Me tocó tener 15 años el 2001 en que Rodrigo murió. En aquellos tiempos, para alguien que había firmado un contrato no escrito pero indeclinable con la cultura del rock, aquella muerte terminó de sellar el suplicio de un montón de fiestas de 15 en las que la bailanta –con sus pasos mucho más veloces, llenos de vueltas y con los torsos un poco encorvados– de golpe le hacía competencia a la plena, y al disc jockey no le temblaba el pulso a la hora de pasar cuatro temas seguidos del último disco en vivo del Potro (la mayoría de los que vivieron aquel furor suelen recordar estas versiones más que las de estudio, a veces incluso conservando en el disco duro de la memoria intercambios de Rodrigo con el público, o entre los mismos músicos). Por aquel entonces, aun odiar a Rodrigo te hacía parte de su mito.

Fue tiempo después que, con motivo de un aniversario de su muerte, me topé en Crónica TV con un registro en vivo de uno de los 13 Luna Parks que llenó, aquel en que entra al ring con guantes de boxeo (y con el que comienza El Potro: lo mejor del amor, de Lorena Muñoz). No sé exactamente qué me mantuvo con el control remoto en la mano, pero vi el recital de principio a fin, sin cambiar de canal. Me descubrí conociendo de memoria todos los temas, diciendo “ah, saco este”, “este también es un clásico” y “ah, y me olvidaba de este otro”, y ahí descubrí que Rodrigo no sólo se había convertido en una suerte de honda placa tectónica sobre la que se había erigido mi adolescencia y la de mis amigos, sino que el tipo en escenario era una auténtica fuerza de la naturaleza. Después de conversarlo varias veces, muchos amigos me confesaron reacciones similares: en ese sentido, en despliegue escénico Rodrigo fue para muchas personas del ámbito rock lo más cercano a la presencia de otros músicos que admiraban, un tipo al que le sobraban un montón de aptitudes por las que cualquier rockero hubiese firmado un pacto con el diablo. Y no era necesariamente algo vinculado a su rango vocal (bastante pobre), ni a sus movimientos (hiperactivo, pero limitado), ni a las ocurrencias de puesta en escena (la idea del ring ya se ha usado un montón de veces), sino a algo que era pura energía, que lo llevaba atado en la punta de su ceja y que, sobre todo, no te dejaba otra que creerle lo que contaba.

Para un adolescente algo intransigente y poco afecto a lo popular, el reconocimiento de la imponencia escénica de Rodrigo fue la primera fisura en una ideología blindada, que no mucho tiempo después dejaría los portones abiertos para un montón de géneros como la salsa, la cumbia, el trap o el reguetón.

Cumbia del desengaño

Captar esta fuerza capaz de hacer mella en la persona más reacia era el principal reto de Lorena Muñoz a la hora de hacer El Potro: lo mejor del amor. Más bien eso, y que su retrato no resultara redundante con el de Gilda: no me arrepiento de este amor, también dirigida por ella, pero dos años atrás.

Las biografías de ambos, figuras populares de Argentina muertas en el pico de sus carreras por causas bastante parecidas (y con sólo cinco años de distancia), ofrecen en su estructura demasiadas similitudes. Podría agregarse la biografía de Pappo (muerto cuatro años después de Rodrigo en un accidente mientras manejaba su Harley Davidson) y tendríamos una perfecta trilogía armada por una comisión de seguridad vial.

Sin embargo, hay un detalle en los perfiles de ambos biografiados que cambian la estructura de forma notoria. Mientras la película de Gilda es una línea recta casi sin desvíos desde los comienzos humildes hasta la santificación, el modelo religioso del Potro obedece más al formato crístico: ascenso, caída y resurrección (y después caída de nuevo). La peculiaridad de este distinto formato tiene que ver con la vida de Rodrigo –un personaje mucho más controvertido, lleno de luces y sombras–, como también con un litigio aún en curso sobre su recuerdo que involucra –entre muchos otros quilombos que empalidecerían al peor caso de sucesión familiar– a Patricia Pacheco y Marixa Balli –histórica amante–, a Patricia y Beatriz Olave –madre del músico–, y a Rodrigo y la Mona Giménez y los líos legales con el sello Magenta. En este sentido, mientras la muerte de Gilda sirve para inaugurar el comienzo del mito plácido de su santificación, la muerte de Rodrigo trae la apertura de un infierno de versiones, adjudicaciones y expropiaciones. Así, no sólo por el antes y después de estos sucesos, sino también por el estilo cinematográfico con que se elige retratarlos, en la anterior película de Lorena Muñoz la muerte se ofrece como un acto sagrado, que pone un broche celestial al film, mientras que en esta última el accidente automovilístico que le quita la vida al protagonista adquiere los tintes de un hecho duro, terrenal y sin poética alguna: más terrible que trágico.

En lo estrictamente cinematográfico, Muñoz se muestra con buenas armas de dirección. Sabe muy bien cómo captar la energía de un show en vivo (ya sea en un pequeñísimo bar de mala muerte o en un estadio), puede filmar el sexo de una manera tan estilizada como dura y tiene un muy inteligente manejo de las elipsis (puede pasar de una época a otra casi sin pestañear y tiene una astuta forma de mostrar el ascenso de Rodrigo en la calidad creciente de los hoteles en que se hospeda). Quizás hay algunas terrajadas en la insistencia de ciertas imágenes-metáforas, como casi todas las que involucran caballos (ya sea reales, alucinados o de juguete), y algunas asociaciones un poco a la fuerza con las referencias boxísticas que lo terminarían llevando al Luna Park, pero aun así nunca llega a irse a la banquina.

