los boletines y marcaba las películas que quería ver con distinta cantidad de signos de exclamación. También atendía a la cantidad de estrellas que le ponían a cada película, cuando todavía hacían eso, porque yo quería aprender a ver buen cine y quién me iba a enseñar si no Cinemateca. A pesar de mis planificaciones, terminaba la mitad de las veces yendo al azar, ya fuera que me invitara alguien o me invitara yo misma a sumergirme en la pantalla, a veces haciendo un gran esfuerzo por abstraerme de los viejitos abriendo sus paquetes de caramelos –con una lentitud exasperante, supongo que para evitar hacer ruido pero con el efecto contrario, una agonía que no parecía terminar, un caramelo a la vez–.

Si mal no recuerdo, la primera vez que fui de adolescente (de niña iba a Divercine, a la “sala de los caballitos”, la que quedaba en el Centro de Protección de Choferes) vi Derzu Uzala (Akira Kurosawa, 1975), en parte porque quería comprobar algo que mi madre me había instalado en la cabeza: que yo caminaba mal, porque según explica en la película Derzu Uzala, un cazador y guía nómade, los jóvenes hacen más presión en la punta de los pies al caminar, y los viejos más presión en los talones; esa era su forma de reconocer las huellas de alguien y la forma en que mi madre concluyó que yo caminaba “como una vieja”. Me quedé contenta al comprobar la mística que yo me esperaba de Cinemateca: hubo ciertas complicaciones con el rollo de 35 milímetros al comienzo, un gurí se sacó los zapatos y se puso a comer una manzana mientras los dos que estaban detrás de mí abrían una bolsa de bizcochos, la sala Dos era pequeñita y las paredes estaban revestidas por lo que no podía ser otra cosa que maples para huevos.

¿Por qué la nostalgia? Cinemateca sigue, contra viento y marea –recuerdo cuando temía la muerte de Manolo a efectos de qué le pasaría a Cinemateca tanto como temía la muerte de Fidel Castro respecto de Cuba–, pero se mudará a una sala más moderna y prolija. Se lo merece y se merece más que lo que la mayoría de los uruguayos le damos crédito. Pero es el fin de una época y eso a una siempre la pone nostálgica (ya no podré tomar café con mi amigo Emi detrás de la boletería mientras charlamos de la vida), el fin de una época que además coincide con la muerte de Mateo Vidal, mi compañero en la facultad y cinematequero si los hubo, con el mismo espíritu ávido por conocer y apreciar toda la riqueza que el cine –el sincero– nos ofrece. Él se fue con cierta forma de vivir el cine que a todos los que compartimos esa época nos va a quedar atesorada. A él y a aquella época que termina los despido aquí con cariño y gratitud.

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