La balada de Buster Scruggs es una película-antología integrada por seis historias unitarias de entre 12 y 30 minutos; todas se ubican en el Viejo Oeste y no hay hilo conductor anecdótico. De hecho, el filme se presenta como un viejo libro de cuentos (ese es el primer plano de la película, sobre los créditos), que la mano de un veterano manipula y hojea. Cada episodio es introducido por una ilustración, y al terminar regresa a las últimas palabras del cuento, como si lo estuviéramos leyendo y visualizando internamente.

No es propiamente una reflexión sobre el Viejo Oeste, e incluso se puede decir que de eso es sobre lo que menos reflexiona la película, que asombra como radicalmente antirrevisionista. No hay la más mínima denuncia referida a la condición del trabajador, de la mujer, de los negros, de la ecología o de lo que fuere. Los indios asoman en el horizonte y atacan salvajemente, y es mejor que estén muertos que vivos, no porque se representen como malos, sino simplemente porque se los ve desde la ajenidad habitual de los pioneros, que nunca se detuvieron a considerar un “derecho de los pueblos” o el relativismo cultural.

El entorno mítico del western está usado simplemente como un trasfondo establecido para articular historias. Esta película es como Las mil y una noches: una seguidilla de narrativas encantadoras, y la sensación de pureza narrativa está dada por la falta de moraleja. Lo que articula las historias no es un principio ético relativo al bien, sino impulsos más primarios de la empatía; identificación con los personajes de quienes estamos más cerca. Llegamos a amar a ese viejo buscador de oro, pese a que tenga varias características que, en otros contextos, siempre son utilizadas como vehículo para una perspectiva moral condenatoria (porque es codicioso, ambicioso, misántropo, los bichitos se escapan cuando él se acerca porque representa “el hombre blanco” y “la civilización”). Lo amamos simplemente porque estamos “con él”, porque vivenciamos su esfuerzo tenaz para hacer lo que hace, admiramos su sagacidad y paciencia, constatamos la belleza del entorno natural en el que decidió vivir, su parca amistad con el burro, la consideración que demuestra para con el búho, porque “tiene códigos” y está interpretado por Tom Waits.

Una vez establecido que esta película de dos horas y 13 minutos (la más larga de la filmografía de los Coen) no está basada en el empuje de una anécdota unificada, uno de los recursos para hacerla llevadera es la variedad. De hecho, la página de internet IMDb la califica de “comedia, drama, musical, misterio, romance, western” (¡!). Está perfecto. La primera historia es abiertamente cómica, una caricatura hiperbólica del western basado en el cowboy pistolero, con el tono de un dibujito de Bugs Bunny (nombre que se parece a “Buster Scruggs”); la tercera es totalmente seria y no podría ser más triste. El último episodio consiste casi totalmente en un diálogo, pero el cuarto (el del buscador de oro) casi que transcurre con el personaje solo en el campo (si no fuera porque de vez en cuando habla solo y canturrea, el episodio sería totalmente mudo). Las locaciones son latitudes bien diferenciadas de Nuevo México, Colorado y Nebraska: pueden ser en el calor tórrido o en la nieve, en la llanura, en la montaña o en un pueblito polvoriento, musicalizadas con distintos estilos, con personajes que pueden ser cultos y articulados o simples y lacónicos. No hay intercambio anecdótico entre los episodios, pero sí algunos enlaces temáticos: la muerte es el gran tema en común. En tres de los seis episodios hay gente que muere con un tiro neto en la frente. Cuando el viejo prospector comenta que las aves no saben contar evocamos al “gallo matemático” del episodio previo, hay dos historias en las que un personaje se hace el muerto para sorprender a su atacante, y las canciones del episodio final parecen atarse con las del primero.

Es tremenda responsabilidad hacer un tributo al acto de narrar. Los Coen decidieron encararlo con todo, es decir, trayendo al asunto “narración” a la superficie, al lidiar con varios personajes que cuentan historias (en el caso del “narrador tespiano”, dice textos de nada menos que Percy Shelley, William Shakespeare y el Génesis). Y salieron exitosos, demostrando una vez más que se encuentran entre los mayores virtuosos del cine narrativo de la actualidad. La balada de Buster Scruggs es de una exquisitez indescriptible: los objetos, los diálogos, el casting, las imágenes, el montaje, los matices de la mezcla de sonido, la música, las situaciones, los giros inesperados.

De lo mejor del año

Los Coen siempre tienen esa manera de satirizar las convenciones cinematográficas haciendo una emulación virtuosa de ellas, y al mismo tiempo, celebrándolas. A veces el factor homenaje está tan presente que no estamos seguros de si la sátira es sátira, o simplemente nos sumergimos en un estado de goce primario frente a una versión tan convencida de una poética demodé (las imágenes de la naturaleza en el episodio del prospector de oro me hicieron pensar en La noche del cazador, de 1955, dirigida por Charles Laughton). A veces la sátira desaparece de forma casi total, y la pequeña historia de amor del quinto episodio es una de las más conmovedoras y delicadas que haya visto en el cine en muchos años. Esta historia de media hora de largo (la más extensa) está dotada de una complejidad especial. Por ejemplo, la secuencia de los indios: ¿será “real”? Transcurre casi que en un mundo aparte (aunque teóricamente estamos a unos cientos de metros de la caravana). Lo que él supuestamente va a contarle a Billy Knapp cuando lo reencuentre bien puede ser un cuento mentiroso de Arthur (no puedo entrar en detalles sin estropear la sorpresa). Es una lectura posible, una posibilidad nada evidente y que le agrega espesor. De la misma manera que, en forma más evidentemente alegórica, el viaje en diligencia del episodio final podría ser el tránsito hacia la muerte (muerte que tantas veces contemplamos en “primera persona” en los episodios anteriores).

Esta película tuvo una muy limitada exhibición en salas en el primer mundo (sobre todo para justificar improbables –pero merecidísimas– candidaturas al Oscar), y luego fue subida, conforme los planes, a Netflix. Es de lo mejor del año, no se la pierdan.

La balada de Buster Scruggs, dirigida por Joel Coen y Ethan Coen. Con Tom Waits, Zoe Kazan, Tim Blake Nelson. Estados Unidos, 2018. En Netflix.