Yerba mala

Hay, como ya se señaló, una insistencia en lo crístico, ya desde los rosarios y las figuras religiosas a las que reza su madre (interpretada por Florencia Peña), como en dos planos cenitales que hablan de la expiación de Rodrigo. En el primero lo vemos luego de la muerte de su padre, acostado en una cama con sus dos hermanos, con una barba inédita y un pelo largo y ondeado que lo asemejan tanto a la imagen de Jesús que parecería un tableau vivant de una estampilla religiosa; en el otro lo vemos ser llevado en brazos por la muchedumbre de su show consagratorio, con los brazos extendidos en cruz (una imagen para nada nueva: en Córdoba se pueden encontrar a la venta varias cadenitas y rosarios con un Jesús de pelo azul encrespado, mientras que la imagen de la crucifixión ya había sido usada para la portada de Revista Noticias, cuando salió con una polémica nota sobre el desgaste del ídolo y los tejes y manejes detrás de su figura).

El film tiene un elemento en que triunfa y otro en que fracasa, y que prácticamente lo parte en dos. En primera instancia, uno ve la película y, sólo con ser un poco permeable, quiere salir corriendo a escucharse un compilado del Potro cordobés. En estos terrenos, el novel actor Rodrigo Romero es inmejorable, al punto de llegar a momentos de un parecido casi perturbador. Sin embargo, cuando no está en escena no sucede lo mismo. Uno podría decir, con cierta justicia, que si bien es un rol dignísimo para alguien que recién empieza en la actuación, muchas veces no logra captar el auténtico carisma del cantante, que puede rastrearse sin problema en un montón de entrevistas que hasta el día de hoy circulan en Youtube. Y por esto que no se entienda falta de intensidad: el Rodrigo de Romero llora, se agarra a las piñas y por momentos está duro como una tabla, pero las sensaciones que produce todo esto se quedan más bien en la superficie. El enloquecimiento de Rodrigo parece más producto de las malas juntas y las drogas (aunque a las drogas casi siempre se las deja sugeridas, en una extraña pacatería para un film que no escatima en escenas de sexo) que algo inherente a su personalidad. Ahí hay otra gran diferencia con Gilda, en la que todos los temas, todos los malestares y logros de la protagonista tendían cables de cobre con lo más interior de su historia y personalidad, y donde Natalia Oreiro no sólo imitaba a la cantante, sino que resignificaba su carrera de actriz mediante esa interpretación. En El Potro, Rodrigo Romero parece más bien un prodigio de la imitación, un tipo que conectó a la perfección –en este sentido, aun más que la Gilda de Oreiro– con la rutina escénica del músico, pero sin tocar ese otro plus incorpóreo de su mística.

Cómo le digo

Este es un terreno delicado y no deberían adjudicarse los problemas a errores de interpretación. Más bien, de lo que parece sufrir El Potro, aun sin dejar de ser un film decente, equilibrado y hasta emocionante, es de la consciencia de saber que se está manejando un material mucho más incómodo que en Gilda. Es de esos casos extraños en los que, a diferencia del 90% de las biopics musicales, los personajes no están exagerados, sino más bien bajados de tono. La madre de Rodrigo –sobre todo después de su muerte– fue una mujer mucho más insidiosa y bizarra que la mamá sobreprotectora y kitsch que interpreta cómicamente Florencia Peña; el Oso es un personaje mucho más controvertido –y por lo tanto, más rico– que el que interpreta –ojo: estupendamente– Fernán Mirás; hay todo un tema de mafias vinculadas a la bailanta (sobre todo después del distanciamiento público con la Mona Giménez) que es pasado por alto, vaya uno a saber por qué, y la relación con Marixa Balli tiene toda la pinta de haber sido alivianada de su verdadera conexión vital y emocional, al punto que se elige a una mujer rubia (Jimena Barón), como si, aun manteniendo el nombre, se intentara lavarle la sábana al fantasma.

Las explicaciones pueden ser varias, pero todo apunta a la interna familiar/musical de Rodrigo, sobre todo desde el momento en que fue una película dirigida principalmente desde el punto de vista de la primera mujer del cantante y su hijo. Es, al menos desde este punto de vista, una versión oficial de ese costado familiar, que deja muy de lado un montón de detalles que sería doloroso poner, así como suaviza los bordes para calmar posibles enfrentamientos (que, por supuesto, no sólo no se calmaron sino que arreciaron en disputas en programas de chimentos, incluso antes del estreno de la película).

Es casi un cliché decirlo, pero luego de ver el film, lo que queda es el mito: el Rodrigo de los mil peinados, el Rodrigo que gira por toda la pista como un ventilador desenganchado del techo, el Rodrigo con esa ceja que se elevaba como el labio de Billy Idol, el Rodrigo que en sus canciones celebraba el adulterio con tanta autenticidad que casi elevaba el acto a una experiencia religiosa, el Rodrigo que, debajo de los manteles de las fiestas de 15, hacía mover los piecitos de aquellos adolescentes que se creían demasiado duros como para ceder al ritmo de su música.

El Potro, lo mejor del amor, de Lorena Muñoz, con Rodrigo Romero y Florencia Peña. En varias salas.