Operación Overlord fue el nombre en código para la invasión de Normandía que comenzó con el desembarco aliado en el Día D (6 de junio de 1944). La acción de esta película se ubica en la noche previa al Día D, cuando un grupo de paracaidistas debe aterrizar detrás de las líneas enemigas, con la misión de destruir una torre de comunicaciones alemana que puede comprometer seriamente el desembarco. Es decir, la Historia de la Humanidad depende de estos muchachos.

El título local, que agrega Operación al Overlord original, empobrece el juego de significados, ya que la evidente intención de los realizadores era referirse también a la posición de mando, una que contiene la idea de superación (el lord por encima del lord) inherente al Übermensch del ideario nazi de mejoría racial y dominio del mundo. “Un reich de mil años necesita soldados que duren mil años”, dice el comandante alemán Wafner –el apellido existe, pero suena más bien como una mezcla de Wagner con el dragón Fafner (o Fafnir) de la mitología nórdica–. Eso apunta al otro género de esta película, que algunos calificaron como una mezcla entre cine de guerra y de zombis, pero no es exactamente eso. Resulta que los soldados estadounidenses se encuentran con un laboratorio alemán en el que un doctor siniestro, a la Mengele, hace experimentos con un suero que genera mutantes humanos de alta capacidad destructiva. Así, en su laboratorio estilo doctor Moreau hay varias cosas horrorosas, por ejemplo, una mujer a la que mantienen viva por medios artificiales pese a que sólo le quedan la cabeza, el cuello y la laringe.

Este es el caso raro de una película en que el nombre más famoso y taquillero, por lejos, es el del productor, JJ Abrams. Este es un producto secundario para su empresa Bad Robot, no cuenta con estrellas y los efectos especiales son elaborados, pero claramente discernibles como “efectos”. Hacerlos “realistas” hubiera duplicado el presupuesto, y en vez de ello optaron por un visual global expresamente artificial, con una paleta de colores concentrada en el marrón agrisado, salpicada tan sólo con el anaranjado brillante de algunos puntos de luz y de las varias explosiones. Recién en el epílogo, la luminosidad matinal y los colores más brillantes nos asegurarán que terminó esa noche espantosa y llena de ocurrencias, y el curso histórico se rectifica hacia una era feliz, segura y correcta de humanismo liberal.

Pero a lo largo del film se intentaron diálogos “ingeniosos y fuertes” que, en verdad, son pobrísimos (“Si seguís pensando en los muertos, terminarás siendo uno de ellos”), y uno desearía que los realizadores asumieran sus limitaciones y se acotaran dignamente a cosas tipo “¿Cuánto te queda de munición?” o “Shh, escuché algo”.

Sin embargo, hay muy buenos momentos de acción. Especialmente en el inicio, las escenas a bordo del avión, y luego, en el paracaídas, nos dejan una impresión muy vívida de lo espantoso que debe ser estar cercado de tiros y explosiones, y depender de la pura suerte de no cruzarse con la trayectoria de ninguna bala. Eso, más allá de lo inverosímil de un ataque tan prolongado: los alemanes tendrían que contar con varios kilómetros de batería antiaérea dispuesta en la tierra para que la amenaza se extendiera tanto con el avión a alta velocidad. También es medio trucho que, entre los muchos aviones que vemos, los pocos soldados sobrevivientes procedan del mismo y se conozcan.

Pero, obviamente, no hay mucha pretensión de verosimilitud. Con una buena influencia del clásico videojuego Castle Wolfenstein, Operación Overlord explota el esquema de los nazis como representantes de la más absoluta villanía, sirviendo como excusa para unas gozosas ráfagas de ametralladora en las que podamos dar cabida a nuestra agresividad viéndolos caer como moscas, sensación que se acentúa cuando aparecen los nazis en versión monstruosa, con una apariencia asquerosa y actitud de muertos vivos.

Lo curioso es que ese sano ejercicio de sadismo y morbo agresivo (que todos tenemos y que hay que sublimar por algún lado) se necesite justificar con signos actualmente prominentes de rectitud moral, pero esquivando controversias. Entonces, el personaje principal es un recluta negro. Eso claramente se destina a emular un aspecto de ese blockbuster de terror que fue ¡Huye! (Jordan Peele, 2017) y a transmitir la imagen, históricamente falsa, de un Ejército estadounidense de 1944 sin racismo. Queda claro que Chloe, la muchacha francesa que oculta a los estadounidenses, se acostó algunas veces con Wafner a cambio de favores, protección o privilegios, pero en el momento en que vemos que se acerca al oficial, su expresión es de un asco profundo, al punto de implicar un intento de violación. El soldado Boyce rechaza absolutamente el abuso, y pone en riesgo el futuro del mundo (que depende de su misión) para impedir esa violación.

El vínculo de Boyce con Chloe parece incluir cierta energía amorosa, pero la película lo deja potencial: él “la ganó” espiritualmente, pero la cosa no se concreta para no meterse con la incomodidad –para la cultura segregada estadounidense– de una relación “mixta” (negro con blanca), y además porque muchas películas de entretenimiento vienen prefiriendo contornear lo amoroso/sexual, no sea cosa de arriesgar los millones invertidos por algún matiz que pueda suscitar una interpretación ofendida respecto del rol de la mujer (quien es, dicho sea de paso, totalmente empoderada, responsable principal de su hogar, con una intrepidez y habilidad en el uso de distintos armamentos que iguala a la de cualquier marine; capacidades que nunca se explica dónde adquirió esa muchacha de provincia). El superior de Boyce le da una orden directa que contradice su sentido moral, y Boyce se planta firme contra su superior y se rehúsa a cumplirla (es más, termina convenciendo a su superior, no fuera cosa de caracterizar una apología de la insubordinación). Hay otra discusión entre ambos, sobre la tortura a un prisionero alemán, pero queda sin resolución, para no caracterizar una crítica a las prácticas actualmente corrientes en Guantánamo. Y así, todos felices a matar zombinazis.